Antropología a pie

Por Juan Carlos Orrego

Entre los antropólogos colombianos hay poca discusión sobre el hecho que formalizó la existencia de la ciencia del hombre en el país: la fundación en 1935, en Bogotá, de la Escuela Normal Superior. En sus aulas se formaron los primeros licenciados en ciencias sociales, que fue como por entonces se dio en llamar a esos etnólogos consumados. También es un lugar común que, como hitos prehistóricos de ese estreno académico, se aluda al arduo Estudio sobre las tribus indígenas del Magdalena (1884) de Jorge Isaacs —prueba de que los fluidos días de María habían quedado atrás— y a las excavaciones que dirigió Konrad Theodor Preuss en San Agustín, en 1913. Nadie tiene en cuenta, sin embargo, una curiosa manifestación antropológica ocurrida en víspera del surgimiento de la academia bogotana.

En diciembre de 1928, el abogado antioqueño Fernando González y su compadre Benjamín Correa partieron desde Envigado hacia el sur de Colombia, en cumplimiento de un viaje «trascendental» en que esperaban reflexionar con hondura y aclarar lo que había en ellos de «esencial» al cabo de varios años de incisiva educación jesuita. La conclusión a que llegaron los filósofos de provincia es a todas luces frustrante, de acuerdo con la humillada devoción que se manifiesta en las últimas páginas del Viaje a pie (1929), donde Fernando González vertió las impresiones de la aventura: «Confesamos, Señor, que somos el animal que suda y se hunde en la tierra cuando tu voz le llega, así como la lombriz cuando se levanta del cespedón». Por fortuna, tanta fe no empañó el seso antropológico del escritor, a juzgar por otros pasajes del libro en que desfilan ideas en boga y curiosos anticipos de lo que años después se consignaría en los tratados sobre el hombre y la cultura.

Dios permite que Fernando González crea con firmeza en la evolución humana. En su libro, el filósofo de Envigado presenta una sugestiva imagen prehistórica, seguro de que ya no corrían los mismos tiempos en que Miguel Antonio Caro condenó públicamente a Jorge Isaacs en razón de su «darwinismo»: hace cuarenta mil años vivía un extraño animal con cerebro pequeño y mandíbulas monstruosas, con labios «horribles» para besar a su amada, aficionado a la vida arbórea y bípedo solo por necesidad, cuando el acecho del enemigo le obligaba a pararse para otear el horizonte. Después, esa criatura habría de convertirse en un asesino carnívoro, ducho en la manipulación de cuchillos, y llegaría a alcanzar una destreza tal con sus manos que, gracias a ellas, su cultura alcanzó un grado de desarrollo insospechado; incluso, en las tareas más sensuales: «¡La mano! ¡Qué universo tan inmenso de consecuencias fue el invento de la mano! El hacha, el gancho, el cuchillo, el bastón, la palanca…, todo es una prolongación de la mano. Las yemas de los dedos calculan la resistencia, el calor, las curvas… y antes de ellas el amor no era el amor: era un momentáneo acto de fieras». Un paleontropólogo de nuestros días no opondría mayores reparos a estas consideraciones.

Como podría suponerse, también hay atavismos teóricos en las filosofías de Fernando González. Por ejemplo, en su cabeza todavía queda algo de las tesis decimonónicas de John McLennan sobre la escasez de alimentos y el rapto de mujeres entre las sociedades más primitivas: «Allá, en el clan o en la tribu, cuando el hombre estaba dominado principalmente por el hambre, el amor de la mujer era para el luchador fuerte, para el guerrero adornado de plumas». El antioqueño también se muestra fascinado por la noción de tótem, igualmente acuñada por McLennan y cubierta con una pátina de siniestra solemnidad por James George Frazer en sus lucubraciones evolucionistas; se lee en Viaje a pie: «Era una divinidad monstruosa. Allí estaban el Dios y el Diablo, que aún no se habían especializado en la figura benéfica y venerable del uno y en la atormentada y maligna del otro. Dios y el Diablo eran una sola persona, eran el Tótem de los clanes. Este Tótem causaba las muertes y las guerras; hacía productiva la caza, vencía al enemigo, alejaba la desgracia». De hecho, un largo párrafo de la crónica filosófica de Fernando González imita el estilo de miscelánea geográfica que es característico de La rama dorada (1899) de Frazer, pues trata de demostrar la relación causal entre el hambre y las conquistas con un largo zurcido de referencias eruditas en que, como en la lente de un calidoscopio, se apiñan Roma, la Acrópolis, Laconia, Esparta, Inglaterra y el estado de Ohio, a su vez escenario de gestas y aventuras de dioses, agricultores, judíos, marineros, aventureros y asesinos.

Otra cosa sucede de cara al desarrollo de la moderna antropología social, respecto del cual Fernando González muestras algunas dotes de visionario. De una parte, anticipa el «decálogo» malinowskiano de las necesidades humanas básicas al insinuar que el hambre, el amor y el miedo fueron los sentimientos que llevaron al hombre a edificar la cultura; poco importa que el sabio polaco hubiera hablado de «metabolismo» en vez de «hambre», de «reproducción» en vez de «amor» y de «seguridad» en vez de «miedo». De otro lado, el filósofo de Envigado anticipó un par de ocurrencias canónicas de Claude Lévi-Strauss, la primera de ellas aquel pretencioso proyecto estructuralista de describir un atardecer como si se tratara de un objeto definido, con partes e interrelaciones explícitas. Lo que el antropólogo francés plasmó en el capítulo séptimo de Tristes trópicos (1955) se antoja, apenas, como una ampliación aspaventosa de estas líneas de Fernando González: «Vimos hundirse el sol […] como globo de oro, inmenso. Nubes plomizas lo surcaban. […] Apenas hundido allá en nuestro monstruo deseado, el gran Pacífico, principió la gran fiesta dionisiaca de sus colores en las nubes de tierra fría, unas bajas y otras altas. A cada minuto cambiaban los colores. Por donde murió había una ceja de oro, lejana; encima, nubes plomizas, ocre, y una abertura de plata en el cielo». Apenas faltó agregar que la noche llegaba como por superchería.

El seguno anticipo levistraussiano no es más que una fina humorada. En un artículo de 1945, el padre del estructuralismo rebatió la popularísima idea de A. R. Radcliffe-Brown de que la «familia elemental» estaba compuesta por los padres y los hijos; según Lévi-Strauss, era necesario que, por la prohibición del incesto, un hombre renunciara a casarse con su hermana, y de ahí que el átomo básico del parentesco también debiera incluir al tío materno. Tres lustros atrás, Fernando González ya había intuido que en cada familia debía incluirse un elemento que explicara el amarre de un grupo con otro; solo que, lejos de pensar en el tío materno, el filósofo pensó en el amante: «Esos franceses ingeniosos comprendieron que el matrimonio, la unión de dos, era un absurdo, como lo es una mesa de dos patas. Entonces inventaron el matrimonio de tres: el marido que paga, la mujer y el amigo. […] ¡Pero el marido es el amigo de otro ménage à trois!». La fórmula se cumple en no pocas sociedades contemporáneas.

Con razón se defiende a brazo partido —a pesar del reposo que tanto gusta a los antropólogos de poltrona— que los etnógrafos vayan hasta los últimos rincones del mundo a informarse sobre la condición humana: según se ve, el ejercicio del viaje estimula las mejores ocurrencias.

Fuente:

Orrego, Juan Carlos. Antropólogo de poltrona. Sílaba Editores, Medellín, 2018, pp: 147-151.