Fernando González,
filósofo criollo

El 16 de febrero de 1964 se fue para siempre este pro-nadaísta, amigo de la desfachatez, quien se opuso a bailar el son de otras flautas y sólo hasta ahora comienza a ser conocido de verdad.

Por Hollmann Morales

Pues si se sorprendieron Gonzalito Arango y Eduardo Escobar, en los años cincuenta, de que este pensador de provincia con dimensión de otra parte, estuviera vivo, cuando todos creían que era un escritor viejísimo que había muerto muchos años atrás, ¿por qué no vamos a sorprendernos de que hoy se le recuerde con tanta devoción y sea leído con avidez de estudiante pobre?

Es un fenómeno sorprendente, ese de los escritores que durante un poco de tiempo suenan y truenan y súbitamente son arrinconados por la nueva generación, y al cabo de mucho andar, los mismos que lo ignoraron leen asombrados una literatura con planteamientos serios que hacen escuela. Lo de siempre. Hay quienes escriben para ser leídos cincuenta o cien años después de fallecidos. En el caso de Femando González, los nadaístas lo «exhumaron» en vida, cuando ya nadie se acordaba de sus escándalos de comienzos de siglo.

¿Padre del nadaísmo?

Gonzalo Arango debió sentir un fogonazo en el pecho cuando Alberto Aguirre le dijo una tarde de ocio que Femando González quería conocerlo y lo invitaba a su casa. Gonzalo acudió a la casa de González y éste después diría que en cuanto vio al desgarbado poeta tuvo la absurda sensación de verse a sí mismo a esa edad y con el idéntico propósito de enarbolar la bandera del pirata.

El entonces mocoso con ideas de grande, Eduardo Escobar, el benjamín de los nadaístas, recuerda que «los domingos visitábamos con Gonzalo y con Darío Lemos a Fernando; las conversaciones eran informales, poco de cultura y libros, había más bien una búsqueda en el paisaje, las nubes, los gallinazos, en cómo estaba el aire y él hacía meditaciones sobre espectros y vidas interior y posterior».

Sin embargo, se le considera el padre del nadaísmo, en opinión de algunos, aunque falta ver si no fue al contrario: los nadaístas le sirvieron de pretexto para agarrarse a esa tabla literaria de salvación, la Nada, y retomar a la palestra con bombos y platillos, ya en calidad de viejo de veras y no como a los 21 años de edad, cuando escribió el inquietante mamotreto Pensamientos de un viejo, en 1916. Como haya sido, sí es cierto que fue el padre del nadaísmo, pero sólo de los antioqueños. Los nadaístas de Cali y otras vecindades no es que no lo reconocieran, es que no lo conocían, salvo por la lectura de algún libro extraviado.

En 1942 Femando González publicó el Estatuto de Valorización y calló. Sólo un año después de la irrupción de los iconoclastas e irreverentes colombianos del siglo XX, comandados por Gonzalito, volvió a la imprenta con Libro de los viajes o de las presencias, que Eduardo Escobar considera que «corresponde a la actitud de Darío Lemos, Gonzalo Arango y yo, de hacer de la escritura una vía del autoconocimiento y no una cosa vanidosa de publicarse. El Libro de los viajes o de las presencias es un devocionario, porque él trató de aproximarse a la santidad. Escuché la historia de que un hijo se le enfermó y él trató de curarlo con recursos de homeópata, pero se le murió y le quedó un sentimiento de culpa que transformó su vida, entonces se fue para su casa de Otraparte, en Envigado, y se dedicó al silencio. De ese aislamiento lo sacó el nadaísmo, porque se entusiasmó con nosotros».

El brujo de Otraparte

Jotamario, otro de los alzados contra la Academia Colombiana de la Lengua, recuerda que «en 1959, cuando recién habíamos difundido lo nadaísta en el bobo horizonte de nuestra cultura sanforizada y santurrona, y éramos saludados con los peores epítetos y carcelazos por los defensores del orden y las hueras costumbres, un pensador silencioso clamaba en sus escritos: “Voy a orar por estos jóvenes que se están desnudando”. Era el filósofo de Envigado, el brujo de Otraparte, quien luego en carta a Amílkar Osorio diría: “Ya no me voy tan triste porque por fin vi nacer la poesía en mi patria”. Para Gonzalo Arango era el maestro supremo, el único pensador auténtico en este país de malpensados. Nadie daba entonces un centavo por la obra del maestro, aparte de Jean Paul Sartre, Thornton Wilder, Jean Grenier y algunas señoras librepensadoras de Antioquia. A pesar de haber proclamado que “hay que vivir siempre a la enemiga”, y tal vez por eso, hoy es una gloria nacional, lo cual debe saberle a cacho, puesto que en vida había pedido que “a mí la estatua que me la den en plata”».

El episodio donde Jotica involucra a Sartre y a Thornton, no es cosa de malabares enciclopédicos. Javier Henao Hidrón, un serio Consejero de Estado, amigo personal durante los últimos seis abriles de Femando González en el reino de este mundo, escribió un recursivo libro, tal vez la única aproximación a su biografía que existe hoy día, Fernando González, filósofo de la autenticidad, editado por la Universidad de Antioquia y la Biblioteca Pública Piloto, donde narra que «dos grandes figuras del mundo literario, el existencialista francés Jean Paul Sartre y […] el estadounidense Thornton Wilder, incluyeron su nombre en un selecto grupo de candidatos al Premio Nobel de Literatura». Era 1955 y Henao Hidrón continúa diciendo que aquello era tan inusitado, «tan sorprendente —sobre todo para sus compatriotas—, que cuando la Real Academia Sueca de Ciencias solicitó su opinión a la Academia Colombiana de la Lengua, esta corporación conceptuó que González carecía de los méritos necesarios para aspirar al excelso galardón y sugirió el nombre del filólogo español Ramón Menéndez Pidal».

El último libro de Femando González fue La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, que publicó en 1962, dos años antes de transformar su materia. Eduardo Escobar recuerda que «lo leí y releí y no entendía nada, hasta que tomé ácido lisérgico, que me acercó al éxtasis y volvió diáfano ese libro extraño. El capítulo V es impresionante, habla de la oscuridad, del modo de aprender a vivenciar la realidad».

Javier Henao Hidrón, en conversación personal con este redactor, se muestra mucho más reverente hacia su maestro y amigo. No es casual que él mismo haya sido quien pronunció la oración fúnebre por Femando González, en el cementerio de Envigado, la tarde del 17 de febrero de 1964 y que tenga el registro en su memoria de anécdotas que dan un perfil humano del filósofo criollo. Él recuerda, por ejemplo, que en 1938 el maestro tenía una excelente biblioteca, pero por sugerencia de su amiga la poeta chilena Gabriela Mistral, quiso irse a vivir a ese país del sur, buscando sacudirse de tanto enemigo que se había granjeado por rebelde, polémico, directo, frontal y vertical, actitud que molestó a los cerebros entelarañados de cabello empolvado, quienes a su vez respondieron con animadversión. González vende su jugosa biblioteca y cuando está a punto de irse, un terremoto en Chile frustró su viaje, se quedó y formó otra, selecta. Él decía, recuerda Henao Hidrón, que se debía tener la Biblia, El Quijote y otros clásicos, cincuenta en total, suficiente, porque «más que leer, hay que pensar», afirmaba.

También panida

Y su original comportamiento y radio de acción lo unió al llamado grupo de Los Panidas; que en 1914 se había formado en torno a una revista de ese nombre que fundaron León de Greiff, Ricardo Rendón y diez jóvenes más. Pero con el tiempo cada cual siguió su propia entraña. González viajó bastante, fue diplomático en Europa, estando ya casado con Margarita Restrepo, hija del expresidente de la República, Carlos E. Restrepo, pero siempre tomaba apuntes en «libreticas de cuentas de carnicero», como decía el filósofo, el primer paso de lo que después pasaría a libro.

Sus amigos recuerdan al viejo de Otraparte como un hombre de mediana estatura, delgado, de ojos grandes y atisbadores, orejas grandes y salientes, que usaba boina vasca y bordón no para sostenerse sino para espantar perros y lagartijas, que hablaba paladeando las palabras y acostumbraba conversar con sus visitantes caminando por ahí, vicio que le dejaron los jesuitas, los mismos que lo echaron de sus claustros por leer a Nietzsche, Schopenhauer y Spinoza, y por dudar de la divinidad de Cristo y de la existencia del infierno.

Javier Henao Hidrón, hoy un hombre de 52 años, afirma que «en un país de imitadores, sin personalidad, sin ideas propias, que está a la caza de la primera moda que surja en el exterior, Fernando González nos enseñó a buscarnos a nosotros mismos, a buscar posturas originales y a desdeñar lo ajeno; pero nunca nos impuso nada, nos orientó y dejó que cada uno encontrara su propia vía. Más aún, no le gustaba que le dijéramos maestro».

Fuente:

Morales, Hollmann. «Fernando González, filósofo criollo». Bogotá, revista Cromos, n.º 3.709, 20 de febrero de 1989, pp: 40 – 41.