Palabras en la presentación del libro
San Fernando González,
Doctor de la Iglesia
Por Daniel Restrepo González
“Estos estudios tienen el daño de que, para los píos, son heterodoxos, y para los descreídos, beaterías. Es el mal de toda forma de palabra profética”, escribió Alberto Restrepo en su libro Testigos de mi pueblo, en la primera edición de 1978. Valen estas palabras en plenitud para mi libro. Lo escribí para reivindicar la imagen de Fernando González, vilipendiada injustamente por los clérigos. Merced a sus condenas, el vulgo lo ve todavía como a un endriago demoníaco, ateo, anticlerical e irreverente, blasfemo y vitando, y lo mira con temor y con horror. La tesis que sostengo en mi trabajo es antípoda: que Fernando fue un santo y un místico. Y en verdad que él fue canonizado. Se canonizó a sí mismo. Él dijo: A mí me han llamado ateo los jerarcas y fui beato (CR 198). Pero sólo Dios conoce a los verdaderos santos (RA 8, 341). A los verdaderos santos no los conoce el mundo (LN 171).
Noten que adrede me refiero en mi libro solamente al aspecto de la fe y a las censuras que de Fernando hizo la Iglesia, y que he pretermitido los ascos que le hicieron los académicos. Es que mi escrito trata apenas del aspecto espiritual. Pero también los académicos lo condenaron en el campo filosófico. De modo pues, que Fernando, ni santo, ni filósofo. Tan desfigurada quedó la imagen del filósofo intuitivo como la del creyente auténtico. La diferencia es que los clérici lo hicieron hace 70 años, y los académici lo siguen haciendo aún. En las universidades continúa Fernando vilipendiado y excluido.
El Papa que canonizó a Fernando fue Tiburcio, yuquero envigadeño, peón azadonero (ARP 117). Pero esa canonización se empantanó, porque a los jerarcas no les cupo en la cabeza que Fernando, Tiburcio, Manjarrés y Holofernes fueran uno.
Esta unidad es lo que quiero explicar ahora, develando un poco el lenguaje críptico del capítulo 10 de la primera parte de éste mi libro que hoy lanzamos, lenguaje que no sólo es críptico, sino cifrado y esotérico.
Tiburcio de Arnedo, esposo de María Paladines de la Fuente, llegó de las Españas del Rey y se radicó en la hidalga ciudad de Santa Fe de Antioquia, la blasonada y la ilustre, a principios del siglo XVII. Entre sus hijos figuran Beatriz, Lucía y Tomás Francisco.
De Beatriz de Arnedo desciende legítimamente, en línea recta, mi padre; y de Lucía, en línea recta también, y de cadena ininterrumpida de matrimonios legítimos, venimos Fernando, mi madre y yo.
En consecuencia, Fernando y yo somos uno por eso de Tiburcio. Es cuestión de genética. Adeenes idénticos.
Como dato histórico curioso, y al margen, acoto que el primer párroco de Tasajera en Copacabana fue Tomás Francisco de Arnedo, nombrado en 1659 por el Ilustrísimo Señor Jacinto Contreras y Valverde, obispo de Popayán; y primer párroco de Tasajera fui nombrado yo también en 1966, por el excelentísimo Señor Tulio Botero Salazar, arzobispo de Medellín. Los dos primeros párrocos somos hijos de un mismo Tiburcio. Avatares del destino.
“Tiburcio” bauticé un periódico mural que fundé en el Seminario Menor de Medellín en 1963, publicación que, asombrosamente, hoy persiste. Sobra decir que lo bauticé Tiburcio, por Tiburcio, mi abuelo.
Manjarrés es Fernando González mismo. Por lo tanto, es Tiburcio. Fue Manjarrés uno de sus alter ego. De las “libretas de carnicero”, hurtadas del bolsillo de atrás del pantalón del difunto el día de su muerte, extrajo Fernando la “teoría de la descomposición del yo” y la del fenómeno de “grande hombre incomprendido”.
Era Manjarrés un maestro de escuela de 5ª categoría y sueldo de $40 pesos. Tímido y solitario, estudió donde los jesuitas. Allí se graduó en introspección…, y una coja lo salvó de frustraciones viscerales. Era “La Coja Elena”.
Muy niño, Manjarrés quedó huérfano de padre, y fue criado en la casa de un su tío, jurisconsulto y gruñón, y se casó con Josefa Zapata.
Su padre fue un tal Sabas, talabartero, dipsómano de aguardiente de caña. Una noche oscura en que volvía de un baile de negros en el Hoyo de Buga, al brincar un vallado de piedras, cayó montado sobre un marrano que echaba chispas y que se fue con él, camino del infierno; pero invocó a la Virgen y amaneció al pie del algarrobo de Mamerto.
Pero, el verdadero padre de Manjarrés, si lo es el que ama y no el que engendra, fue un perro, mezcla de danés y lobo, llamado Holofernes.
El amor intenso de Holofernes fue el huérfano. Cuando murió el borracho, por haber bebido alcohol impotable en la feria de Itagüí, el tío jurisconsulto se llevó al niño. Esa noche Holofernes salió en carrera loca hacia el riachuelo, y al otro día lo encontraron destripado por un ómnibus.
“Parece que mi padre se suicidó”, fue la única frase que obtuve de Manjarrés acerca de su familia. Al decir “mi padre”, se refería al perro, a Holofernes.
Son párrafos tomados de El Maestro de Escuela, capítulo 15.
Tiburcio, Manjarrés, Holofernes y Fernando son, pues, uno mismo por gajes de paternidad y filiación.
Si Tiburcio, Manjarrés, Holofernes y Fernando son uno, ¿cómo dudar de la canonización que de Fernando hizo Tiburcio, si Fernando mismo afirmó sin ambages, como ya dije: A mí me han llamado ateo los jerarcas y fui beato? (CR 198).
¿Y cómo no aceptar que Fernando fue un santo, cuando amó a Dios con frenesí, practicó las virtudes, oró constantemente, recibió con asiduidad los sacramentos, trasegó al por menor los vericuetos del espíritu (“vía purgativa”, “vía iluminativa” y “vía unitiva”), amó a María con delirio; y, como Zaqueo, quiso conocer a Jesucristo de vista? No importa que en su vida, como pasa en la vida de cualquiera, se hubiese entrometido el diablito culicagado (LVP 141).
Es válida, por consiguiente, el acta de canonización de Fernando, que aparece consignada en mi libro entre las páginas 239 y 246, aunque esté troncha la firma de Holofernes, y la tal canonización, según fallo de los notables, se hubiese vuelto aguamasa.
Dejo constancia aquí de que Envigado tiene un desfase con la historia. Este desfase se hizo crítico cuando la piqueta demoledora del progreso echó por tierra los caserones vetustos. Ya no hay en Envigado casa solariega de González, ni mansión de Ochoas, ni solar de Restrepos, Escobares, Vélez, Calles o Mejías; o caserones de prosapia de Arangos, Toros, Uribes, Isazas, Saldarriagas o Londoños… Tampoco hay calles empedradas, estrechas y con caño.
Pero, si me equivoco, y hay congruencia entre el presente y el pasado en la ciudad de José Félix, de don Lucas, Marceliano y Uribe Ángel, díganme, por favor, quién puede descifrar en Envigado las Nuevas Letanías que aparecen en mi libro, rigurosamente históricas. No lo sé. Y son ellas elenco fidedigno apenas de los “anawin” envigadeños, de “los pobres de Yavé” de nuestro pueblo.
Les pregunto: ¿quién puede dar cuenta detallada y cabal en Envigado de la vieja Pepa o de la Perraflaquita?
¿Quién llora a Patugenio, el que murió achicharrado en su rancho pajizo a orillas de la Ayurá; o a Gonzala, la herbolaria “cumbambona” de la ruda y de Tres Ranchos?
¿Quién conoció a Milita, la del Chocho, la que daba catecismo bajo el pino; o a doña Tolia, la anciana desmirriada que consolidaba fracturas de huesos y reducía hernias con sobijos elementales de aceite de la lámpara del Divino Rostro?
¿Quién habla hoy de Finga, la que murió comida de las niguas, llamando a voces a “santa Rosalía del cielo”, revolcándose en el polvo?
¿Quién lamenta la muerte de Lazarito, pobretón en el espíritu a quien enterraron en ataúd prismático, puntado, como un tabaco?
¿Quién se acuerda de la Bruna cardadora, de Pajarofrío, Pacholoco o Picuechucha?
¿Quién habla ya de Picho, el que juntaba el cielo con la tierra?
¿Quiénes son ño Pedro Loaiza, ño Fruticos o ña Rita; don Emilio Arango, “el que pinta y despinta”, y Luisa Arango, la vieja machorra del ternero, el hisopo y la escalera?
¿Quiénes son don Ántero, el del buey de malas “que se ahogó en la cagada”; o Gamucita el que, “perorando, se fue de culos”?
¿Quiénes fueron Candelarita, Chepita, Delfinita y Gregorita? Se olvidó el pueblo de que Delfinita, la orate, corría desalada por los techos de las casas, en las noches sin luna, seguida por su gato negro, en camisón de cuadros y gritando: “¡Yo tengo once mil ganas!”…
¡Y tiramos al tarro de basuras a misiá Clotalda, la vieja desvaída a quien mató una teja y vomitó la hostia!
Cortamos con la historia, y es grave.
Dice al respecto Marcelino Menéndez y Pelayo: Donde no se conserva piadosamente la herencia del pasado, pobre o rico, grande o pequeño, no esperemos que brote un pensamiento original ni una idea dominadora. Un pueblo nuevo puede improvisarlo todo, menos la cultura. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia, muy próxima a la imbecilidad senil.
Y afirma Milan Kundera: Receta para aniquilar una nación: “quitarle la memoria”. Se destruyen sus libros, su cultura, su historia. Luego viene alguien, les escribe otros libros, les da otra cultura y les inventa otra historia. La nación comienza a olvidar lo que es y lo que ha sido, el idioma se convierte en folclor y muere al cabo de un tiempo.
Es una gran satisfacción para mí haber dicho la verdad. En mi escrito no hay una sola mentira. Y mi libro es muy bien intencionado. Quiere ser positivo. Quiere construir. Ojalá no escandalice a nadie. No me interesan polémicas mediáticas sesgadas, que susciten escándalos, polvaredas o resquemores. Quiero mostrar el camino de Fernando, no más. Fue un camino abisal: del hondón a la cumbre; de la carne a Dios; “de la rebeldía al éxtasis”, como escribió Ernesto Ochoa Moreno en El Mundo, hace ya 28 años; desde el mundo pasional hasta el lugar en que nacen deseos de verlo de vista, como él mismo me lo escribió en su dedicatoria al Libro de los Viajes o de las Presencias. Cada uno tiene su camino específico y ha de trasegarlo. Los invito a que recorra cada uno en autenticidad su camino. Hallará a Dios.
Le agradezco por fin a la Corporación Otraparte la acogida benévola que le dio a mi libro y la dispendiosa distribución que de él, gratuita y gentilmente, se dignó hacer; y mil gracias a todos los presentes por la deferencia que tuvieron conmigo al participar de este evento que me honra y es para mí muy importante.
Dios los bendiga.
Fuente:
Lectura en la Casa Museo Otraparte, abril 25 de 2008.