Variaciones alrededor
de un hombre
Por William Ospina
Oigo con mucha frecuencia decir que la obra filosófica más importante de Colombia han sido los Escolios a un texto implícito de Nicolás Gómez Dávila. Algo de esos escolios he leído, y me agrada la idea de no escribir comentarios al margen de los libros, sino intentar que el comentario permita adivinar el libro al que alude, que en la respuesta esté la pregunta, que en las variaciones vuele, casi secreto ya, el modelo.
Pero estoy seguro de que esos escolios no pueden ser la obra más importante, porque padecen de una de las grandes limitaciones de nuestro pensamiento a lo largo del tiempo, desde cuando llegó aquí la civilización forjada en hierro y rigurosa de dientes de perros hambrientos. Esa limitación es la sumisa veneración de la escritura, que nos hace pensar que sólo hay sabiduría si procede de libros, casi siempre europeos, y que nuestra misión consiste si mucho en glosarlos, en tejer variaciones sobre las partituras que nos dejaron los sabios y los filósofos de otras partes.
Siquiera como un bálsamo contra esa enfermedad de la veneración excesiva de los modelos de las metrópolis surgió aquí la obra de Fernando González, a la que yo llamaría, para contrastar con la otra, “Escolios a un hombre implícito”.
No conozco con rigor, con intensidad y con la extensión debida la obra de Fernando González, apenas si me he asomado a algunos textos, seguido los rastros de algunos de sus viajes, bebido el licor de algunas de sus exaltaciones, probado la sinceridad de algunas de sus búsquedas místicas, y puedo decir que he sentido el gusto de un ser singular, a nadie parecido; que he catado el licor de ese estilo, que he escuchado esa voz afinada en una nota original, y que, más allá de sus indudables y bien aprovechadas lecturas, la obra de Fernando González no me parece un conjunto de variaciones sobre la filosofía de los libros sino un haz de meditaciones, de impresiones, de descripciones, de oraciones, de exasperaciones si se quiere, a partir de la vida inmediata de un ser humano.
“El que toca este libro, toca a un hombre”, escribió Walt Whitman. Estoy seguro de que no otra cosa pretendía Fernando González, alcanzar un estilo, alcanzar una prosa, que pudiera ponernos en contacto no con unas verdades sino con unas realidades, no con la respuesta a los enigmas del universo sino con una alma infusa de preguntas, de asombros, de dudas, de momentáneas certezas, de pasiones, de deslumbramientos.
Llamarlo filósofo es una comodidad para nosotros, pero muchos sentirán la tentación de decirle místico, de decirle poeta, y yo no dudaría demasiado en llamarlo simplemente un hombre. Alguien que aspira menos a ejercer un oficio, a practicar una disciplina, a cumplir una tarea, que a ser consciente de su vida minuto a minuto y permitir que de la abundancia del corazón hablen los labios.
Qué libertad la de este hombre, qué riqueza de inflexiones de la voz, qué matices de la ternura, de la emoción, de la inteligencia, y también a menudo de la exaltación, de la terquedad, del extravío. Cuánto miedo le causarían esos hombres que no se atreven a equivocarse, cuánta risa los que se dedican a repetir verdades ilustres, cuánto asombro los que creen que educar es verter un alma blanda y reciente en un molde de siglos para que salga una estatua obediente a todos los cánones.
Me alegra no poder teorizar sobre su obra. Me alegra, invitado hoy generosamente a celebrar un cumpleaños más de este amigo cada vez más presente, tratar de establecer a pesar de los años, de las presencias y de las ausencias, un diálogo no con sus obras sino, por decirlo así, con su “manera”.
Un amigo mío tradujo un verso de la Divina Comedia, uno de los versos del monólogo de Francesca di Rimini, donde ella declara que no es tanto el hecho de haber sido muerta lo que la impresiona sino que es el modo, la manera como aquello se realizó. El modo ancor m’offende, dice ella, y mi amigo tradujo Es la manera lo que me estremece. Creo que podemos decir esto de Fernando González: es la manera lo que me estremece.
Un escritor que está muy cerca de Fernando González, no en sus ideas, ni en sus teorías, sino en su estilo, es Fernando Vallejo, otro hombre de estas tierras, y que también se sabe un hombre de otra parte. Fernando Vallejo suele exigir cuando lo entrevistan que sus respuestas se publiquen de una manera literal, porque lo importante, afirma, no es lo que uno dice sino cómo lo dice. Por supuesto que le importa lo que dice, pero sabe que el cómo es fundamental. Él también diría como Dante: Es la manera lo que me estremece. Lo que podría equivaler a la frase “El estilo es el hombre”, o a la frase “Dios está en los detalles”, o a la tesis de Valery de que la vulgaridad es el descuido de las minucias.
Fernando González hizo algo mejor que teorizar sobre la originalidad: nos dio en cada una de sus frases un ejemplo vivo de originalidad. Y esa originalidad no era el afán de ser distinto, la pretensión de ser único, sino la fidelidad a ese tono nacido de sus circunstancias. Como lo ha dicho el poeta José Manuel Arango: Usó para pensarnos el dialecto que hablamos. Era hijo de estas montañas, las interrogaba con la voz y con las manos, desde su aspereza y sus cuchillas hablaba con el mundo. Tenía dieciséis años cuando empezó a escribir sus Pensamientos de un viejo. Que había leído muy temprano a Nietzsche, lo sabemos porque no se dejó arrastrar jamás por la ilusión kantiana o hegeliana o marxista o freudiana de los sistemas que lo responden todo. Que había leído muy temprano a Schopenhauer, lo sabemos porque parece haber sido capaz de alcanzar la más ardua de las sabidurías, la de saber que cada ser humano es el universo y no puede dar razón más que de sí mismo.
Pero ese sí mismo del que habla no es una conciencia central separada del mundo; por el contrario, ese sí mismo está hecho de piedras y de estrellas, de cada brizna de hierba del campo, de muchachas con sus pezones erectos, de perros que saltan por los caminos, de montañas duras y misteriosas, de vientres cargados de nuevas vidas y de tumbas cargadas de nuevas muertes. Esa tentación mística que aparece tan continuamente en el lenguaje de Fernando González es el presentimiento de que Dios es todo, pero recibido, no a través de Spinoza, sino de una emoción que hace doler el pecho.
Creo que le habrían gustado, y a lo mejor los conocía, esos versos del Paracelso de Robert Browning:
La verdad está dentro, no nace de algo externo,
hay en todos nosotros un recóndito centro
donde íntima y plena, la verdad nos habita.
Saber, consiste más en abrirse un camino
por donde pueda huir nuestra luz prisionera,
que en abrir una puerta para los resplandores
que imaginamos fuera.
¡Es una idea tan extravagante y a la vez tan sencilla! Toda la educación que hoy padecemos parte de la idea de que educar es inocular verdades, incorporar a cada quien a la mole de una tradición, sujetarlo a una ley, a una iglesia, a unas instituciones. Y no es posible dudar de que muchas de esas violencias son necesarias en el proceso de formación de un ser capaz de alternar con los otros. Como solía repetir Estanislao Zuleta, el primer discípulo de Fernando González y, como buen discípulo, el primero en alejarse y entregarse a una vida distinta, a su camino propio, no podemos exagerar el culto de la libertad como una rebelión contra las normas, porque la verdadera libertad exige sujetarse a muchas normas. Si queremos hablar con libertad tenemos que aceptar primero las normas del lenguaje, ya que renunciando a ellas tal vez hablaremos con absoluta libertad pero nadie nos entenderá, y haremos del lenguaje lo menos parecido a un lenguaje, el dialecto de un loco solo.
Pero no hay que olvidar que aprendemos las normas no para convertirnos en mecánicos repetidores sino para alcanzar la facultad divina de crear, para poder entrelazar el lenguaje en la expresión de nuestra verdad. Por eso Fernando González es a la vez un hombre tan original y un escritor tan correcto. Todo es eficaz en su lenguaje, todo es personal por lo que revela y universal por la manera como lo comparte con todos.
El gran secreto del arte es poder convertir la experiencia de uno en experiencia de todos, el delirio de uno en la razón de todos, la locura de uno en la cordura de todos. Por eso Fernando González es un artista. Y el gran secreto de la mística es poder encontrar el conjuro que nos revela que la pluralidad es una unidad secreta, que el universo es un ser, que ese ser es cada uno de nosotros, y que sin embargo ese ser cósmico que nos constituye no está sujeto a la ilusión de nuestra voluntad, a la arbitrariedad de nuestros caprichos, a la pequeñez de nuestras verdades. Que no somos dueños de este yo cósmico en el que están todos los otros, y las aguas y los vientos y las naciones y el pasado y el futuro. Y las estrellas y el caldo anterior a las estrellas y el licor posterior. Por eso es un místico.
Como Dante, siente que Dios es amor. Dante casi llegó a la delicada idolatría de pensar que si Dios es amor, y si para él el amor era la bella y perdida Beatriz Portinari, sólo podía concluirse que Beatriz era Dios. Y puso a Beatriz a presidir la pirámide de las mujeres del cielo, a explicar la danza de las estrellas y a centrar los cielos móviles y los cielos cristalinos. Dios es una muchacha, decía Fernando González, el viejo niño sátiro al que le gustaba seguir a esas muchachas morenas, henchidas, fecundas, de paso danzante, y que era capaz de amar en ellas la belleza y la fatalidad, la certeza de que ellas son “Eva, preñada ya de Caín”, y que sus senos, que vierten en nuestras bocas por primera vez el zumo del universo, son también, estremecedoramente, “lo primero que se pudre”.
He hablado de un discípulo, Estanislao Zuleta, que caminó en su infancia junto al hombre mayor, oyéndolo hablar, y que me dijo un día que Fernando González nunca pretendía estar enseñando. Sólo hablando, haciendo comentarios, soltando paradojas, entusiasmándose con el andar de la hormiga al revés por la rama, compartiendo el asombro. Tal vez su magisterio, tácito, casi imperceptible, sólo consistía en compartir una actitud. Lo mismo que hace en sus escritos. Todo el que lo haya leído está en condiciones de decir qué le ha gustado, qué lo ha conmovido, qué no le ha parecido convincente, qué le ha parecido francamente equivocado, pero ninguno dirá que lo oyó enunciar alguna vez un dogma inapelable. Este maestro cortés se limita a sugerir. Y cuando habla con la contundencia de un entusiasmo es porque lo siente, no porque lo considere obligatorio, ni siquiera necesario, para otros. Zuleta fue un buen discípulo, y no quiero decir con ello que no haya sido a veces profesoral, y a veces dogmático. Pero conocía sus imperfecciones, luchaba con ellas, y casi todas sus grandes críticas y sus grandes alarmas frente a los errores de la cultura nacían de su autoexamen.
Me habían pedido que hablara hoy aquí de Colombia y del pensamiento filosófico, pero ¿qué puedo decir yo de ello? Gustavo Adolfo Bécquer escribió en una de sus bellas rimas:
Podrá no haber poetas, pero siempre
habrá poesía.
Y alguien, con cierta malignidad, no dejó de tejer esta variación:
Podrá no haber poesía, pero siempre
habrá poetas.
Podemos decir lo mismo de otras disciplinas. Podrá no haber filosofía, pero siempre habrá filósofos. Colombia sin duda los ha tenido, pero muchos corrieron el riesgo de ser sólo profesores de filosofía, repetidores de verdades, veneradores de sistemas. Algunos habrán ido más lejos, habrán tejido variaciones originales sobre los grandes libros de la tradición europea, y se habrán atrevido a escribir “Escolios” a textos implícitos. Pero serán muy pocos los que han aceptado el desafío de Nietzsche: Escribe con sangre y aprenderás que la sangre es espíritu. Los que han corrido el riesgo de vivir, los que han corrido el riesgo de pensar por sí mismos.
Borges dijo alguna vez que entre nosotros, en América Latina, suele llamarse filósofos a los que conocen la sucesión de las escuelas y la bifurcación de las doctrinas, pero que su amigo Macedonio Fernández había sido un filósofo “porque quería saber quiénes somos, si es que alguien somos, y qué o quién es el universo”. De pocos colombianos se puede decir lo mismo con tanta plenitud como de Fernando González, asombrado de sí mismo, decidido a seguir los rastros de esa inasible entidad que descubría en sí, decidido a encontrar su correspondencia con el mundo que lo rodeaba, decidido a descifrar los libros de la piedra y del árbol, los pergaminos del agua y del cielo. Decidido a que su rastro no trazara el camino de los otros, sino que fuera sólo el indicio de cómo ir a la madriguera de cada uno, a desentrañar las propias zarzas. Y al mismo tiempo convencido de que quienes siguen a solas el rastro de su dios, terminan encontrándose en el común misterio del universo.
Leerlo no es, creo yo, una mera experiencia intelectual, es una experiencia vital, como oír el viento en los árboles, como meterse al mar, como estudiar las rosas o los músculos, como aprender a nadar o a volar en cometa. Estoy seguro de que pocos guías pueden ayudarnos tanto a encontrar la madera de nuestro propio sueño como este soñador tan reciamente colombiano, tan reciamente antioqueño y a la vez tan de otra parte. De la galaxia que no está en los mitos, del mundo que no está en las cartas, del país que no está en los mapas. Del misterioso, cotidiano, sagrado, desconcertante, conmovedor país de una vez y de nunca más.
Fuente:
Lectura en la Casa Museo Otraparte el 4 de mayo de 2006.
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