Fernando González

El solitario de Otraparte

«Pueblos en que la juventud no piensa,
por miedo al error y a la duda, están
destinados a ser colonias».

Fernando González

Por Álvaro Pablo Ortiz Rodríguez *

Ausente obligado de la mayoría de las facultades de Filosofía, Historia y Sociología, de Ponencias y Seminarios, la verdad es que Femando González ha sido uno de los colombianos más incomprendidos del presente siglo. Al parecer, aún no le hemos perdonado que hubiese sostenido que Bolívar es la conciencia continental pura y Santander la conciencia nacional falsificada.

Así las cosas, su nombre, a pesar de haber escrito cerca de quince obras e innumerables ensayos que merecieron en su momento profundos y elocuentes comentarios de Jean Paul Sartre, Gabriela Mistral, Teresa de la Parra, Thornton Wilder, José María Vargas Vila, sumados a los de la hora actual con estudiosos de la estatura intelectual de un Andrés Holguín, un Germán Marquínez Argote, un Manuel Mejía Vallejo, un Jaime Mejía Duque, un Alberto Aguirre o un Javier Henao Hidrón, es todavía desconocido en el ámbito nacional y lo que es más grave: deliberadamente desconocido. Por ello mismo, tenemos la dolorosa impresión de que su exilio no concluirá jamás y que sus aciertos de filósofo, sociólogo y visionario de la personalidad suramericana, sólo podrán ser asumidos en la soledad, en el silencio y en la meditación que antecede a los hallazgos definitivos, a los secretos que unos cuantos iniciados logran arrancarle a la esfinge en una Noche sin Luna.

Y es que este hombre padeció con una intensidad que lo aproxima al martirio y al consiguiente odio del rebaño, el drama de su tiempo y en él, el de su propia conciencia. Buscó en efecto, enfrentarse a una mentalidad de aldea imperante en la mayoría de sus contemporáneos, con el mejor arsenal de su inteligencia, con esa su tensión interior nunca conciliada por completo, con su «viaje a pie», para asegurar un puerto o un naufragio. Francotirador del espíritu, se fue tornando poco a poco en un hombre acorralado por angustias existenciales, económicas y por una vasta conspiración del silencio, pero también hondamente depurador por una soledad que se hermanó sufriente con la que sufrió el Libertador Simón Bolívar. Especie de soledad circular, cíclica, generosa en sombras, como la que ofrecen a la imaginación y a la sensibilidad las ceibas de Envigado.

Soledad pues, para desafiar erguido a los profesionales de la confusión a la inversión radical de los valores, a la mirada vidriosa de aquellos cuyo protagonismo consiste en asesinar las posiciones rectoras del espíritu. No en balde, alguno de sus libros más polémicos empieza de la siguiente manera: «Este camino es mío, opuesto al de todos los americanos, y no tengo más compañero que al Libertador» (1). No de manera gratuita escribía también con sangre, amargura y llanto en 1949: «La soledad sólo podemos conocerla, los que hemos visto morir padres o hijos… Uno muere solo, solo, solo; para poder morir, es necesario vivir en cacería encarnizada de la propia persona, dándole muerte, consumiendo y padeciendo los complejos que la forman: vanidades, ambiciones, amoríos […]» (2).

Soledad pues para la libertad, para hacer de la intimidad un santuario, aunque su noble y difícil ejercicio conduzca en muchas ocasiones —como en el caso de Fernando González— a una nueva forma de crucifixión.

¿Pero no es acaso el precio, el incalculable precio que los hombres superiores siempre han pagado por ser ellos mismos, por evitar cualquier manifestación de servidumbre y de mentira, por no haber hipotecado la conciencia?

Esa hermosa y dramática disposición del filósofo envigadeño hacia la libertad, hacia lo universal, hacia el desasimiento, está magistralmente resumida cuando firma y se ve a sí mismo como: «Jesuita suelto», «Fernando Zaqueo Ochoa», «Fernando de la Calle con caño», «Ex Fernando González», «Etza-Ambusha», etc., etc.

Qué duda puede caber entonces del sentido purificador, «catártico», que en su alma y en su cuerpo cobra el dolor, cuando escribe sobre asuntos vitales como los que siguen: «El que quiera eternidad, tiene que aceptar miseria y dolor. Hay que ser guerreros contra el placer y la facilidad» (3). O bien, cuando al estilo de un Job del siglo XX expresa así sus penas que fueron muchas: «El sentimiento de estar solo no se quita. Estamos en destierro durísimo. Ahora hace ya un mes y medio que estoy en absoluta soledad, con mi familia en Colombia». ¿Y su definición de sí mismo?: «Así me siento: un mar inmenso y remos, un barquito atravesándolo» (4).

Fueron entonces, los afanes de Fernando González, los de un metafísico. Fue la suya, una «razón agónica», comparable en intensidad y testimonio a la que asumieron y proyectaron Kierkegaard, Miguel de Unamuno, Paul Claudel, Nicolás Berdiaeff, Pablo de Tarso, etc. Pero además, si de algún bando formó parte este «Antioqueño Universal», este poseso de las vivencias, fue del bando de los profetas, de los alquimistas, del «misterio de los templarios» de Merlín el mago, de Giordano Bruno, de Maimónides, de los que realizaron acciones ascendentes tutelados por la magia y por el rayo; de los que siempre colocaron al establecimiento y a la rutina en entredicho.

Hubo mucho de brujo en este hombre. Su profesión no fue la de las leyes (aun cuando se graduó de abogado en la Universidad de Antioquia con un controvertido estudio de sociología política: El derecho a no obedecer) sino la de «atisbador», la de recrearse en los misterios y en las maravillas de la creación; la del caminante, bordón en mano, buscando sorpresas, pistas, duendes, remordimientos y quebradas.

Al respecto leemos en uno de sus libros: «Yo propiamente no soy novelista, ni ensayista, ni filósofo (¡qué asco la filosofía conceptual!), ni letrado, sino brujo: brujería, el mahatma, el dios, el hijo de Dios. ¡Oh felicidad! (5).

Pero así mismo, hay algo en el morador de «Otraparte» que recuerda en más de una ocasión a Francisco de Asís, esto es: su amor por la naturaleza, por los niños, por las aves, por los minerales, por las plantas, por desnudar el alma, por pretender hacer de las emociones un método y un credo. Por aquello, en fin, que su bordón, sus pobladas cejas, sus orejas de murciélago y sus ojos inquietamente hundidos iban descubriendo a cada paso. Al respecto, bien vale la pena recomendar el interesante trabajo de grado de Germán Núñez Trujillo que lleva por título: «La filosofía homeopática de Fernando González» (Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, Facultad de Filosofía, Letras e Historia, edición mimeográfica, Bogotá, 1983).

Fue Fernando González un cristiano convencido. Un cristiano que creyó en la acción y la lucha; en la milicia entendida como estilo de vida, que veía en Teresa de Ávila, en dicho sentido, a una Santa que hablaba y escribía como un soldado; en el «saber heroico»; en el remordimiento entendido como acicate, impulso y brújula. Su cristianismo es el de la contrarreforma, el de la Compañía de Jesús, el del humanismo barroco.

En la revista Antioquia del año 36 se pronuncia así Femando sobre quienes fueran sus maestros en el bachillerato:

Nada más activo que lo ignaciano. A nosotros, vascos (en la familia de San Ignacio, había Ochoas; su abuelo era Ochoa de Loyola; yo soy Ochoa), nos llama Dios por el lado de la guerra, en su verdadero sentido.

Para decir toda la verdad, ya que es nuestra cónyuge, diremos sus defectos, los que nos parecen tales y que quizá sean los defectos de sus cualidades, según frase de Santa Teresa. Son […] muy doblegados por sus jefes y muy soberbios en su espíritu de comunidad, pues creen firmemente que son mejores que los demás. Tratan al mundo con desprecio. Sociedad que dominan, la tiranizan. Siendo los mejores amigos, personalmente, la comunidad es tirana y soberbia.

Son el sostén de Roma, y así lo creen y sienten.

El jesuita tiene aplomo dondequiera. Dominan al resto del clero. Son temidos, temibles y respetadísimos.

Para terminar, nuestra gran tristeza es no pertenecer a La Compañía sino por la gana. Somos jesuitas soltados, que de vez en vez vamos donde el padre Zameza a lamentarnos de nuestros negros pecados, debidos a que no llevamos, como ellos, las cautelas del padre Ignacio entre el bolsillo (6* – Ver Nota de Otraparte.org).

Mucho más se podría decir sobre el «solitario de Otraparte» (sabiendo que si viviera nos estaría acusando de la práctica hoy tan frecuente de la «citofagia»), sobre este americano tan original y tan lapidario en sus juicios, que en más de una ocasión se identifica con los anhelos de Bolívar (hasta el punto de colocarle a uno de sus hijos —quién por cierto, es hoy gobernador de San Andrés y Providencia— el destinista nombre de Simón).

¿Y qué anhelaba en definitiva? La autoexpresión de estos pueblos, la superación del complejo de ilegitimidad, de ese rencor disimulado o confesado con que seguimos mirando la historia, nuestra historia:

Suramérica necesita mucho gobierno, porque no hay personas. Es Suramérica como rebaño inconsciente al que es preciso alambrar el camino, atajar en los desvíos, gritar y pegar. […] Las escuelas deben tener por fin la cultura, la libertad de los individuos, para llegar a la anarquía, a la auto-expresión, al Paraíso o Culminación. […] Programa para Suramérica: gobiernos legalmente fuertes y cultura. Crear y no aprender; meditar y no leer; hacer y no importar. Inculcar en el pueblo la verdad de que gozar de obras ajenas corrompe» (7).

En medio de estas reflexiones, la muerte visitó sin aspavientos y luego de apurar un aguardiente doble, al cónsul de las verdades de a puño, en «Otraparte», Envigado, el 16 de febrero de 1964. Allí moría no el maestro o el precursor del nadaísmo como ingenua, simplista o tergiversadamente se ha sostenido tantas veces (al respecto, en carta enviada a Alberto Aguirre, el filósofo manifiesta: «¡Qué noche anoche! Clara, nítidamente vi que los nadaístas son etapa en mundos infernales que tendrá que vivir Suramérica. Luego le cuento o narraré cómo y qué vi anoche en mi angustia») (8), sino el discípulo de lo eterno que como Pablo de Tarso quiso vivir también la «locura de la cruz». Lo que sí es cierto, es que de este encuentro con lo «otro», con lo que estremece, con lo que derriba, participaría también Gonzalo Arango en un ajuste de cuentas consigo mismo teniendo como testigo insobornable de su último itinerario espiritual a una isla que se llamaba y se sigue llamando «Providencia».

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* Filósofo e Historiador egresado de la Universidad del Rosario. Profesor de las universidades Pedagógica y del Rosario.

Notas:

(1) González, Fernando. Mi Compadre. Editorial Juventud, Barcelona, 1934, p. 2.
(2) Restrepo Pérez, Antonio, S. J. Mis cartas de Femando González. Consorcio Editorial Colombiano, Bogotá, 1983, p. 45.
(3) Vallejo, Félix Ángel. Retrato vivo de Fernando González. Editorial Colina, Medellín, 1982, p. 37.
(4) Restrepo Pérez, Antonio, S. J. Op. cit., p. 28.
(5) González, Fernando. Libro de los viajes o de las presencias. Tipografía y Editorial Gamma, Alberto Aguirre, Editor, Medellín, agosto de 1959, p. 99.
(6) Revista Antioquia. nº 2, junio de 1936, pp. 17 – 19. — *[El primer párrafo de esta cita fue tomado de Mis cartas de Femando González, Op. cit., p. 45. Nota de Otraparte.org].
(7) Retrato vivo de Femando González, Op. cit., p. 33.
(8) Aguirre, Alberto. «Una carta en la noche». En Magazín Dominical de El Espectador, n.º 565, febrero 27 de 1994, p. 8.

Fuente:

Ortiz Rodríguez, Álvaro Pablo. «Fernando González, el solitario de Otraparte». En: Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, n.º 565, octubre de 1994, Bogotá, Colombia, p.p.: 93 – 96.