El alemán de Otraparte
Por Alberto Restrepo González
Desde niño oí decir que Walterio Niederheiser, el alemán de la huerta que después fue Otraparte, se había suicidado, colgándose de una viga de la vieja casita de bahareque. De adulto, leí lo mismo en un hermoso reportaje que, para Cromos, le hizo Luis Enrique Osorio a Fernando González. En la exposición organizada por el Museo de Historia de la Universidad de Antioquia, con motivo del discutido bicentenario de la fundación, en una de las “libretas de carnicero” en que González escribía su diario, de su puño y letra, leí, con inmensa sorpresa, lo siguiente: “Abril 27/61. Estoy reviviendo eso de hace 23 años, la casa y finca de Maximiliano y Ana Tamayo, bajo el puente viejo de la Ayurá, a lindes con la que yo compré al Banco Alemán, que la administraba en nombre de la hijita y la mujer de Niederheiser, el hortelano que se mató al caer un bus de pasajeros en esa hoyada que hay en Aguacatala, en donde la viuda de don Alej. Ángel hizo una gruta a la Virgen de Lourdes”.
Al hacerlo, me sentí invadido por la conciencia de la injusticia, poseído por el remordimiento y obligado a la reparación, porque desde niño, en parloteos de colegial, hasta viejo, en charlas y estudios, dije a mucha gente que el señor Niederheiser se había suicidado en la casa de su huerto, cuando la verdad es que, aterrado por los horrores del nazismo, devorado por la nostalgia de la patria atormentada, solitario y silencioso, como todos los alemanes que poblaron el Envigado de los días de la guerra mundial, y pobre como los labriegos más desposeídos de Colombia, el alemán del huerto fue capaz de descifrar el sentido de su vida contradicha, supo encontrar razones para vivir, entendió que no debía lastimar a su esposa y ni a su pequeña hija quitándose la vida, y murió accidentalmente mientras luchaba por vivir.
A riesgo de aparecer anacrónico, porque la actual sociedad colombiana, laicista y endémicamente violenta, pareciera haber convertido el suicidio en un valor y en un derecho constitutivo de mérito, sigo creyendo que toda vida humana, por más contradicciones y frustraciones que encierre, es un don que comporta el deber inalienable del respeto, ya que nadie es dueño de su propia vida por el hecho simple de no ser el dueño de La Vida.
Porque siempre es posible descubrir el sentido de la existencia, afrontar fracasos y frustraciones, y hallar razones para vivir, el suicidio es una trágica expresión de pobreza existencial y de inferioridad humana, y el suicida un pobre ser débil ante el sufrimiento, incapaz de afrontar la desdicha, impotente ante la frustración y ciego para la esperanza.
En la violenta sociedad colombiana, generadora consuetudinaria de una cultura de la muerte, que ahora se solaza en defender el aborto, aplaudir la eutanasia, magnificar el suicidio, justificar la violencia guerrillera y reclamar la legalización del narcotráfico idiotizante y depauperador, siento el imperioso y alegre deber de conciencia de proclamar a los cuatro vientos que Walterio Niederheiser no fue un psicópata suicida sino un luchador tenaz, cuya vida simple, contradicha y trágica, fue cegada en un accidente de tránsito en la hoyada de La Aguacatala, donde, desde viejos tiempos, se venera a la Virgen.
Fuente:
Restrepo González, Alberto. “El alemán de Otraparte”. El Colombiano, viernes 5 de septiembre de 2003, página 5A, columna de opinión Escuelita.