La metafísica
de la Presencia en
Fernando González

Por Carlos Enrique Restrepo

En primer lugar, en un recorrido muy breve desde Aristóteles hasta Fernando González, distinguiremos la noción de metafísica como un cierto modo de ver, para desentrañar el sentido de la presencia. En segundo lugar, siguiendo a Heidegger, trataremos de esclarecer la noción de metafísica como una ocupación que atañe a la naturaleza del hombre; habría tal vez un cierto pathos, padecimiento o patología que es la que mueve al hombre a la metafísica. Y un tercer asunto que apenas lograremos esbozar es el del viaje.

La metafísica nombra en algún sentido la filosofía misma. En parte puede decirse que toda la filosofía es metafísica, por lo menos Aristóteles la nombró como filosofía primera. La palabra metafísica fue posterior a Aristóteles; ni él ni los griegos hablaron de una metafísica. Este término lo acuñó un clasificador de sus obras, para nombrar una serie de escritos posteriores a los que componen la física y la filosofía de la naturaleza. En principio, el término metafísica sólo quería denominar los escritos de Aristóteles posteriores a los que abordan estas cuestiones, pero luego se volvió palabra de uso corriente para designar lo que Aristóteles llamó filosofía primera, esto es, una meditación meramente teórica, meramente especulativa y que no se atenía nunca a la experiencia sensible o a la observación empírica del mundo, un tipo de meditación que en términos generales la filosofía reconoció como la cuestión del Ser o la pregunta por el Ser.

En este sentido, quisiera hablar de la noción de teoría en los griegos. Teoría se traduce como contemplación, alude al hecho de ver, a un cierto modo de ver, un ver que en todo caso no corresponde a la observación sensible, sino que se orienta más bien a lo suprasensible, que rebasa el ámbito de lo sensible y que corresponde a la actividad del pensamiento; un ver que es función, no de la mirada, sino del pensamiento, del logos. Me parece que esta cuestión del ver está fuertemente relacionada con “la presencia” en Fernando González. ¿Qué es este ver de los griegos, qué es este teorizar de los griegos? Dijimos que escapa a lo sensible, es más bien un ver inteligible, un ver que apunta a la captación conceptual de algo, y ese algo es en su mayor generalidad la cuestión del Ser. Los griegos distinguieron dos cosas, algo que ellos llamaron “el ente”, el cual podemos entender sencillamente en términos de las cosas del mundo o de los objetos del mundo, un poco en el sentido de la existencia. Distinguieron eso que se llama “entes” con respecto al “Ser” en general, que no es visible a la manera de las cosas o a la manera de los entes. Éste es el objeto de la teoría o del preguntar de la metafísica entendida como ese modo de ver que es asunto del pensamiento. De cada cosa decimos que “es”: “el árbol es”, “la casa es”, pero el Ser no se reduce a esta simple existencia singular de las cosas, sino que el Ser, eso que el ver metafísico pretende hacer visible, escapa a la singularidad de los objetos, es universal, es algo común a los objetos, una cierta propiedad o cualidad de los objetos, a saber, el hecho de ser. “Ser” es algo general y vacío; en ese sentido el Ser es metafísico por cuanto rebasa nuestra simple captación del mundo, la manera en que ordinariamente aprehendemos el mundo.

Los griegos relacionaron este Ser con la presencia. La experiencia que tuvieron del mundo era la de ver en él algo más que las cosas, y ese algo más, el Ser mismo o el Ser en general, fue lo que movió el théorein, el teorizar o el ver particular que constituyó la metafísica, y en un sentido estricto, la filosofía. Esta es la manera en que el hombre griego sale al encuentro de esa presencia que luce en las cosas y que está más allá de las mismas cosas.

En Fernando González, en las descripciones iniciales que ofrece de Lucas de Ochoa, encontramos esta forma de contemplación que apunta más allá de lo sensible: “Lo vi un lunes, alelado, de pies en la acera de la tienda de Fabricio. Toda la noche y la mañana había lloviznado. Miraba los charcos, pero sin verlos, viendo su mundo en ellos” (1). La presencia que acontece allí, lo que este contemplador tiene ante los ojos, es algo más que lo meramente presente, la presencia es presencia de algo más, y eso es lo que constituye ese modo peculiar de ver: “Él miraba, pero sin ver, a los buses y a los que pasaban”. “¡Eureka! ¡Ya voy sabiendo o concienzándome! Ya entreveo, pues no se ve nunca la Presencia” (2).

Cuando Aristóteles habló de esta filosofía primera y de esta contemplación que él le atribuye al pensamiento, dice también que, a diferencia de las otras ciencias, la metafísica es teórica en la medida en que se distingue de los saberes prácticos; es teórica en la medida en que es especulativa, que se vale más bien de conceptos. Este particular comportamiento del hombre hacia la metafísica, distinto de los saberes prácticos, dice Aristóteles que tuvo lugar cuando ya estaban resueltas todas las necesidades inmediatas de la vida, cuando ya el hombre no tenía que afanarse en las ocupaciones que le implican el trabajo, el aseguramiento de su subsistencia, etc. En esa medida, en su forma de “ciencia”, la metafísica o la filosofía sólo pudo surgir cuando hubo una ordenación social que permitiera que, por la acción del trabajo de los esclavos, existiera y se mantuviera una aristocracia o una casta sacerdotal. El desarrollo de las matemáticas en los egipcios, por ejemplo, suponía ese mismo modo de organización social. En los griegos también la filosofía fue peculiar de una cierta aristocracia, porque suponía que el hombre no tenía que habérselas con las cosas del mundo, con el mundo de la necesidad, sino que este particular modo de ver exigía el tiempo de la teoría, el tiempo de la contemplación, si ustedes quieren una especie de ociosidad. En Fernando González hay esa ociosidad, es una especie de contemplador o flâneur a la manera de Baudelaire, en todo caso un metafísico silvestre. A diferencia de los grandes ociosos de Occidente como Baudelaire, la suya es una metafísica a la medida de Envigado, en cuyos límites pareciera que termina el mundo (sic); su forma de expresión y su estilo delatan lo que estaba al alcance de un filosofar en una ciudad como esta, en las condiciones de su tiempo. Existe en él un libre deambular, la vagancia necesaria de quien le da suficiente tiempo a las cosas para las que nadie tiene tiempo, y que puede dedicarse a ver en ellas algo más. Que Aristóteles hablara de ociosidad como un presupuesto necesario de la vida teórica, como requisito para el filosofar, me parece que uno lo puede presentir en la manera de recorrer que tiene este observador, este contemplador al que el Ser le deja acontecer su presencia.

“Miraba los charcos, pero sin verlos”. Hay aquí dos actitudes distintas: mirar y ver. Miraba pero sin ver, miraba el Ser al modo de la pura presencia. En uno de los libros de Castaneda, Una realidad aparte, se habla —aunque haciendo tal vez un uso invertido de los términos— de esta diferencia entre el mirar y el ver. Don Juan, que es el maestro indio que le enseña a Castaneda, le dice que él mira las cosas pero no tiene el don de ver, y le reclama a Castaneda que esa realidad aparte que él le quiere dar a conocer requiere que logre abandonar el simple mirar para ver. El metafísico, en algún sentido, es el hombre que mira un “trasmundo”, como lo llama Nietzsche, un mundo por detrás del mundo; es un hombre de Otraparte, para hablar en la lengua de Fernando González; pertenece a la especie de aquellos que habitan o atraviesan lo finito como en una especie de nostalgia de eternidad. Eso quizá podría ser un metafísico, eso quizá podría ser la metafísica, añoranza de trasmundo.

La filosofía exige ese comportamiento, ese pathos, esa actitud en la que el hombre ya no se comporta ante las cosas a la manera habitual, esa actitud por la cual deja de vivir a la manera ordinaria, y en la que los objetos en los que se ocupa no son ya los que constituyen el interés general de la gente, sino que se sitúan en una esfera particular, en un mundo propio, a la manera de un delirante, si se quiere. La filosofía siempre ha tenido ese componente de delirio y de forma de existencia alucinatoria; quien se ocupa de ella tiene ante sí otros objetos, su asunto es otro que el del hombre común, se trae entre manos algo más: llámesele el Ser, lo Uno, la nada, el Espíritu absoluto, que para el hombre común permanecen siempre desconocidos. Por eso son contados los hombres que se ocupan de ella, porque no es asunto de un interés cualquiera.

Pero si bien en los griegos la metafísica podía identificarse por completo con la filosofía misma, con el tiempo pasó a ser sólo una disciplina entre otras. A medida que surgieron otros objetos para el pensamiento, la metafísica se restringió a un orden particular de problemas. Hoy la filosofía es sumamente diversa; sin embargo, lo que constituyó el objeto dominante de la metafísica en su origen, la pregunta por el Ser que escapa a los simples entes o aquello que hemos indicado con el término “presencia”, sigue teniendo ese carácter del preguntar más general, especulativo, teórico, que prescinde por completo de la experiencia, de la sensibilidad ordinaria, y que conduce al concepto como realidad filosófica.

En el siglo XX apareció un tipo de filosofía que fue inspirada por Heidegger, la cual no sin ciertos amaneramientos se conoció en Francia con el nombre de existencialismo. La manera de ser metafísico de Fernando González está más cercana al existencialismo que a la clásica comprensión de Aristóteles, de la cual en todo caso conserva según vimos algunos de sus rasgos esenciales. La metafísica propiamente dicha, la que reconocen los filósofos con esta denominación, se convirtió con el tiempo en una cosa demasiado dogmática, en un modo de filosofar canónico y académico, algo escolástico y profesoral. De ahí que, aunque quizás no sea del caso identificar completamente a González con el existencialismo, coincide con éste en encarnar una metafísica que es más cercana a la vivencia, que sostiene con la vida una relación más inmediata, en lugar de perderse en un “exceso de teoría”. El propio González establece esta diferencia de su pensamiento con respecto a la filosofía académica. Su modo de ser metafísico no se ejerce al modo de los grandes teóricos de los sistemas clásicos, sino al modo silvestre del Envigado que habita. A diferencia del metafísico a la usanza de los griegos y de la tradición filosófica, que termina haciendo un mundo de conceptos, para González no se trata de una metafísica conceptual y encaminada a la formulación de un sistema. Frente a la Presencia y a la Intimidad, “el concepto es tan sólo el cadáver de la vida” (3). Nietzsche por su parte dice que hay más conceptos que realidades en el mundo, y semejante irrealidad es el destino fatal de la filosofía cuando solamente obedece —como en Hegel— al imperativo del concepto. Respecto a esta diferencia, dice González: “¡Oh, mi vida interrumpida de brujo! Porque yo propiamente no soy novelista, ni ensayista, ni filósofo (¡qué asco la filosofía conceptual!), ni letrado, sino Brujo” (4). Brujo, mas no filósofo. Quizá eso esté en relación con lo que dijimos acerca de un modo de ver peculiar. Él no se agota en conceptos, no se pierde en la tarea infinita que es urdir la telaraña de la razón.

En Ser y Tiempo, Heidegger introdujo elementos que implicaron esta transformación profunda de la filosofía que desembocó en el existencialismo. Algo esencial está en juego desde el momento en que propuso abandonar la definición tradicional del hombre —debida a Aristóteles— entendido como “animal racional”. A diferencia de Aristóteles, para Heidegger el hombre es un “ser arrojado a la existencia”. Semejante al episodio del Génesis, este “ser arrojado” menciona una forma de existencia exiliada, una existencia que se halla circunscrita en un mundo que se revela al mismo tiempo como inhóspito y desconocido. En ese sentido introduce Heidegger la comprensión fundamental del hombre como “ser-en-el-mundo”, del hombre como “ser-ahí” o Dasein. Con ello aparecen para Heidegger otras cuestiones que derivaron en la mencionada actitud existencial de la filosofía, y principalmente, la necesidad de pensar en consecuencia una disposición del ánimo, una particular afección como la condición necesaria para el filosofar. Este es el segundo elemento que me gustaría desarrollar. Para Heidegger, la comprensión humana del Ser está determinada por un estado de ánimo que corresponde a esta estructura del Dasein, del ser arrojado o “ser-en-el-mundo”. Ese estado de ánimo particular para el filosofar es la angustia.

Sartre escribió La Náusea, en la que hay una experiencia del Ser, o mejor, de la presencia, a partir de ese estado de ánimo que él llama, no “angustia”, sino “náusea”. En Sartre, la náusea es un estado que le sobreviene al hombre, sin saber de dónde ni por qué. Recuerdo que el personaje, Antoine Roquetín, narra en algunos pasajes la sobrevenida de esta nausea, partiendo casi de su presentimiento; relata cómo la náusea empieza a acosarlo, hasta arrastrarlo a un devenir que lo entrega al pleno extrañamiento de las cosas. Eso se relaciona con el modo ver: las cosas empiezan a dejar de ser familiares, comienzan a lucir “de otro modo”, los utensilios en lugar de amparar la existencia del hombre se tornan incomprensibles, se interpone entre el sujeto y la experiencia que tiene de los objetos una extrañeza, una lejanía que deja ver al fin esta condición de arrojado del hombre en el mundo, provocada por la existencia simple de lo que solemos llamar “cosas”. La náusea puede describirse en términos de la experiencia del mundo como inhóspito; ella delata este carácter de exposición, de arrojamiento y finitud inherente al mundo y al hecho de que el hombre está comprendido en el mundo. La náusea, al igual que la angustia, revela el Ser como la Nada, una nada pavorosa, aterrorizante, pero al mismo tiempo serena, apenas un rumor. En ella las cosas nos interpelan, dejan acontecer algo indeterminado, un enajenamiento, una pérdida de la dimensión de lo cercano y familiar que nos abisma en lo desconocido. La nausea es pues este pathos, que Heidegger por su parte —y también González— denomina “angustia”.

La metafísica toma a su favor la conmoción, el sutil arrebato de la angustia. La angustia se revela, pues, como el estado de ánimo que mueve al filosofar. Hay que advertir, sin embargo, que Heidegger en un ensayo que se llama ¿Qué es metafísica?, la distingue con respecto al miedo o al temor, según él porque el temor acontece frente a algo determinado, mientras que la angustia nos pone ante el Ser puro que se experimenta justamente como la Nada. Escribe Heidegger: “La angustia no alude a esa temerosa ansiedad que tan frecuentemente acompaña al miedo, el cual aparece con extrema facilidad. La angustia es algo fundamentalmente diferente del miedo, que es siempre por algo determinado. La angustia, por el contrario, no permite que aparezca semejante estado de confusión, más bien la atraviesa una calma muy particular. La angustia, que es originaria, suele mantenerse reprimida en el hombre. La angustia está aquí. Sólo está adormecida. Su aliento vibra permanentemente, atravesando por completo al hombre. La angustia originaria puede despertar en cualquier momento en el hombre. Para ello no es necesario que la despierte ningún acontecimiento extraordinario. El profundo alcance de su reino se halla en proporción con la pequeñez de lo que puede llegar a ocasionarla”.

Creo que esta actitud existencial derivada de la angustia tiene sus repercusiones en Fernando González, quien por lo demás conoció la filosofía de Heidegger. En el Libro de los viajes o de las presencias existen alusiones permanentes a la apertura de la presencia a partir de la angustia. De hecho, González en repetidas ocasiones denomina la presencia justamente “el Néant”, la Nada. Para Heidegger, la angustia revela que el hombre es un “ser-para-la-muerte”. En Fernando González, es apertura de la Nada. En todo caso, ni la muerte ni la Nada deben ser pensadas aquí negativamente. La muerte, aunque es siempre “en cada caso mía”, y aunque precipita a la Nada, entraña una comunidad con todo cuanto vive; ella comunica o hermana toda existencia singular en la medida en que a ella concurren todos los seres finitos y sobre ella se levanta toda existencia. La Nada, por su parte, es para González la Intimidad nacida de la Presencia, y que él bellamente describe como experiencia del viaje, o lo que es lo mismo, experiencia de la desnudez: “Vivir es ir desnudándose, dirigiendo la nada de uno. Un viaje, un desnudar indefinido. Buscar la nada, hacerse nada, confesarse y arrojar a los hombres el cadáver de su nada, y vas sintiendo el terror, y temblor y beatitud de la infinita intimidad, que ya no es nada, sino NINGUNA COSA, pura desnudez”. “La Intimidad. ¡Esa es la promesa! De ella venimos y en el viaje a ella hay muchas cosas, tragedias y beatitudes. El mundo es necesario para padecerlo, meditarlo y entender. No se puede ver o vivir lo otro sino dirigiendo esta vida (¡ahí está el viaje!)” (5).

De todo esto, habría que concluir en las propias palabras de Fernando González una comprensión de la metafísica en la que domina su sentido experiencial, el cual él califica siempre como vivencia. El filósofo es este “vivenciador” de la presencia en la medida en que acoge la secreta, la persistente intimidad de las cosas: “Todo esto quiere decir que la Metafísica es posible, pero no como conocimiento conceptual, sino como VIDA” (6). Creo que, llegados a esta definición a partir de los elementos que hemos esbozado, a saber, la actitud del ver, el pathos o disposición del ánimo, y el sentido del viaje, podemos hacernos alguna idea del pensamiento de Fernando González, de su condición de pensador metafísico.

Notas:

(1) GONZÁLEZ, F. Libro de los viajes o de las presencias. Medellín: UPB, p. 7.
(2) Op. cit., respectivamente, p. 23, p. 92.
(3) Ibíd., p. 96.
(4) Ibíd., p. 72.
(5) Ibíd., respectivamente, pp. 38-39, p. 74.
(6) Ibíd., P. 106.

Fuente:

Conferencia pronunciada para el Teatro Matacandelas el día 21 de marzo de 2007 sobre el concepto de metafísica a partir del Libro de los viajes o de las presencias de Fernando González.

Texto publicado en:
Matacandelas.com

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Ver también:

Boletín n.º 58
Fernando González: Velada Metafísica

Fernando González:
Velada Metafísica (guión teatral)