Ante los Papagayos

Por Marta Traba

Yo creo en la magia.

Desde que llegué a Medellín, no hubo día en que no me encontrara tres o cuatro veces con Fernando González. Mejor dicho, antes de haber viajado a Medellín ya había estado con Fernando González, leyendo el prólogo que escribió para el libro de teatro de Regina Mejía. Prólogo ininteligible del principio al fin, pero que de pronto tiene frases apocalípticas y formidables como esta: “El único mundo de los que he visitado que aumenta mi angustia hepática es ese de los viejos y los jóvenes aviejados que miden con la vara de medir del statu quo: ‘historia de la literatura’, ‘de la filosofía’, ‘la filosofía perenne’ como la vara de medir telas de los almacenes, en que unos viejos peinados y unos jóvenes cara de vieja miden y miden rollos de zaazas…”. Y luego siguen incoherencias. Y otro estallido bárbaro. Más enormidades (llama a Regina Mejía: primera maga dramática en Suramérica, ¡y se queda tan tranquilo después de semejante caída en el lopezdemesismo!).

Con el prólogo disparatado todavía en la cabeza, tropecé de golpe con el busto de bronce —casi vivo— que Leonel Estrada hizo del maestro. Entré a la casa de Dora Ramírez, la autora de las portadas de “La Tertulia”, y ahí estaba otro busto tronando en la repisa de la sala; llegué a la casa de Regina Mejía y otro más, con la boina ladeada, las orejas prominentes y muerto de la risa. Era como un signo de francmasonería, de Ku Klux Klan; había que pertenecer a la orden de Fernando González.

Para acabar con mi natural resistencia a conocer personajes, me contaron un cuento que parece de Gonzaloarango:

Hace unas cuantas tardes iba Fernando González caminando por el campo. Miraba hacia el suelo y empezó a encontrar cáscaras de naranja. “Aquí caminaba uno solo comiendo naranjas”, pensó. Pero luego empezó a ver más cáscaras, unas al lado de las otras. “¡Cómo! Entonces eran dos. Los pedacitos de cáscara son parecidos. Uno debió pelarlas para el otro: entonces no debían ser uno y uno, sino uno y una”. Y así Fernando González llegó a imaginar los enamorados. En ese momento pasó un carro con un doctor, quien vio al viejo escudriñando el suelo y se ofreció a llevarlo. Muy contento de poder hablar, Fernando González se subió y comenzó sin más preámbulo a explicar la historia de las naranjas. Al fin hizo parar el carro y como el azorado doctor le preguntara para dónde iba, el viejo le contestó, radiante, que se volvía para seguir la investigación de las cáscaras. Y allá se fue, dejando estupefacto a su interlocutor.

Pregunté cómo se llamaba la casa del maestro. “Otraparte”, me dijeron. Evidentemente, ya no se podía dudar más. Un hombre que decide vivir en “Otraparte”, para molestar a la gente, no puede ser sino genial.

Cuando se sale de Medellín, Medellín se vuelve estupenda: ya no pretende ser ciudad sino que se conforma con ser campo y montaña y con sembrar displicentemente montones de casas por todo ese mundo verde.

Acercándonos a “Otraparte” me volvió a entrar el pánico. No hay héroes que resistan el artificio de una entrevista. En el carro destartalado de Dora Ramírez nos callamos de golpe. Manuel Mejía Vallejo le llevaba al maestro el ejemplar flamante de Cielo cerrado, su tercer libro después de Tiempo de sequía y Al pie de la ciudad. María Helena Uribe, mujer de Leonel Estrada, pensaba y repensaba y no quería pensar más, en la portada de su libro que salió esa misma tarde: Polvo y ceniza.

El maestro no estaba en el patio de entrada, pero las sillas sí. Tremendas, dispuestas en redondo para el examen. Había una con aire de trono y otra pequeña al lado. Cuando el maestro llegó yo estaba trepada a la pared más lejana, pero Doña Margarita me empujó hasta la silla pequeña y la situación fue irremediable. La escena se dispuso como en la tragedia griega. Protagonista hombre: Fernando González. Protagonista mujer: yo. Y el coro, Dora Ramírez, Doña Margarita, Manuel Mejía y María Helena Uribe, mudos mientras hablan los protagonistas.

Quería pensar cosas inteligentes, más por él que por mí, para no decepcionarlo. Pero me distraía mirándolo y no podía concentrarme. A él, por su parte, le pareció divertidísimo verme fuera de la “caja idiota” de la TV. Y empezó a hablar como en el prólogo. Pero me ocurrió que, oyéndolo, comprendí perfectamente el prólogo. Comprendí que el mundo actual de Fernando González es casi incoherente por exceso, por desorbitación: quiere decir todo, pensar todo, recordar todo, entusiasmarse por todo, enfurecerse por todo, porque le está quedando poco tiempo para estar vivo. No acepta estar vivo a medias: ni declinación, ni vejez, ni enfermedad, tienen sentido para él. Anda con el mundo entero a cuestas sin que le pese y sin aceptar descargarlo. Es un hombre sin pasado feliz y futuro dudoso: fusionó ambos tiempos y no tiene más que un presente feliz. Se salió también del problema de la edad y decidió ser joven. Ha creado, sin ninguna frase hecha, sino simplemente con su actitud vital, su propia inmortalidad.

La lástima grande para Fernando González es no poder vivir el mundo futuro, no alcanzar las experiencias que otros tendrán. Él vive con los franceses que le dieron la medida de su propia inteligencia, contra los españoles que rechaza de plano (destruyeron la frase corta, después de La Celestina no hay literatura, mataron el español, patalean en la retórica), bajando a Roma a ver el retrato de Inocencio X (Papa vivo, no muerto), denostando a Mussolini, adorando París, lleno de remordimientos por haber obrado mal y por no haber obrado mal, increpando a los Bedout, soñando con las motocicletas que ya no tendrá; y aquí llega el pesar —¿cómo será el amor entre dos enamorados en Vespa, grabando las iniciales en tapas de Coca-Cola? Fernando González husmea, pero ya no puede vivir esa experiencia: otros se la prestan, supongamos Óscar Hernández; ¡no es lo mismo!

No hubo necesidad de hablar. Él sabe exactamente lo que los otros piensan. Y se ríe maliciosamente de los demás y de sí mismo. Le repugna toda convención; pero se ve claro que en esta última juventud tiene más ganas de amar que de pelear. Para pelear hay que precisar el combate, hay que tomar posturas de guerrero. Y él va y viene, impreciso-flotante por algo enorme, por un ámbito que le crece cada minuto más, cada palabra más, que es la vida.

¿Qué está diciendo? Vuelvo al prólogo, no entiendo nada. No quiero entender. Me lo estoy imaginando en un escenario entre nubes, en el Olimpo colombiano. ¡Y este hombrecito muerto de la risa, subiéndose y bajándose de su sitial bajo la mirada reprobatoria de los grandes papagayos embalsamados, de las boas constrictoras de la cultura local, de los grandes prudentes, los grandes defensores de la “civilización occidental”, los que hablan siempre en mayúscula! Tendré que escribir bien de Pedro Nel Gómez para poder entrar en el Olimpo y ver el espectáculo de Fernando González ante los Papagayos…

Luego tomamos té, pero no paró de hablar. Se levantó en medio de la reunión y fue a buscar sus libros agotados. Les escribió dedicatorias espléndidas.

Ya sé por qué no se habla de Fernando González en Colombia: porque está vivo y tiene el suficiente sentido del humor para darse cuenta que los demás están muertos.

No sé en qué momento nos fuimos. Estaba hipnotizada. Definitivamente es mago, y va a probarlo escribiendo un libro sobre los brujos.

¿Cuento el final? Sí, al fin y al cabo es mi entrevista y no la de otro o la de nadie. En un acto completamente reflejo y espontáneo, me acerqué y lo besé. Y entonces dio la única muestra de que estaba viejo: porque se conmovió y se le nublaron los ojos.

Se vino hasta el carro, tan, pero tan contento (después le dijo a Doña Margarita que ese lado donde lo había besado —que era el lado enfermo por el espasmo cerebral que tuvo hace poco—, se le iba a curar…).

—Vuelva, Marta Traba.

Sí, no sé, no digamos nada. Al fin he encontrado un hombre admirable y las palabras sobran.

El carro salió como una flecha de “Otraparte”.

Fuente:

El Mundo Semanal, Medellín, n.º 482, Sección D, página 5, sábado 11 de febrero de 1989.