Un Bolívar nietzscheano
Por José Luis Villacañas
Ironía
Los seudónimos estaban de moda en la literatura iberoamericana cuando Fernando González escribía Mi Simón Bolívar. Dos ejemplos: Pessoa con sus heterónimos y Machado y los suyos, en los que se dibujaban personalidades complementarias, todas ellas partes de sus anhelos y de sus capacidades expresivas. Ellos habían comenzado con el modernismo y supieron de este modo superar las dimensiones simbólicas de sus personajes para darles vida como totalidades anímicas autónomas. Que Fernando González era un autor modernista se comprende tan pronto leemos Salomé, un relato atravesado por un sutil y delicado erotismo, como correspondía a un hombre que crecía en ambiente católico. Pero con Mi Simón Bolívar González entraba en otra fase en la que las herramientas modernistas se ponían al servicio de una actitud que podemos llamar ascética y mística. [1] De un modo admirable, González nos evoca la figura de un Pascal, también atormentado por las inquietudes plurales de la vida y que, como él, registra en los bolsillos de sus anchos pantalones los elementos de la lucha en la que se halla inmerso: los tratados de los Budas, los astros, las teologías, las magias y las libretas (1993: 13). De esa concentración nació Lucas Ochoa. Y a través de esa ascesis se convirtió en «el hombre indeterminado» (1993: 15), el que por eso podía ser cualquier cosa. [2]
Lucas Ochoa, el seudónimo del especialista en Bolívar, el hombre que se documenta sobre su vida hasta el punto de querer parir a su propio Bolívar, es desde luego un expediente modernista. Como cualquier otro elemento que tiene sus orígenes en el espíritu romántico, su función era abrir el espacio para la ironía. González, que se esconde tras este hombre natural, espontáneo, asceta [3] y místico, no deja de ofrecerle a su personaje una compensación por las ironías vertidas sobre él por el autor. En un momento pirandeliano, Ochoa dice: «Estoy derrotado en mis propósitos. Un amigo, Fernando González, vil alma comerciante, me sugestionó para escribir acerca de Bolívar, con el fin de ganar dinero en el centenario de su muerte. ¡Qué bajeza!» (1993: 243). A este pasaje, González, que aquí ejerce de editor del libro, añade una nota que dice: «No me admiro ni me enojo por estos insultos. Comprendo la psicología de Lucas y todo se lo perdono. Es sincero. Me insulta, a pesar de que le he suministrado todas las obras que necesita para su trabajo» (1993: 243). Después sigue justificando a su criatura. Lo más simpático de la escena es que la nota da la razón a Ochoa. González ejerce del González que describe Ochoa, se presenta como una vil alma de comerciante, y le recuerda todo lo que le han costado los libros que puso a su disposición. En total, unos quinientos pesos. Para más comezón, la personalidad exigente e imperiosa de Ochoa se muestra en que no acepta las obras en préstamo. ¡Las quiere donadas! «Es necesario anotarlas, recortarlas, que sean propias», recuerda que le dijo para no recibirlas prestadas. El pasaje es humorístico no solo por el español arcaico. «No me admiro» de ser llamado vil alma de comerciante, viene a decir González, donde admirarse tiene el viejo sentido de las crónicas medievales, el de maravillarse, asombrarse, extrañarse y en cierto modo indisponerse con cierta ira ante lo que uno escucha. Ahora bien, el colmo de la ironía de la escena reside en que el fruto de todos esos libros que González pone a disposición de Ochoa, y que tan caros cuestan, es sencillamente que este se pondrá en camino para recorrer el continente a mula y así escribir el segundo volumen de la obra que, por supuesto, jamás será acabada. Toda la escena es deliciosa en tanto que diálogo del personaje con el autor, que se escinde en sí mismo para darle la razón a quien se muestra tiránico con sus servicios y soberano en sus deseos. Lucas Ochoa es una fatalidad. Por eso, concluye, no se deben enfadar con él «los bogotanos, los suramericanos, los abogados».
Todo el libro está sostenido por estos juegos de espejos, en los que mandan los cambios de humor de Lucas Ochoa, las interposiciones continuas entre sus vivencias, que son elevadas a primer plano, y su objeto de estudio, Bolívar. Ese juego es el que promueve la ironía, porque al pasar desde el sujeto al objeto o viceversa, el discurso queda alterado y deformado por la conciencia de las distancias. Desde el principio del libro, Fernando González nos dice que, aunque es amigo de Lucas Ochoa, incluso su discípulo, la ironía es necesaria para la admiración inteligente (1993: 17). Ni siquiera la burla está excluida y desde luego el autor es burlón respecto de su personaje, al que retrata con los caracteres clásicos de la novela de pícaro. [4]
Entre ambos, Ochoa y González, han logrado un método llamado emocional. Es un método lleno de reverberaciones. Ochoa es una emanación emocional de González, como lo será también el nuevo Bolívar en el futuro. De la misma manera que Kafka pensaba que Don Quijote era una emanación de los sueños aburridos de Sancho Panza, así, Bolívar, su Simón Bolívar, saldrá de la efusión cósmica de Ochoa, que a su vez lo es de González. [5] Ese método emocional tiene consecuencias cósmicas, de eso no cabe duda. Se trata de un método capaz de producir una emoción tan intensa que acabe por producir el objeto. Intuición intelectual le llamaba Kant a esta fuerza intelectual, propia del arquetipo creador. Esa emoción, para lograr este efecto creativo, debe ser bella y amorosa. Solo por la síntesis de estas dimensiones la emoción alcanza el efecto creativo que la caracteriza. En cierto modo, hablamos de mística, la virtud propia de los solitarios, los que ya no tienen necesidad del lenguaje. González es uno de ellos. Y Ochoa. [6] Y lo más importante, también lo será su Simón Bolívar. Como todo sentimiento místico, su grado supremo es la «concentración de la conciencia en Dios» (1993: 7), en un éxtasis en el que se accede a lo que Freud llamó el sentimiento oceánico de fusión con el universo. Esa es la expresión suprema de la sabiduría. Anterior a ella es quedar unido a Bolívar, un grado menos en la escala de la sabiduría pues aquí solo se ocupa el lugar de los hombres continentales.
Gnosis
Irónico o no, [7] el gnosticismo de González es real y busca, como toda otra gnosis y a través de diversas escalas, la deificatio. [8] No solo se trata de la unificación con el Universo, sino de percibir esa unificación cósmica. Esa es la conciencia de Dios por la que el hombre se percibe a sí mismo como Dios (1993: 7). [9] Aquí, Dios juega como el comparativo adecuado para que el hombre salga de su actual condición mediocre. «Dios es el imán que extrae del fango al hombre», dice un pasaje no menos irónico, de cierto regusto aristotélico. [10] Pero la sustancia de la ironía reside en que González tiene muy clara la dificultad de recorrer toda la escala de la sabiduría, de esa nueva gnosis. El punto de partida es muy bajo y lo da el tipo humano del conquistador español. «Nuestros antepasados, que tenían una conciencia aún inferior, que eran hombres de solo fisiología poderosa, hijos de los Balboa, Juanes de la Cosa, Pizarro» (1993: 8). Como sabemos, el conquistador funciona en la saga americana de González como el pecado original en la teología bíblica (1993: 58). La primera victoria del espíritu será ejercer las distancias respecto a este tipo humano. Aquí también la ironía siempre marca la superioridad de quien la ejerce. Y aquí por primera vez escuchamos el eco nietzscheano que se abre en la página inicial del libro. Solo los inferiores admiran con seriedad, se nos dice. Los superiores lo hacen con ironía. Pero ahora vemos que se trata de un nietzscheanismo muy peculiar, también desde el principio. Sí, podemos decir que estamos ante un Nietzsche gnóstico, para quien lo principal no es la fortaleza del cuerpo, sino la fuerza de la conciencia. La alegría no está en el cuerpo, sino en el poder de la conciencia (1993: 8). Por eso, las razas de fuerte fisiología, los hombres ibéricos, no son la cima, sino la base. La cima es el mahatma, el místico. En él se abre paso el poder, desde luego, y la alegría, la acción, la salud, pero ahora se trata siempre del poder de la conciencia.
En este régimen de salud y de fuerza, lo fundamental es permanecer activo, no pasivo. Como diría el joven Fichte, el yo debe ser una fuerza centrípeta, no dejarse arrastrar por las fuerzas centrífugas, debilitadoras, deprimentes. La de González/Ochoa es una gnosis de serenidad, de absorber la realidad, no de ir tras ella con ansias descompuestas, como el conquistador español. «Nada hala de mí» (1993: 9), dice González para expresar de forma gráfica esta vida no descentrada que él busca. Frente a ella, en esa inclinación delirante hacia los objetos, en ese desordenado afán de poseer, vemos al hombre fisiológico, al conquistador incontinente, a los Pizarro. Este tipo humano no ha sabido atravesar las aguas en las que anida la inquietud de la vida. La escuela de Ochoa nos propone entonces una pedagogía adecuada para dejar a ese hombre atrás y parir a su Simón Bolívar, el nombre del hombre superior, del futuro superhombre. Paso obligado para el sabio latinoamericano, Bolívar será el hombre continental. Al perseguirlo, Ochoa atravesará sobre una mula el continente americano, para buscar sobre la tierra americana las vivencias del general que más anduvo a caballo. Esa existencia de centauro no es la definitiva, sin embargo. Es la que más energía puede absorber, hasta convertirse, como dicen los hermosos versos de la Introducción, en «el cazador sentado/ bajo el árbol/ de la conformidad». El sabio latinoamericano, como el viejo filósofo europeo desde el humanismo, se ve como un cazador tras la belleza y la verdad. Pero ahora no hay nada de aquella violencia que portaba los ecos de la diana furtiva y cazadora. No. Se trata del «cazador reposado».
Pedagogía
La empresa de González no es menor que la de Bolívar. De hecho es proporcional al nuevo tiempo y más grande. Si Bolívar tenía que transformar un pueblo de esclavos en un pueblo de ciudadanos, aquél creía que tenía que elevar a la «gente morada de Colombia» hasta la sabiduría. Eso no era poco, porque al decir de González, mientras tanto, los colombianos se habían convertido en el pueblo amigo de congresos. En todo caso, Bolívar era el testimonio de una esperanza. González, con su emanación Lucas Ochoa, como un par de ángeles bíblicos, habían recorrido la tierra de América y no habían visto a ningún hombre bello (1993: 10). A lo sumo se alegró de ver algún niño «tan sano como el dios de la vida» (1993: 37). Aquellos ojos infantiles le ofrecieron motivo para una agradable agitación. Nada más. Esa ausencia de hombres bellos los obligó a ese ejercicio más complejo por el cual ambos tenían que parir a su Simón Bolívar, pues al menos este había sido un caso fértil de superación. A partir del hombre fisiológico español, Bolívar había sabido llegar a ser otra cosa. Era el ejemplo de una autotrascendencia. A diferencia de la dispersión patológica del conquistador, su energía se había concentrado en un deseo consciente. Esa concentración le hizo desear algo como el que se ahoga desea el aire. Y a eso sacrificó su vida. Frente a la tropa feroz y maciza de los conquistadores, unidos en su dispersión y frenesí, Bolívar ya había sido un solitario. Solo los solitarios ven los deseos como sus propias emanaciones conscientes y viven para ellas. En eso fue Bolívar un ejemplo. A su imagen tenía que lograrse «el hombre suramericano» (1993: 16), ese tipo humano que faltaba, disperso en todas las hibridaciones.
«Bolívar lanzó el dardo de su anhelo más allá de Zarathustra», dice el primer pasaje en que se menciona en serio la obra del Libertador (1993: 29). La correlación ya se adivinaba desde el principio. Desde luego, el planteamiento de González es evolutivo, ligeramente darwinista a su manera, como es propio de la inspiración nietzscheana. Es preciso ayudar a la naturaleza en su lento fraguar del hombre americano. Su crisol es demasiado lento, su horno frío. ¿Hay algo de Vasconcelos en este González? Los eruditos y amigos de su vida lo podrán decir. El lector no puede sino evocarlos juntos cuando González celebra el mérito de Bolívar en términos que localizan en su figura el inicio de lo que el mexicano veía como una utopía de futuro. [11] Sin embargo, sí hallamos con certeza a Emerson, el filósofo del embellecimiento humano, el ancestro de Nietzsche, el que ya había emprendido el mismo programa para América del Norte (1993: 37). [12] Todos, los tres, están poseídos por el mismo anhelo de un tipo americano que anuncie, aunque sea en la lejanía, al tipo perfecto de lo humano (1993: 30). Citando la novela de Wells, La Isla del doctor Moreau, González reconoce su inquietud prometeica, su voluntad de perfeccionar la obra de Dios, fabricar hombres superiores. América es la Isla del doctor Moreau, y alguien debe soñar el sueño con la intensidad con que lo soñara Bolívar, lograr que se atisbe el hombre «definitivo y armonioso». Sin romper con el conquistador, ese nuevo hombre no emergería jamás. [13] Por eso era preciso detener la sensualidad desatada por las naciones conquistadoras, poner fin al alma atormentada de los iberoamericanos. Como otros autores del continente, también González creía en la capacidad genésica de la ascesis.
Pero no como un fin en sí misma. Más bien era un medio para la ecuanimidad, para el aumento de la conciencia. Eso significaba romper con el conquistador. Elevarse a la serenidad, evitar la desesperación, las prisas, ganar la interioridad y la concentración. De eso no sabían nada aquellos viejos españoles «posesos de la inquietud», exasperados por el sol americano. Pero la premisa tenía ulteriores condiciones y exigía otros abandonos y separaciones. Pues lo propio de los conquistadores no era solo la lascivia, ni esta era lo único que había que superar. «En ninguna parte de la tierra ha dominado tanto el hombre al hombre como en la América del Sur. Jamás el hombre ha podido dilatar tanto su ansia de dominio como la dilataron los conquistadores en esta tierra» (1993: 36). Este González, que se ha propuesto aplicar las ideas del superhombre a su tierra, de pronto no asume que la voluntad de poder, entendida como voluntad de dominio, sea parte de su ideario. Al contrario, es parte de aquello que se tiene que dejar atrás en tanto algo propio del hombre fisiológico. Nadie duda de que aquellos Balboa, perdidos en su propia locura y capaces de abrir trochas en selvas impenetrables, no gozaran de una «inmensa humanidad». Superar al hombre fisiológico no es eliminarlo. Es más bien dotarlo de una «disciplina propia para crear el superhombre» (1993: 37).
Dirigir esa humanidad no hacia el dominio del hombre por el hombre, sino hacia el dominio de sí mismo y la profunda conciencia que abre al mundo y a la serenidad. De eso se trataba si se quería hacer de Suramérica la cuna del hombre del porvenir. Para ello, lo decisivo en el libro Mi Simón Bolívar reside en transformar la idea misma de poder, hasta hacerla depender de la voluntad, no de la dominación. Y para eso servía de ejemplo el Libertador, pues solo él entre todos los hombres del sur americano había conocido que «el arte de ser hombre de voluntad consiste en mantener el interés en el fin» (1993: 43). De esa capacidad procedía la constancia, la atención, la acumulación de energía, el amor a la vida, la intensidad y el aumento de la actividad; en suma, todo aquello que podía ser caracterizado como superhombre. Pero para lograr toda aquella actividad en aumento, de forma paradójica, era preciso gastar energía con método. Como si pensara en la segunda ley de la termodinámica, González afirma que «aquí entra la ley de que se debe gastar energía metódicamente, pues si no se gastare, no se tendrá» (1993: 43). La voluntad así era todo menos voluntarismo e implicaba una compleja actitud psíquica en la que todo dependía de una cierta naturalidad enérgica concentrada y expansiva. Las complejas tablas y reglas del nuevo yogui suramericano, no sin ironía, [14] tienden exclusivamente a eso que hoy llamaríamos empoderarse y que González llamaba poseerse (1993: 44), pero que en todo caso mostraban el bien y el mal de la vida. Cuando las recorre uno no puede dejar de pensar en Spinoza y en su método para producir alegría.
¿Cuál era el horizonte de este nuevo hombre americano? De entrada, no nos parece menos nietzscheano: en todo caso resultaba preciso vivir heroicamente (1993: 46). Pero también cuidar los detalles (1993: 50), pues se trata de una heroicidad de la conciencia, de la atención. Así se debería forjar una modernidad americana, sostenida sobre la superación de la duda acerca de las propias capacidades, de tal manera que esta intensidad de la conciencia produjera los resultados propios de la modernidad, la técnica, la riqueza, el cuidado de lo real (1993: 55). Pero sobre todo otro rendimiento, el hombre nuevo americano tenía que ser como Bolívar, ante todo un individuo. Aquí el Liberador es un modelo, pues él fue el más individuo que ha conocido la tierra. De nuevo, la matriz de la interpretación es nietzscheana. Bolívar nos aparece como el individuo soberano, pues nadie influyó en él. Todo brotó del gran centro de su conciencia. Esta fue tan intensa que, desde luego, superó la conciencia fisiológica de sus fuerzas físicas de criollo español, en tanto que realizó una proeza de movilidad y de energía sin par. Por supuesto, fue mucho más que marido, algo que no tenía demasiado interés para él, que se conformaba con bailar noches enteras, después o antes de las batallas, entre las ordenanzas y las proclamas, en los cuarteles o en las praderas. Por supuesto que fue un patriota, pues se cansó de que los españoles robaran y mandaran. Pero fue mucho más que eso. Se elevó a la conciencia continental, pues fue su única fidelidad amar y recorrer el Continente, de parte a parte.
Sin embargo, González va todavía más lejos y le hace elevarse al grado supremo de la sabiduría en tanto que le atribuye a ratos la conciencia cósmica. En todo caso, nadie puede dudar de que su individualidad fuera perceptible como una montaña. Al llegar a este grado fue Bolívar «uno de los seres que más participó de la divinidad» (1993: 65). Por eso, según el grado de intensidad mental de los que vayan tras él, Bolívar aparecerá como el patriota, el hombre continental, el hombre cósmico. González hace que Lucas Ochoa se esfuerce en conquistar esa conciencia cósmica persiguiendo sus pasos. No irá en el veloz caballo. Se limitará a atravesar el continente a lomos de una mula.
Al hacerlo así, Lucas Ochoa reocupa el alma de Bolívar y absorbe su conciencia. A distancia, es su maestro. En cierto modo Bolívar se hace su religión. Cuando se nos explica cómo es que Bolívar llegó a ser la obsesión de Ochoa, se hace uso de las precisiones mesiánicas propias de la irrupción de la salvación (1993: 82). «Tal como queda descrito era el ambiente psíquico de Lucas Ochoa en enero de 1930, cuando apareció en él la obsesión del Libertador Simón Bolívar y apareció en mí la idea de este libro» (1993: 82). A fin de cuentas, se trata de una religión que no deja de tener un rendimiento del mito total: con ella, concentrado en ella, Ochoa nada teme. Su ley es como la que rige la construcción de todo mito: «No te sorprenderás» (1993: 75); lo que significa que se vive desde un estado de reconciliación con la realidad cercano al de esos héroes de Dostoievski que son felices en la desnudez más absoluta (1993: 80). «No te sorprenderás», aunque la nueva religión te ordene recorrer todo el territorio americano, desde Caracas al Orinoco, desde el Apure al Arauca, el teatro entero del drama de Bolívar. Para trascender la conciencia continental y llegar a la conciencia cósmica, todo el mundo natural de Bolívar debe entrar en la mente de Ochoa, todo lo que vieron los ojos del Libertador debe llegar a su conciencia.
Pero lo que vieron los ojos del Libertador fue soledad. Ninguno de los que le acompañaban estaba en el grado adecuado de la escala para cooperar con él. Ni Páez, ni Santander, ni nadie siguieron sus pasos o pudieron entenderlo. Hacerse con la conciencia de Bolívar es también una experiencia de sacrificio y angustia. No hay forma de experimentar la esencia de la vida de Bolívar sin sufrir de nuevo su misma soledad. «Tengo necesidad absoluta de irme de Colombia», dice González (1993: 105), que no pierde ocasión de ironizar sobre su propio país. [15] Solo Camilo Torres entendió a Bolívar. Esa es la tesis de González. Sin embargo no se sintió inclinado a preguntarse quién lo entendería a él. En todo caso siempre hay uno que nos entiende. Y fue Torres el que supo identificar su deseo central, el constitutivo. Bolívar era la independencia. Ese deseo continental debería expandirse, porque ese fue un gran momento de América, cuando todo rezumaba libertad y gloria. Capturar ese deseo, intensificarlo, proyectarlo de nuevo sobre «nuestra pobre patria», verterlo para lo más decisivo, para la independencia, la educación, eso era lo debido. Que los hombres de América sientan vergüenza de recibir algo de afuera, eso es lo que desea González, que en una frase que tiene ecos polémicos con Unamuno exclama: «¡Inventen, actúen, realicen, niños colombianos!» (1993: 115). Así que el ideal de concentración y expansión de la conciencia, a la postre, es un ideal de educación.
Nietzsche y Maquiavelo en escena
En este momento álgido de fervor, tenemos la entrada del 18 de noviembre en la que González/Ochoa nos confiesa que estuvo leyendo la vida de Nietzsche (1993: 116). Forma parte del deber que se ha impuesto el considerar solo lo noble, alto y ascendente. Como se ve, se trata de un mandato interno a la filosofía de Nietzsche. Como en el caso de Bolívar, también le conmueve la soledad, la conmovedora vida de sacrificio del filósofo, su inmaculada grandeza. Contra esa soledad y sus consecuencias, la antipatía, el odio, el desprecio, debe prepararse quien siga el camino de los grandes. No debemos olvidar que, para González, Nietzsche es un filósofo profundamente religioso, cuya aspiración era reconocer en Cristo al único cristiano que ha existido. A él nunca dirige sus desprecios (1993: 116). En realidad, Cristo y Nietzsche, como Buda, son parte de aquella serie de los que se entregaron a la soledad, a los silencios luminosos, a la amistad de las estrellas. De todos ellos, Ochoa, persiguiendo el fantasma de Bolívar, espera recibir la voz del espíritu, como si fuera un alumbramiento, algo así como lo que percibió Moisés al ver arder la zarza (1993: 118).
Pero en realidad, lo que encuentra Ochoa es el goce de la naturaleza americana. En ese gozo tranquilo experimenta nuestro personaje lo sustantivo, el Ser. Eso es lo que persigue cuando recorre los paisajes que albergaron a Bolívar y en ellos Ochoa se convierte en el americano primigenio, en contacto directo con la naturaleza, pero sobre todo con las estrellas australes. No puede descubrir González otros hombres a la par de Bolívar. Nadie le acompañaba. Bolívar fue también una tragedia. A su alrededor no había hombres que se elevaran a su nivel y, desde luego, ninguno estaba a la altura de su conciencia continental. Todos estaban en otros lugares de la escala humana (1993: 124). Su mundo era de latencias. Solo en Bolívar tenía un mundo de presencias y solo ante él se manifestaban las «corrientes telúricas» (1993: 134). En realidad, Bolívar fue un milagro. Hombre de acción, era también hombre de conciencia. Esto fue su rareza. Pues el hombre de acción solo percibe amigos o enemigos, patrias y Estados, mientras que la conciencia cósmica no admite estas dualidades severas (1993: 125).
Como invocando a Schopenhauer, González identifica estos motivos de la acción como fenómenos, apariencias, locuras del mundo. Todo hombre de acción es un Quijote. Bolívar también. Así murió cuerdo y vivió loco. Pero la conciencia cósmica descubre aquello que está más allá del velo de Maya: el ser del continente, el ser que reúne en una misma conciencia a los hombres. Aquí González se nos muestra orientalista y denuncia la contaminación del cristianismo (que es pura religión oriental) por el concepto aristotélico de Dios, que en el fondo es una trascendencia absoluta que solo puede ser deducida y conocida de forma indirecta, sin llenar la conciencia plena del Ser. «De ahí el materialismo y la civilización mecánica», asegura González (1993: 128). Solo la reversión de Occidente hacia Oriente, hacia Gandhi, puede dotar al ser humano de una conciencia adecuada a su dignidad moral. De esa índole metafísica, profundamente oriental y cristiana originaria, [16] no eran los mulatos que rodeaban al Libertador. Como en una retroescena, González no deja de sugerir que este sería el metro para medir a los futuros políticos de América.
Lo más curioso de este abordaje metafísico de Bolívar es que, además de moverse en el campo de Schopenhauer y Nietzsche, no quiere perder de vista el campo de Maquiavelo. Esta influencia era profundamente afín con la de Nietzsche, quien admiraba al secretario de la Florencia renacentista. Con tino literario profundo, González cree percibir formas expresivas de Bolívar muy cercanas a la crudeza y el realismo de Maquiavelo. Los textos que pone a la par de uno y de otro están verdaderamente cuajados de resonancias afines. Su capacidad de análisis político es similar, su claridad común. Los mismos afanes y el mismo corazón hirviente (1993: 132). Los dos querían unir patrias, uno la italiana a partir de sus ciudades, el otro la «gran patria en América». Aquí, Bolívar fue siempre un centralista y sus denuncias del sistema federal están motivadas porque ve en él la antesala de la anarquía. Nunca creyó que América fuera posible como una confederación. No era indisposición teórica con el federalismo. Demasiado ilustrado, Bolívar sabía que era el sistema político más perfecto «y más capaz de proporcionar la felicidad humana en sociedad». Pero era el más opuesto al estado de las nacientes repúblicas (1993: 138).
El federalismo, que solo permitía gobiernos «complicados y débiles», era un sistema apropiado para la estabilidad y la paz, no para las excepcionalidades de la guerra y de la Independencia. Era preciso un gobierno central fuerte para ultimar no solo las tareas de la Independencia, sino también la forja de las conciencias cósmicas. Ese era el sentido del Manifiesto de Cartagena, «redactado en el estilo limpio de Maquiavelo» (1993: 143). Esa era la traducción política real de la conciencia cósmica de Bolívar, la única que estaba a la altura de Nietzsche. De la misma manera que este repetía «Soy europeo» (1993: 144), Bolívar solo tenía una conciencia continental pura. Los demás seguían apegados al terruño propio. Estaban en otra escala. Haciéndose eco de una vieja polémica, que venía de Poe y de Rodó, González dijo con claridad que Santander era como el Calibán de Bolívar (1993: 147). Todos fueron a la guerra civil de unos contra otros. Solo Bolívar fue constante en su decisión continental.
Maquiavélico fue el medio que puso en circulación Bolívar para alcanzar su fin. Lo dejó claro en la Carta de Jamaica. Se trataba del odio profundo, radical, constante a los españoles (1993: 150). Solo en ese sentimiento cabía confiar para vencer a la Fortuna. Las expresiones aquí son duras, pero ciertamente instrumentales. Se trataba de un odio más grande que el océano Atlántico (1993: 172). [17] Sin embargo, no había nada personal en este sentimiento. Era un medio bélico y procedía de la lógica, no de los afectos. [18] Había otras alternativas, pero inviables. «Que Europa haría un bien a la España en disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo menos le ahorraría los gastos que expende y la sangre que derrama» [§25, Carta de Jamaica]. Que el odio era un medio, no un fin, se vio cuando, ya de vencida, Bolívar estuvo en condiciones de ser generoso en los pactos con Morillo. [19] Pensó que el odio puede unir ante el enemigo, pero sabía que no puede unir entre sí cuando este desaparece. Para eso solo sirve el vínculo positivo y amoroso. Y aquí es donde Bolívar descubre los límites de su propio expediente. Más fortuna, parece sugerir González, tuvieron los mexicanos, que en la Virgen de Guadalupe forjaron un «entusiasmo político […] con mezcla de religión» que hacía las veces del «más diestro profeta» [§89, Carta de Jamaica]. Un nuevo príncipe, al estilo de Maquiavelo, habría sido el otro medio necesario. Pero ya no eran los tiempos propicios para la erección de poderes patrimoniales regios en América, sino de los poderes ejecutivos electivos según el modelo de la gran república del Norte. Así fue como los medios no fueron adecuados a los fines y el sueño unitario de una Gran Colombia, la unión de Venezuela y Nueva Granada, no pudo realizarse.
De Maquiavelo viene este proyecto, que González ve expresado en los §40-48 de la Carta de Jamaica, en los que Bolívar reivindica la «tiranía activa» (1993: 174), y ante cuyo horizonte exclama, casi como un Gramsci que tradujera el príncipe nuevo a la dictadura del proletariado: «¡Cuán hermoso esto de tiranía activa!». Para González formaba parte de los idóneos gobiernos paternales para Suramérica, entregados a la noble tarea de forjar hombres con nobleza y dignidad. «La tiranía activa es el derecho que reside en cada pueblo para obligarse a sí mismo a ser teatro de la gloria humana» (1993: 178). Ante este magno proyecto, expuesto desde Angostura como la formación del cuerpo político unitario de América, no podemos dejar de recordar este comentario: «¿Por qué no meditan en esto los presidentes y políticos que están entregando el país a los agentes yanquis importados con el nombre de expertos?» (1993: 174). Sabemos que ni lo uno ni lo otro prosperó. El propio Bolívar escribía el 26 de mayo de 1820 a un corresponsal que no había suficiente moral republicana para realizar este proyecto. A González no parece importarle mucho este resultado. Desde el punto de vista de la conciencia cósmica, Bolívar, dice con entereza González, «soñó para diez siglos» y solo en este ámbito de tiempo se verá el fruto de sus pensamientos (1993: 170). En realidad, aquí Freud parece alimentar la exposición. Bolívar, ya convertido en fuerza de la naturaleza, no sabía bien lo que soñaba. Sin embargo, era más importante activar las fuerzas de su inconsciente y darles luz a sus imágenes, a pesar de que nos las comprendiera del todo. Lo que brotaba así del espíritu de Bolívar era una fuerza de la naturaleza, de la propia naturaleza de América, que se expresa en él con suprema necesidad.
El cuarto poder
Pero todavía quedaba el último expediente, el Cuarto Poder, el que debía encargarse de forjar el sentimiento republicano y la virtud política, a partir de un pueblo que se había educado en el caótico piélago de la legislación española. Ese Cuarto Poder no estaba completamente separado de lo que en la Revolución Francesa se llamó Salud Pública, ni estaba por completo desprovisto de violencia. Pero para Bolívar se trataba de violencia justa y González no lo oculta (1993: 208). Su meta era lograr que los americanos alcanzaran el nivel de la escala que ya poseía Bolívar, la conciencia continental. Pero este Cuarto Poder, en cierto modo como ya sucedió con Robespierre, era el expediente final de un solitario. Así lo llama González que, reuniendo lo dicho en el apartado anterior, nos informa que «Bolívar en América es un fenómeno muy raro. ¿No fue, en el desespero, el precursor de Nietzsche, al ver a la humanidad tan baja aún?» (1993: 208). Ahora lo sabemos. No es que González vea a Bolívar a la luz de Nietzsche. Es que el primero es el precursor del segundo. Los animales de rebaños del filósofo eran los hombres que lo rodeaban sin entenderlo. Él, por el contrario, era el hombre en ascenso. Como Nietzsche transformara la noción de Bildung, para encaminar la educación hacia el superhombre, así Bolívar propuso la creación del Poder moral, a quien se debía confiar la «jurisdicción efectiva en la educación y la instrucción», con severas penas, un proyecto ante el que González confiesa que se siente extasiado.
Si Bolívar propuso este Cuarto Poder lo hizo desde la plena conciencia de impedir la tiranía convencional. Su expediente era algo parecido al de la Dictadura de la razón de Fichte y su fin era que con un pueblo de ciudadanos solventes pudiera ampliar el campo de la posibilidad, sin perderse en las nieblas decepcionantes de lo imposible. Pero ni siquiera entonces González olvidó a Maquiavelo. «En el Discurso de Angostura y en todos sus escritos existen las falsedades precisas para el fin propuesto» (1993: 210). Sin duda, se introduce aquí y allá alguna ficción, pero para lograr los fines adecuados. Nunca se perdió la conciencia de que se trataba de un «mal necesario». Aquí la polémica se dirige contra Unamuno.
«No saben quién era el libertador Simón Bolívar los que, como Miguel de Unamuno, toman al pie de la letra todo lo que le obligaban a decir las circunstancias» (1993: 211).
Por eso era preciso reducir a escrito circunstancial todo lo que se había dicho sobre el odio a España, como un mero medio del combate. Nadie mejor que Bolívar sabía que la relación entre los dos pueblos, el de Europa y el de América, no podía acabar con la Independencia. Al contrario, sería a partir de entonces cuando se afirmaría para su recíproca ventaja. No se podía hablar de resentimiento, ese infierno de los débiles. Incluso la victoria en la guerra no podía ocultar la ambivalencia. Sí, reflejaba desde luego la alegría de la libertad, pero no dejaba de incluir «la tristeza que causa una victoria contra hermanos» (1993: 216). A veces, González parece subrayar en este Libertador su mirada histórica profunda, capaz de captar los acontecimientos desde una transcendencia solar que tanto recuerda a la mirada de Nietzsche. Desde esas alturas, sorprende la lucidez de sus observaciones acerca del futuro de su propia causa y el amargo pesimismo de su mirada. Pero no se observa una reflexión acerca de si acaso los medios no serían adecuados para impulsar los fines. Entre los fines verdaderos, que eran «libertad espiritual y mejoramiento» y los medios como el odio no había ni puede haber una proporción positiva.
Quizá esta pregunta, todavía en el aire, explica el tono de la última parte del libro de González, que no puede entenderse sino como una variación de lo que podría ser un verdadero Cuarto Poder, una oferta pedagógica de futuro desde los ideales expresamente espirituales de la conciencia continental y cósmica. El manifiesto con que se abre esa parte titulada «El hombre que se documenta» pone el dedo en la llaga acerca de la naturaleza abstracta de los ideales bolivarianos y la necesidad de «materializarlos» en espacio y tiempo, en vivencias concretas que encarnen ideas y las hagan vívidas. Aquí se aprecia la distancia entre Bolívar y los hombres todavía superiores, los hombres de filosofía, los portadores de las ideas concretas, Sócrates, Cristo, Buda, los hombres superadores. Frente a ellos, Simón Bolívar era la inquietud y no gozó de su serenidad. Pero el nuevo Simón Bolívar que debe parir Ochoa/González ya no tendrá necesidad de los medios dispersos de la acción. Será una gestación nueva, libre de sus condicionamientos, y por eso el nuevo hombre suramericano nacerá de los medios puros de la conciencia superior. El ideal del Cuarto Poder debe reformularse. Sigue como ideal educativo, [20] pero no al servicio de una virtud republicana, sino de una conciencia superior, capaz de curar al hispanoamericano del mal metafísico. No un Cuarto Poder intelectual al servicio de un «hombre de mando, de este imperator» (1993: 230). Ahora se trata de un poder intelectual de escala superior, que no quiere imitar al hombre de acción. Ese es el motivo para superarse, la diferencia entre el Bolívar acerca del que se documenta Ochoa y el nuevo Bolívar que debe parir. Pero no existe menos continuidad con el programa del Libertador, porque se trata de mantener la concepción del hombre como una promesa.
El hijo Bolívar que ha de nacer de Ochoa es un acontecimiento sometido a la lógica del eterno retorno. Incluso puede que más de lo que piense González, pues a fin de cuentas se trata también de un retorno a la soledad de los libertadores, de esa orden que dispensa la gloria de la lucha desesperada por América. En el esfuerzo de documentarse sobre Bolívar, Ochoa lo vuelve a encarnar, conversa con él, lucha con él, lo asume y lo vive hasta penetrar en las fibras últimas del inconsciente, allí donde conectará con las entrañas más profundas de su ser para, al fin, reelaborarlo y vencerlo, revivirlo. Hablamos de virtudes nietzscheanas, del rumiar profundo y poderoso hasta que el propio cuerpo se haga con la carne del fantasma de Bolívar. En esa lucha de gigantes debe decidirse si vuelve a mandar el viejo imperator continental o el hombre de la conciencia cósmica, el nuevo Bolívar que América necesita en el siglo xx. Tenemos aquí una auténtica lucha espiritual acerca del poder espiritual con medios espirituales. De modo patético, González escribe: «Amigo Lucas, es una iniquidad que te domine, que te disminuya, que te reseque este viejo don Simón Bolívar. Buscabas absorber su vida, apropiarte la significación cósmica de su actividad, como si él fuera un objeto, y te has convertido en un mayor Santander, en un negro coronel cualesquiera de los que él creó y que volvieron a ser lo que eran al terminarse su energía creadora» (1993: 235). En esa lucha entre el filósofo y el César, González no puede permitir que su personaje le domine. «¡Yo me lo asimilaré!», dice triunfal nuestro autor.
Coda final
Si todos los biógrafos que le sirven en su documentación han visto al Bolívar que cada uno de ellos llevaba dentro, Ochoa debe ser capaz de proyectar el suyo, el que se coloca en la escala ascendente hacia la conciencia cósmica. «Ahora sí se entiende el título de este libro», se nos dice. En esta lucha entre la conciencia cósmica de González y la conciencia continental del Libertador, los últimos tramos del libro se tornan dubitativos, ansiosos, irónicos, hundiéndose a veces en el círculo que conecta el principio y final de la escala, la suma conciencia cósmica con la más baja conciencia fisiológica. Aquí todos los recursos acumulados en el libro se yuxtaponen en confusión, recordando a veces los elementos de la gaya ciencia de Nietzsche. La conclusión se impone. «No encuentro nada formado definitivamente en mi inteligencia acerca de Bolívar. Hay en ella […] trozos de Simón Bolívar, cabezas, troncos, piernas, brazos» (1993: 240). No hay Gestalt, ese lento fraguar de las fuerzas inconscientes capaz de proyectarse e identificarse con un objeto, un superyó. Por un momento, la realización de ese Cuarto Poder, el proyecto formativo sobre la base de Bolívar, parece embarrancar. González se decide a marchar para «ir a acabar la formación de mi corazón en otra parte» (1993: 241). El lejano París aparece en el horizonte. Es el fracaso de Bolívar, del viejo y del nuevo. «No pudiste hacernos hombres, somos gente mísera que aspiramos emigrar» (1993: 241). Es el momento de la desazón, de la debilidad, de la sequedad, del desierto, antes de que brille por fin la individualidad del Karma, que coloca a cada uno en la escala adecuada de la intensidad vital.
Quizá es otra educación la que acaba emergiendo. Otro poder. El que identifica la individualidad en su singularidad, el que proclama que «todo es en orden al individuo» (1993: 250). Estamos ante la última palabra de González. «No puedo soportar sino la concentración en mis recuerdos y en mi alma». Más que Bolívar, le apasiona Gandhi (1993: 242). Ahora Ochoa se rebela contra González por llevarle a escribir sobre Bolívar. Todo parece encaminarse hacia esa separación propia del que desprecia al hombre de acción que existió de verdad. Pero de repente, en las últimas páginas, emerge el Bolívar que puede satisfacer al hombre cósmico, el que por debajo de la celebridad y de la gloria, de la dispersión de los viajes y los desgarros de la acción, deja transparentar también el Karma de un místico, de un alma solitaria que vivió de sí misma, perdida en su aterradora vida, anticipando el destino de sequedad propia de los místicos (1993: 246). Como ellos, no conoció el amor de nadie, ni de amigos ni de mujeres. Vincularse a alguien fue para él un imposible psíquico. No cumplió sino un destino interno, propio y necesario para su entelequia anímica, un destino que expresó en su juventud cuando dijo que estaba aquí, en el mundo, para no entregar la República al Colegio de San Bartolomé, o al Colegio del Rosario, de donde habían salido Santander, Azuero y los demás. Un propio sentido, una fidelidad a sí mismo, una obstinación que afirma el íntimo destino: eso era Bolívar, y al saber que eso era llegó él también a la conciencia cósmica. Nadie influyó en él ni tuvo maestros. Eso es lo que satisface y lo reconcilia con Ochoa. De ese Bolívar absorbe la energía capaz de hacerlo más enérgico. Ahí se alza el aura que produce la euforia de Ochoa, que lo acrecienta, que le da la energía vital. La índole profunda y secreta de estos procesos no la entenderán jamás los fríos expertos de los yanquis, a los que en un momento de desdén llama «transeúntes» (1993: 250).
Ese nuevo poder intelectual, el que hay que formar, del que gozarán los futuros habitantes de América, es el don de materializar las representaciones, los sueños, el arte de hacer realidad lo que se piensa a fuerza de concentración. El de ver de nuevo caminar a Bolívar, de tanto haber pensado en él. El de hacer compañía al solitario sin dejar de ser por eso individuo. El de sentirse un poco extranjero entre los suramericanos, pero no entre los ríos, montañas y llanuras del Continente. Al final se impone una imagen que recuerda a la del caballero de Kierkegaard. Solos, cada uno, tomados por separado, recorriendo el destino propio, pero todos juntos vinculados a la conciencia cósmica del Continente. Todos y cada uno un Bolívar resucitado.
Así acaba el libro. Dejando a Ochoa «presa de los Ejercicios espirituales de san Ignacio, aplicándoselos al héroe para resucitarlo».
Notas:
[1] | Desde el principio, Ochoa se nos presenta como alguien que lucha por liberarse de lo que padecía: «el ímpetu carnal, por su gran capacidad de ser absorbido por la hembra». Cito por la edición de Fernando González, Mi Simón Bolívar, Medellín, UPB (1993: 13). Por supuesto, estamos todavía en el modernismo literario: Lucas Ochoa se ve a sí mismo como un «sátiro». El proceso de emancipación se consigue mediante el procedimiento místico básico de una relación proyectiva y extática con el deseo. Se tiene, y se gusta, pero se contempla en ese estado, de tal modo que la conciencia sirve para marcar distancias e incluso lejanías. Esta es la base de la irrupción de la ironía. «Ahí va delante el lascivo Lucas, y yo, la razón pura, voy aquí contigo riéndome de él, del pobre atormentado» (1993: 14). |
[2] | González es un autor muy dotado para el erotismo. Véase este pasaje: «En mil novecientos veinte, Lucas Ochoa tuvo una especie de amorío con una negra, vibrante como el caucho crudo, según expresión de mi propio biografiado» (1993: 18). Este pasaje de los amores de Lucas con su ángel negro es de una fuerza estremecedora. «Con el mismo brío con que hoy comprimo contra mi cuerpo tu organismo vivo, devoraría tus senos descompuestos de tu cadáver» (1933: 19). Como un Kierkegaard americano, González acaba su carta. «Por consiguiente, he resuelto abandonarte. La lógica entre lo anterior y esta determinación no la entenderás tú. Yo nací para místico, místico tentado por la carne» (1993: 20). |
[3] | Su diario y sus libretas nos dan suficientes indicaciones acerca de su ascesis: «comer poco», «no querer nada para tenerlo todo. No desear nada. No gozar con nada» (1993: 14). Hay una convergencia con la figura de Valery en este Lucas Ochoa. Su aspiración es la de convertirse en un místico frío al estilo de Monsieur Teste. «Será una razón pura», dice de sí mismo (1993: 15). |
[4] | Los trazos de la biografía de Lucas Ochoa se nos proponen bajo la forma propia de la novela de pícaro, trotamundos, inadaptado, niño obstinado y sufriente. «Tenía ocho años cuando lo mandaron don Juan de Dios y su madre doña Petronila al internado de los Reverendos Padres» (1993: 16). Sin duda, son los momentos de mejor literatura del libro. Un ejemplo: «Pero no alarguemos esto; por sí mismo es demasiado trascendental» (1993: 16). Las aventuras neoyorkinas y su aprendizaje de la psicología constituyen esquemas muy divertidos de héroe marginal pero afortunado, que atraviesa los precipicios de la perdición sin sucumbir a ella. |
[5] | Por lo demás, para garantizar y regular la relación de Ochoa con su proyección bolivariana, la conciencia intensa de este personaje produce otro personaje, una especie de superyó, a quien se le hace llamar «mi querido Bolaños» (1993: 70). «¿Cuál es el oficio de mi querido Bolaños?: dirigir a Lucas y hacerlo a su imagen, según su ideal. Es el crítico personificado. Cuando algún movimiento nace en Lucas, se lo lleva a Bolaños para que lo juzgue como hecho ajeno. Y es segurísimo el acierto. No se puede uno juzgar a sí mismo, debe ser otro el juez. Cuando uno está solo se pierde. Pues la razón se confunde con el deseo» (1993: 70). Este superyó crítico, irónico y frío, es la emanación de la conciencia, la sombra de su soledad, pero también la tirana conciencia, el duro amo en sentido lacaniano. Los músculos de sus mejillas, dice Ochoa, «están empapados de dominio» (1993: 73). Por supuesto da órdenes y solo él es «inespacial y sin amor». Su dominio sobre Ochoa es de por vida y solo le permitirá el goce de la muerte. No será la última proyección de la conciencia de Ochoa: otros personajes reduplicados serán Jacinto, Elías, creaciones suyas que alcanzan la dimensión objetiva porque «han de servirnos para nuestro acrecentamiento» (1993: 85). |
[6] | «Aquí estamos los mahatmas en medio de nosotros mismos. Para nosotros la soledad está en la compañía, pues lo que más despreciamos es el amojonamiento» (1993: 9). |
[7] | Esa división de tipos humanos que ha propuesto González no es irónica. Es gnóstica. González divide a los hombres en «fisiólogos, hombres maridos, hombres cívicos, patriotas, continentales y hombres de conciencia cósmica. Este último es el sabio» (1993: 7). En la nota siguiente veremos su sentido con más precisión. |
[8] | «Somos diosecillos andrajosos que trepamos la escala de la conciencia», nos dice (1993: 9). Esta escala queda perfectamente expuesta al comienzo de la segunda parte, donde González habla de los siete grados. El primero es el hombre de conciencia fisiológica, que es un mínimum de yo y un máximo de cosas extrañas. El segundo es el hombre de conciencia familiar y el tercero el hombre de conciencia cívica, que se ejemplifica en el romano y el griego. El cuarto es el hombre de conciencia patriótica, que implica hacerse con una tierra concreta, mientras que el quinto es el hombre de la conciencia continental. De él, que corresponde a Bolívar, pero también al Napoleón que fue tan admirado por Goethe y Nietzsche, dice González: «Aquí el hombre se apropió, incluyó en su yo, un gran lote terrestre, limitado por océanos, con muchas patrias. En este siglo hay varios hombre así, y es un estado de conciencia muy hermoso» (1993: 92). Por encima de él está el hombre de conciencia terrena, que es el hombre que sufre y vive con la tierra. «Aquí está Mahatma Gandhi». Desde luego, con él tiene González una solidaridad radical. Pero el grado último es el hombre de conciencia cósmica, por la cual el ser humano desaparece y se fusiona con todo lo manifiesto: «De ahí no se sigue sino el Dios escondido en la zarza ardiente» (1993: 93). Es muy importante considerar que la relación entre los distintos elementos de esta escala no es únicamente la de una expansión. «La conciencia no se dilata, sino que deviene, evoluciona» (1993: 112). Por eso el ser humano recorre esta escala desde dentro, evolucionando, cumpliendo el devenir que es su deber. |
[9] | Desde este punto de vista, como le sucede al propio Nietzsche, González retoma el esfuerzo secular por la deificatio, una vez que los procedimientos formalmente cristianos no pueden responder ya a la propia promesa cristiana. «Ocuparé todo el espacio como un Hermano cristiano. Yo también, como Él, soy Hijo de Dios» (1993: 15). |
[10] | Irónico, pues de forma inmediata añade: «Las metáforas son muy feas para un espíritu cultivado y lógico, pero esta es regular» (1993: 59). |
[11] | «Bolívar fue el que cumplió uno de los actos más trascendentales en la humanidad, lo cual se reconocerá cuando en los siglos se realicen los hechos. Se dirá entonces que el Libertador creó y dio carácter a uno de los capítulos más complicados y preñados de consecuencia en el desarrollo del hombre hacia su fin, que es la conciencia universal. Vendrá inmigración de todos los puertos, porque aquí hay tierra y riquezas y tendemos a la libertad, y su fundirán todos los organismos y aparecerá el verdadero hombre, el Gran Mulato Adaptado. Se fundirán todas las religiones y aparecerá una gran unidad ideológica, unidad de amor y de conciencia» (1993: 57). |
[12] | González se hace eco, de forma muy irónica, del triunfo ascético del americano del Norte y del fruto directo de esta ascesis: el dinero. «Un pueblo que no se preocupa por las piernas será eternamente un pueblo rico» (1993: 40). Y más abajo: «¿Qué otra cosa sino grandes técnicos en Yoga han sido los multimillonarios yanquis?». |
[13] | «En el suramericano está latente el pecado del español que en noche calurosa empujó la puerta de la esclava negra y después se fue a rezar y a poner aquella cara larga y atormentada de Felipe ii» (1993: 32). |
[14] | Puede verse la ironía en este pasaje: «La ciencia de la brujería, abandonada hoy a causa de la civilización de cocina». Resulta evidente que la centralidad de la dieta procede de las observaciones de Nietzsche acerca de la relación entre comida y energía del cuerpo. |
[15] | Por ejemplo, «Día de ahorro según la ley 124 de 1928. ¡Qué sarcasmo! ¡Ahorro en este país de locos!» (1993: 108). |
[16] | «Desde que el cristianismo se entregó a Aristóteles, dejó de ser oriental. Las conciencias cósmicas que ha tenido son aquellas que no abandonaron a Jesús. Aquí nos encontramos con Francisco de Asís: se unificó con todos los seres; llegó a compadecerse del Diablo y a implorar por él. ¡Negó el mal! ¡Suprema conciencia!» (1993: 129). |
[17] | Instrumentales, no personales. «El odio creado por un hombre que jamás odió, que tenía amigos españoles, y que sabía y afirmaba que éstos eran llamados a poblar a Suramérica» (1993: 172). |
[18] | «Maquiavelo, al describir los modos como se ingenió César Borgia para asesinar a Vitello Vitelozzo y sus compañeros, exclama: «¡Qué bello!». ¿Era maldad? No; era emoción ante la belleza de una mente segura, ante la fatalidad de la lógica» (1993: 173). |
[19] | Así se nos asegura que «El creador del odio como un instrumento, cuando se vio triunfante, principió a crear la simpatía hacia el pueblo español, que indudablemente es el llamado a poblar nuestros desiertos» (1993: 214). |
[20] | «El Libertador tenía esta preocupación: creaba escuelas en sus rápidas andanzas; la experiencia educacionista con Simón Rodríguez, en Bolivia, es una de las aventuras más interesantes de la humanidad. Indudablemente tenía el ideal, la concepción del hombre como promesa» (1993: 231). |
Fuente:
Villacañas, José Luis. «Un Bolívar nietzscheano». En: Giraldo Ramírez, Jorge / Giraldo, Efrén (Coordinadores académicos). Fernando González – Política, ensayo y ficción. Autores varios. Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, noviembre de 2016, pp. 179-198.