El extraño caso
de Mi Compadre

Por John Narváez Espinosa

Aún hoy resulta extraña la apología de Juan Vicente Gómez escrita por el colombiano Fernando González, retratista literario del dictador andino, a quien describió por yerro aunque con audacia como el superhombre suramericano. Semejante elogio le valió no obstante la imprevista animadversión del poderoso destinatario. Molestos en su época con el libro, los áulicos del Benemérito impidieron la entrada de los ejemplares enviados a Venezuela. Puede atribuirse aquel rechazo al procaz estilo de González, lo bastante vivaz y chocarrero para encomiar la potencia genésica del biografiado por sus setenta hijos, concebidos en varias mujeres, y aun para endilgarle los motes de “ángel y tigra parida”, los cuales expresan la mansedumbre y la ferocidad que se unimismaban en el pacificador tachirense. El libro del colombiano suele confesar desmanes atenuándolos burlonamente. Excusa con sorna al gobernante: “No es cruel, sino que tiene gran facultad de olvido” (1). Confunde sus tétricas cárceles con planteles de cultura y civismo, en uno de los cuales el padre Borges, capellán del ejército, compuso sus poemas y se curó de la satiriasis y de las intrigas políticas. “Muchos de sus amigos de hoy se educaron en la Rotunda” (2).

La reserva de los de Gómez ante la malsonante hagiografía de González pone de manifiesto la ineludible importancia del estilo literario, que acompaña como contaminándolos al género testimonial y al historiográfico, necesitados de algo más que la elocuencia muda de los hechos. Salvo que se limite a ser un archivero, todo historiador se ve en la dificultad de ajustar su lenguaje a la índole de lo historiable. Por lo común rebajado a la condición de mero adorno de la escritura, el estilo tiene la virtud de afectar calculadamente el espíritu de los lectores y la de conmover sus juicios aun por medio de equívocos, como el de la alabanza de marras, censurada por el mismo compadre que la inspiró y que moriría a poco de haber sido publicada. Casi se diría que el inopinado golpe de lenguaje convirtió al inspirador en censor… y acaso también en cadáver. Famoso homicidio literario fue el que con un escaso folleto provocó contra la persona del tirano ecuatoriano Gabriel García Moreno el intratable escritor Juan Montalvo, quien, enterado de la sangrienta y verídica consecuencia de la sátira, pronunció su más regodeada frase: “Mi pluma lo mató”.

Después de publicar su ensayo Mi Simón Bolívar, escrito con motivo del centenario de la muerte del prócer, González estuvo, entre 1931 y 1932, en Venezuela. Vino atraído por la personalidad de Gómez, a quien consideraba un Libertador reencarnado (sic). Había estudiado a Bolívar según un método de su invención, el “método emocional”, único y estrafalario, consistente en compenetrarse con una idea hasta sentirla materializada en realidades tangibles. Así, la idea de Bolívar la sintió realizada en Gómez, en su campaña restauradora, copia de la Admirable de Bolívar, y en su capacidad de someter el caudillaje llanero. En la extinción de los muchos cacicazgos, contrarios al engrandecimiento del país, reconoció el plan bolivariano, propicio a la unidad consolidada y frustrado por la obra de los presidentes de todo el siglo XIX, enumerados críticamente en la primera parte de Mi Compadre, la cual, por su lenguaje y sus apuntes fisiognómicos, constituye un curioso manual de historia republicana.

Mi Compadre parece literatura positivista, y en cierto modo lo es, a causa del ditirambo al sátrapa, predestinado según la doctrina a dominar nuestras caóticas y poco europeas sociedades. Merece nombrarse la diferencia de González respecto de los positivistas corrientes, por aquel entonces muy aficionados a las letras francesas y a firmar concesiones deshonrosas a cambio de trenes que al cabo de unos años no serían sino chatarra, basura de progreso falaz. El autor colombiano considera perniciosa la importación de bienes e ideas, causa de nuestra dependencia perenne. Por eso repudia con vehemencia inusitada entre los pensadores de su tiempo la imitación suramericana de normas, repúblicas y mandatarios a la moderna, a la europea. El suyo es un positivismo atípico, mezclado con una enérgica declaración de independencia mental, no lograda siquiera por Andrés Bello, el ilustre preceptor gramatical que invitaba a la poesía europea a América mientras solicitaba empréstitos en Londres, ni por Simón Rodríguez, Sócrates de nuestro continente e inventor de una educación que frustró un medio mezquino. Mucho menos puede esperarse de los discípulos criollos de Augusto Comte, que entendían la diferencia cultural de su país como un obstáculo en la ruta del progreso forzoso. El tirano de los positivistas prepara las condiciones para la instauración de una república al modo de las potencias occidentales. El tirano de Mi Compadre es una manifestación genuina de la tierra, un héroe epónimo, un verdadero demonio rural, protector taciturno de una nación revuelta y pagador de su deuda con las usureras metrópolis. Aquél constituye un llamado a ser coloniales, dependientes y nulos ante el poderío de los otros. Éste lo es de no deberle nada al extranjero, ni en lo espiritual siquiera. Sospechosa por lo menos resulta hoy la menguada circulación editorial de unos textos escritos con tanta reciedumbre.

Especial atención tienen en la obra de González las artes mágicas del diabólico mandatario, aprendidas en una trascendental compenetración con el medio ambiente natural y humano, durante su paciente vida de montañés calculador. Ellas explican el magnetismo y el dominio que ejerce sobre los hombres. La brujería del presidente entonces residenciado en Maracay se confunde con una genuina ciencia política suramericana. En el país de las guerras civiles, no otro sino un brujo podía dar un golpe de estado sin producir un solo muerto; no otro sino un brujo podía poner fin a un siglo de revoluciones; no otro sino un brujo podía ejercer con eficacia y de por vida la jefatura allí donde ésta se la disputaban el civil ilustrado, impopular y dado a considerarse dueño legítimo del poder, y el soldado rebelde, inhábil para instaurar un orden duradero. “Gómez no puede ser usurpador. Mientras viva, él será presidente de hecho; lejos o cerca. Cuando hay un hombre así, bien pueden hacer elecciones, leyes, etc., pero él es quien manda” (3). La segunda parte del libro propicia con sencillez procaz y envidiable la simpatía con el brujo. Teresa de la Parra, huéspeda también muy querida en Maracay, había escrito por esos años, en sus conferencias sobre la mujer, que “el fin moral de la historia es el de hacer amar personas o cosas determinadas” (4). “Egoencia” o irradiación de la personalidad es el nombre que da González a la causa de la simpatía y el amor por el patriótico demonio de la tierra.

En las procaces hagiografías escritas por González, la simpatía se acompaña de la tendenciosidad. En Mi Simón Bolívar niega a Francisco de Miranda la dignidad de prócer: “La independencia americana no estaba en este general, metódico y afrancesado. Miranda en Venezuela era como una planta colocada sobre una mesa de mármol: no arraigaba, no percibía las corrientes telúricas”(5). Forma un juicio absoluto sobre Páez a partir del lenguaje del héroe llanero, cuya figurada declaración: “Aquí no se puede montar una república” es motivo de regodeo para el ensayista: “¡¡Montar!! Era el hombre inocente de la caballería llanera. Yo tengo una gran debilidad por el General Páez. ¡Era como un niño!” (6). En Santander trata al Hombre de las Leyes como al más infausto leguleyo colombiano, hombre de jurisdicciones, de fronteras, y por eso mismo necesario oponente de la patria grande de Bolívar. Por haber nacido Santander en Cúcuta, “precisamente en los linderos de la Nueva Granada con la Capitanía General de Venezuela”, le parece al biógrafo “el hombre que odiaba a los venezolanos, el que deshilachó la Gran Colombia y alinderó la Nueva Granada material y psíquicamente” (7).

Elías Pino Iturrieta desentraña, en un artículo titulado “La leyenda del brujo”, la simpatía del atrabiliario testimonio del colombiano, siempre aclarando que “el problema de los historiadores venezolanos no debe ser Fernando González, sino Juan Vicente Gómez, en la medida en que la sociedad todavía recuerda con benevolencia su administración” (8). El historiador procede exponiendo primero la índole de su trabajo: “el ejercicio de meterle el diente a Mi Compadre no pretende traducirse en un ataque premeditado” (9). No es un caníbal sino un fraseológico exégeta, pues masticará el libro del análisis, no al hombre de que trata, de acuerdo a las tranquilizadoras negritas del título y a un comentario puesto más adelante: “uno se empeña en meterle el diente a un texto por su complicidad con la obra de un tirano” (10). Es un verdadero devorador de libros, un bibliófago contumaz. Ya en El divino Bolívar había escrito de un semejante que “desembucha una hipótesis capaz de sacar una epidemia de ronchas” (11). Las suyas son metáforas fisiológicas, atentas especialmente al buche, al tracto digestivo, a la ingestión y a la regurgitación. Para expresar su propia antipatía a Gómez usa el sofisticado compuesto “antigomecismo” y recomienda, acompañándolas con cifras de asesinatos carcelarios, las Memorias de un venezolano de la decadencia de José Rafael Pocaterra, testimonio acaso más acorde con los hechos. Queda por resolverse el problema de si la objetividad, esa aristotélica petición de principio, ocurre por grados o como una totalidad sin partes. Si el patetismo es proporcional a la cifra, mucho mayor ha de ser el de las actuales cárceles, donde la tasa es de una muerte por día.

El libro de González enojó a Gómez por lo que tenía de confesión impertinente; al historiador actual, por lo que tiene de alabanza impúdica: “la ofensa de sugerir a Gómez como paradigma para el comienzo de una historia que no ha empezado de veras, hace que las páginas de Mi Compadre traspasen las barreras de la mesura y el decoro” (12). Extraña obra, capaz de igualar en la emoción al déspota antiguo y a su crítico moderno. Ha de ser así a causa de la expresión sin medida, desmesurada. Nuestros presidentes y humanistas preferirían, por el contrario, mensajes con medida, comedidos, redactados según la cartilla de urbanidad. “¿Qué me importan la moral y la ley, a mí, el predicador de la personalidad, de la autoexpresión, a mí, que amo a Jesús y al diablo, a Bolívar y a Gómez?” (13), escribió el colombiano, anticipándose a las objeciones mojigatas, en su texto Los negroides.

Poema eficaz de la simpatía con el compadre mágico es el de la gallera, en la tercera y última parte del libro. Por encima del fragor de la pelea de gallos está su presencia sobrenatural. Tiene un poder semejante al de Calígula, que mandaba rebuznar a sus palaciegos: “¡Allá gritan los generales en el redondel! Gómez masca confites friamente. ¿Cuál más apasionado? ¿Cuál lanza la flecha hacia la belleza? Si Gómez quisiera, en este momento en que los dos gallos se entrematan, si quisiera decir: ‘¡A ver…! ¡Pobre animal…! ¡No ven cómo sufre…!’, todos se pondrían a llorar… Y si luego dijera, abriendo sus manos enguantadas, los dedos separados: ‘¡A ver! ¡Que se maten! ¡Échenlos!’, los mismos gallos sentirían redoblado su ímpetu… Sentí tanto amor por este grande hombre, que desde entonces somos compadres(14).

Referencias:

—González, Fernando. Los negroides.

Mi Compadre Barcelona: Editorial Juventud, 1934.

Mi Simón Bolívar (Lucas Ochoa). 2da. Ed. Medellín: Editorial Teoría, 1943.

Santander. Bogotá: Editorial ABC, 1940.

—Parra, Teresa de la. Obras. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1982.

—Pino Iturrieta, Elías. El divino Bolívar. Ensayo sobre una religión republicana. 2da Ed. Madrid: Catarata, 2003.

—“La leyenda del Brujo: Fernando González ausculta a Juan Vicente Gómez”, Boletín de la Academia Nacional de la Historia. Tomo LXXXVII, Nº 346. Caracas: Academia Nacional de la Historia, abril-junio 2004, p.p. 211-230.

Notas:

(1) Fernando González, Mi Compadre, 118.
(2) Ídem, 118.
(3) Ídem, 117.
(4) Teresa de la Parra, Obras, 485.
(5) Fernando González, Mi Simón Bolívar, 139.
(6) Ídem, 235.
(7) Fernando González, Santander, 46.
(8) Elías Pino Iturrieta, “La leyenda del brujo”, 212.
(9) Ídem, 212.
(10) Ídem, 225.
(11) Elías Pino Iturrieta, El divino Bolívar, 105.
(12) Elías Pino Iturrieta, “La leyenda del brujo”, 228.
(13) Fernando González, Los negroides, IV.
(14) Mi compadre, 194-5.

Fuente:

Comunicación personal. Texto escrito originalmente para: Fpolar.org.ve.