Fernando González,
envigadeño dionisíaco *

Por Kurt L. Levy

Cuando Margarita, hija del expresidente Carlos E. Restrepo, confesó a su papá que pensaba casarse con Fernando González, le preguntó Carlosé —según una anécdota célebre citada frecuentemente—: «¿Por qué quieres casarte con este loco?». Y Margarita contestó: «Mira, papá, mis amigas se han casado con hombres normales y no les ha salido bien. Me voy a casar con un loco: a ver cómo me sale» (1).

¿Quién era ese loco, que no vacilaba en postular que «en medio de la locura está el genio»? (Mi Compadre). En Antioquia lo enaltecen hasta la idolatría, en Bogotá merece menos aplauso. Para Félix Ángel Vallejo, su primer biógrafo (movido por afecto auténtico), «el Mago de Otraparte vibra en armonía con el universo» (2). Javier Henao Hidrón, su segundo biógrafo, lo califica de «filósofo de la autenticidad» (3). René Uribe Ferrer destaca su «fe en la vida y la dignidad del hombre» (4). Otto Morales aplaude su «rebeldía mental» (5) y Jaime Mejía Duque, culpando al pensador con severidad de «incoherencia y pérdida del sentido de las proporciones», reconoce que «como artista literario, es quizá el mejor prosista de su generación en Colombia» (6).

Fernando González nace en 1895 en el pueblo de Envigado. En 1916, a los 21 años de edad, se estrena en su carrera de letras escribiendo Pensamientos de un viejo, una serie de ensayos que ya dejan ver la índole provocativa, mordaz, iconoclasta y muy personal de su cosmovisión y de su estilo.

Desde luego, los Pensamientos de un viejo recuerdan el título de un poema escrito una década antes. Rubén Darío tenía treinta y nueve años cuando la «Canción de otoño en primavera» le dictó el lamento: «Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver!». González tenía veintiuno cuando se le ocurrió la alocución: «Tú, mi novia, eres Sor Melancolía» (Pensamientos), indicio de sus ávidas lecturas de Schopenhauer, Nietzsche, D’Annunzio, Baudelaire y «el divino Leopardi» (Pensamientos).

Tres años después, en 1919, termina su tesis de grado en la Escuela de Derecho que versa sobre el interesante tema El derecho a no obedecer, título provocativo que no tarda en verse modificado por las autoridades universitarias en uno más inocuo, Una tesis.

No nos incumbe estudiar detalladamente, en este homenaje sucinto, la creación multifacética del autor en su totalidad: otros lo han hecho con más autoridad (7). Pretendemos simplemente captar alguno que otro aspecto que nos parece clave dentro del arte narrativo del autor.

Pasaremos por alto escritos polémicos y controvertidos, tales como la apología de Juan Vicente Gómez en Mi Compadre (1934) —«dominador», no dictador—, estreno de «auto-expresión de la raza suramericana»—, o la apología de Mi Simón Bolívar (1930) —título llamativo en que el posesivo acentúa la diferencia con la despiadada censura a Santander diez años después, ensayo que, desafiando los documentos oficiales, pretende corregir la historia colombiana—. (Anotemos de paso el interés que tal diferencia ha despertado siempre tanto en el campo de la historia como de la literatura colombianas: el brillante nobel en su obra El general en su laberinto enfoca a su Simón Bolívar y al rival renombrado, y propone financiar un proyecto mayor de investigación con un equipo de historiadores «todavía no contagiados» para definir la «verdadera historia» de Colombia. Interesa así mismo recordar en este contexto el tema central del vigésimo sexto congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, realizado en la ciudad de Nueva York, sobre «La historia en la literatura iberoamericana». Abundan las «verdaderas historias» y sus reflejos literarios) (8).

Igual que las apologías apasionadas, pretendemos dejar de lado las censuras o invectivas no menos francas. Una de las últimas, el ensayo muy candoroso El Hermafrodita dormido del año 1933, le costó al «diplomático poco diplomático» el puesto de cónsul colombiano en Génova. «¡Me mata la pasión de juzgar!», reconoce González. Por ofender al Duce con esta «serie de juicios acerca de Italia», fue expulsado del país en 1934, lamentando que Mussolini fuera «incapaz de comprender». A lo mejor, le faltaba sentido del humor: los dictadores tienen la mala costumbre de tomarse muy en serio.

Un detalle pintoresco relacionado con su breve permanencia en la tierra del gran Dante y del menos grande Mussolini se niega a quedarse en el tintero. Como es bien sabido, las maravillas inesperadas del Nuevo Mundo («nuevo ¿para quién?», nos preguntamos) dictaban a los europeos la comparación con lugares del viejo mundo, determinando así la nomenclatura. Hay sinnúmero de ejemplos de tal práctica, desde Venezuela hasta Nueva Inglaterra, Nueva Escocia, Nuevo Brunswick y la Nouvelle France, la belle province canadienne de Québec. Fernando González, el nuevo cónsul de Colombia en Italia, lógicamente hace la comparación con base en la geografía de su patria chica dando principio a sus impresiones italianas con la observación: «Génova es ciudad bonita […]. Tiene algo de Manizales». Ampliando sus impresiones se permite un comentario más audaz sobre la tierra anfitriona: «Italia es una pierna de mujer que marcha para el Poniente».

Otro ensayo de censura no menos violenta dirigido contra el general Santander (Santander, 1940) vuelve a acentuar la diferencia abismal que detecta González entre el colombiano y el venezolano. Después de exponer su posición de que «Santander no puede ser nuestro héroe», deplora González la postura de «varios letrados colombianos, de cuyos nombres no quiero acordarme, [que] dicen que Santander fue el autor de la campaña de Boyacá» (cursiva en el original).

Dejemos de lado finalmente otro ensayo polémico, Los negroides (1936), poco halagüeño para los habitantes de la Gran Colombia, que entre otros juicios extremados limita la categoría de «literatos» colombianos a un solo nombre: «De eso no tenemos sino a Carrasquilla».

Enfocaremos aquí tres faros que en mi concepto iluminan la producción creadora de González, los momentos donde el oficio del envigadeño llega a su plenitud. Son libros que adolecen menos de los excesos de la invectiva personal (el elemento contraproducente de la pluma del autor). Me refiero a Viaje a pie (1929), El remordimiento (1935) y a su obra maestra, en mi concepto, El maestro de escuela (1941).

Transcurren seis años entre la primera y la segunda obra, y otros seis entre la segunda y la última —en total una docena de años fructíferos para el autor, fatídicos en la historia europea y mundial—. Es el período que proclama la esencia del genio de González, «predicador de la personalidad», quien nos brinda su autorretrato: ¿Qué me importan la moral y la ley, a mí, el predicador de la personalidad, de la autoexpresión, a mí, que amo a Jesús y al diablo, a Bolívar y a Gómez…?» (Los negroides) —a este último precisamente por ser símbolo de la autoexpresión (véase Mi Compadre)—.

El marco del «viaje», tal vez el marco estructural más antiguo en la literatura, le sirve al autor de recurso para formular un homenaje apasionado a la naturaleza y a la juventud y para lamentar cáusticamente las limitaciones de la sociedad colombiana. «Tú, Margarita» reza el epílogo muy personal dirigido a su esposa: «Tú, Margarita, […] sabes el intenso amor del autor por su tierra colombiana» (Viaje a pie). No cabe duda de que el viaje tiene una doble función, ya que señala una dinámica interior y otra exterior, una física y otra psicológica. El impacto de Nietzsche es más que evidente cuando González enaltece el impulso y el goce dionisíaco, rechazando impulsivamente la moral, «ese chorro inicuo de frases que sale de las bocas sin dientes», y agregando el consejo práctico de que «un beso se da y no se pide».

Pero sobre todo se intuye en esta obra de 1929, estreno auténtico del escritor, un hecho imprescindible y fundamental para la evaluación oportuna de Fernando González. El envigadeño no es filósofo y no debe pedírsele sistema filosófico original y consistente. Es un escritor espontáneo y natural, hombre de rica imaginación, que tiene algo muy importante (algo que infortunadamente les falta a los dictadores): un gran sentido del humor. Él mismo se clasifica de «filósofo aficionado», con el acento en el adjetivo, y no deja la más mínima duda de que: «¡Odiamos la seriedad! […] … más cómico es […] un sistema filosófico tomado en serio». Es aficionado, dionisíaco y como tal hay que juzgarlo.

En El remordimiento interviene prominentemente un tema de los más serios, el aspecto moral, «ese chorro inicuo de frases que sale de las bocas sin dientes», que revela el reconocimiento de González, manifiesto en El Hermafrodita dormido, de que «vivir es rectificar». Es profundamente reveladora cada una de las facetas del diálogo con la conciencia, radiografía de su encuentro con la institutriz alsaciana, mademoiselle Tony, y de la lucha frustrante para superar la tentación: «Tengo un remordimiento de no haberme acostado con Tony» es el resumen melancólico de su triunfo moral.

Recordemos que la tiranía política le produce asco (aunque Juan Vicente Gómez parece ser una excepción por estrenar la autoexpresión americana). Con pasión igual rechaza la tiranía intelectual, o sea la censura. Cuando su hermano se atreve a sugerirle modificaciones ligeras en el manuscrito de El remordimiento, la reacción de González, desde Marsella, es típica: «Todo es esencial en mi libro», escribe, «si suprimiste, renuncio a la publicación» (El remordimiento).

El maestro de escuela (1941), la tercera obra de la trinidad mencionada, es en mi concepto el máximo acierto de la pluma de Fernando González.

Proclama el naufragio del maestro de escuela Manjarrés, la tragedia del proletariado intelectual. Es sin duda la obra «noble y digna» que el autor intuye como meta de sus luchas interiores ocho años antes (El Hermafrodita dormido). Surge como elaboración artística de dos sencillas palabras que aparecen en Viaje a pie (1929): la evocación espontánea de los «queridos maestros», fuente de admiración y de amor, no obstante el adorno satírico, parte orgánica de su mobiliario literario. Es el relato emotivo de la intimidad del maestro de escuela, un «grande hombre incomprendido» (como otros tantos de nuestro noble oficio), individuo que se desdobla con la creación del alter ego Jacinto para escapar de la jaula de su aislamiento. El puesto privilegiado se lo concedo a esta obra (con toda objetividad subjetiva) no sólo por sus ecos íntimamente autobiográficos y por su homenaje emocionante a la pedagogía, vocación que goza de poco respeto en nuestra sociedad, sino también por brindar al lector (a fines de la segunda época de su carrera creadora) un compendio de su credo literario, producto del «clima interior» y del «ritmo» del lenguaje. Dedicado a Thornton Wilder, «creador del drama eterno Our Town», la intimidad el maestro aislado que pierde el puesto y que se junta consigo, desdoblándose a la fuerza, no puede menos de traerme a la memoria el homenaje de Carrasquilla a Dimitas Arias (1897), otro grande hombre incomprendido a quien le quitan su raison d’être quitándole la escuela y los alumnos.

Sin haber tenido el privilegio de conocer a Fernando González, sí tuve la buena suerte de tratar, por la década del cincuenta, a algunos de sus compañeros y correligionarios del grupo de los Panidas, unidos no sólo por la rebeldía quijotesca, sino también por el prosaico calendario, porque todos habían visto la luz en 1895. (En el momento de su fundación «éramos trece», hoy han desaparecido todos). Trataba a Rafael Jaramillo Arango (autor de lindos cuentos infantiles), a Jesús Restrepo Olarte, a José Manuel Mora Vásquez, tío de Manuel Mejía Vallejo, a Eduardo Vasco, a León de Greiff y, desde luego, a mi gran amigo y mentor Pepe Mexía (Félix Mejía Arango), arquitecto y caricaturista renombrado que, según Henao Hidrón, hizo un retrato de González, «hermoso y complicado». Los compañeros me contaban mucho del envigadeño fascinante, sorprendente por su espontaneidad y sencillez y por la autenticidad de su lenguaje. Se puede concordar con sus ideas, rebeldes, quevedescas, iconoclastas, o se puede discrepar —y yo respetuosamente discrepo con algunas—, pero uno no puede menos de admirar la manera sumamente original de exponerlas. Su visión renovadora y rebelde le atraía el aplauso de los jóvenes, entre ellos Gonzalo Arango, quien en 1967, en medio del boom de la narrativa latinoamericana, pide justicia para el Maestro desaparecido tres años antes: «Ya es hora», exhorta el fundador de la corriente nadaísta, «de que el país “descubra” a su “descubridor”, que la juventud se acerque por fin a esta llama que arde de amor a la vida, y en este “viaje a pie” encuentre su verdadero camino, el de su porvenir» (9).

Odiaba la política y a los políticos; le faltaba la diplomacia por sobrarle candor y franqueza. Huelga agregar que el diplomático poco diplomático evoca el caso de Ñito Restrepo (quien nació en Concordia pero vivió en guerra) y desde luego el de su co-Panida e íntimo amigo León de Greiff en la Embajada Colombiana de Estocolmo. No son diplomáticos; son hombres de letras y seres humanos y merecen nuestro respeto dentro del contexto de su vocación.

Está por demás explicar que comparto con toda el alma su oposición a la dictadura (aún la dictablanda) por haberla sufrido en carne propia en mi tierra natal. Su odio incondicional a la retórica tradicional, hueca y básicamente muerta, nos trae a la memoria la crisis del intelecto y la decadencia del lenguaje que produce la reacción renovadora de figuras como Julio Cortázar. La cosmovisión de Fernando González tenía algo de mesiánico para la generación estudiantil de la década de los sesenta.

En cuanto al concepto de la pureza de la sangre, siempre me ha parecido arriesgado por contener los gérmenes de la decadencia y de la discriminación. González reconoce el peligro, enalteciendo como el ideal del porvenir el coctel étnico, la integración auténtica en el «Gran Mestizo Americano».

Me convence, instintiva y temperamentalmente, su delicioso secreto, tan hondamente humano, de no envejecer. La fórmula para González es «gatear» sin inhibiciones, fórmula que revela en la última entrevista concedida a la revista de Manuel Zapata Olivella, Letras Nacionales, unos cuantos días antes de su muerte en 1964. Yo, si me perdonan la confesión, sigo idéntica fórmula: camino a cuatro patas para jugar con mis ocho nietos y para mantenerme joven.

Menos me convence, espontáneamente, una propuesta algo radical que pronuncia en 1935, en un momento crítico de la historia europea, resultado de los eventos calamitosos en Italia, Alemania, España y en el Lejano Oriente. Postula González: «Para mí tengo que Colombia debe prohibir en absoluto la inmigración, hasta ver si el pueblo antioqueño necesita ayuda en su misión de unificar el país» (10). Por muy consciente que esté de los argumentos que dictan la recomendación, dadas las circunstancias del momento histórico, me parece idea peligrosísima. Si se hubiera adoptado, se habría convertido en sentencia de muerte para muchas personas inocentes y perseguidas en busca de asilo. Gracias a Dios, el gobierno de Alfonso López abrazó una política de inmigración más tolerante, beneficiando así a varios miembros de mi familia inmediata, e indirectamente facilitando la base para mi «carrasquillología».

En su prólogo para El cancionero de Antioquia, observa Ñito Restrepo que el pueblo antioqueño se mueve entre dos polos, «el misticismo y la picardía». El envigadeño cabe cómodamente dentro de esa definición: al lado de los momentos de crítico mordaz y quevedesco no deja de manifestar, directa o indirectamente, los ecos de la inquietud espiritual a lo largo de su vida (11).

Para resumir, el arte de Fernando González está repleto de vida y de vitalidad, lo cual no contradice su confesión: «Yo soy, por naturaleza, un solitario». Reafirma más bien el credo literario del «predicador de la personalidad», quien endosa el postulado del filósofo griego Protágoras de que «el hombre es la medida de todas las cosas» (12).

Después de ceder a una de sus diatribas contra Bogotá, «ciudad habitada por hombres que piensan, escriben y viven para cubrirse», declara el envigadeño impulsivo: «Miguelángel, Goethe, el Libertador y yo no nos tapamos» (El remordimiento). Me permito discrepar. «Todos nos tapamos, unos más otros menos», decía Pirandello. González se tapaba también; tapaba sus dones de escritor y de ser humano, tapaba su entrañable amor por su tierra colombiana y por la autoexpresión americana con una capa de retórica y, lamentablemente, con excesiva invectiva personal. «Me veo obligado a ser áspero y seré odiado», reconocía con realismo, «pero ¿podría cumplir mi deber con dulces vocablos?» (Los negroides). Esta actitud complica o impide el juicio objetivo —si existe tal cosa para seres humanos—, tan frágil como elusivo, concepto monopolizado por tantos y abusado por muchos más (13). La actitud de González recuerda el dilema de Mariano José de Larra, blanco de la censura por ser «anti-español», cuyas protestas satíricas se basaban en el auténtico amor por su tierra y en el anhelo de estimular la reforma.

En el caso de Fernando González, su función de agent provocateur, en busca de la verdad, se vuelve contraproducente por excesiva (a pesar de su buena dosis de humor). El ejercicio de «épater le bourgeois», ejercicio sano en potencia, no aprecia la validez de una palabra y de un concepto muy británico que no tiene equivalente exacto en castellano, el término compromise. La tradición hispana no conoce el fenómeno, de acuerdo con el título de la novela de Baroja: O César o nada.

Prologando la primera biografía de González en 1982, anota Jorge Rodríguez Arbeláez, anfitrión hospitalario del Encuentro Inaugural de nuestra Asociación en el Recinto de Quirama: «… después de haber trasegado medio mundo arrebujado en los consulados de Colombia en Europa, dominar el francés, ser un lector de Pascal, de Molière y un causeur, no quiso dejar de saberse ni punto más ni punto menos que eso: un envigadeño» (14). ¡Muy cierto! González escribía desde Génova: «En Envigado […] fue en la única parte en donde me he sentido humano…» (El Hermafrodita). Merece plenamente el apodo «envigadeño dionisíaco». Fiel a los dictados del corazón, espontáneo, impulsivo, conflictivo, contradictorio, intensamente consciente de lo que él calificaba como «clima interior», y del «ritmo» del lenguaje, Fernando González vislumbraba los sueños y las esperanzas de una nueva generación, lo cual explica no sólo las palabras apasionadas de Gonzalo Arango, sino también el paraninfo repleto de la Biblioteca Pública Piloto en Medellín la tarde de febrero del año pasado (1989) cuando tuve la buena fortuna de intervenir en el homenaje a Fernando.

Fue precisamente ese espectáculo, impresionante y emocionante, lo que me sugirió la idea de ofrecerles, dentro del Sexto Congreso de la Asociación Norteamericana de Colombianistas realizado en la Universidad de Kansas, mis propios «pensamientos de un viejo». Fernando González sigue teniendo un mensaje vivo para la juventud (de todas las edades) que se alimenta en la esperanza de que «aparezca el hombre echado para adelante que azotará a los mercaderes» (Viaje a pie).

«También sus equívocos son una lección de vida», observa Mejía Vallejo (15). Puede equivocarse, pero siempre nos hace pensar, y por eso perdurará Fernando González, el maestro de Envigado.

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* Conferencia para la Asociación Norteamericana de Colombianistas, a los veinticinco años de la desaparición de Fernando González (1989). Las citas en el texto son tomadas de las ediciones de Bedout.

Notas:

(1) HENAO HIDRÓN, Javier. Fernando González – Filósofo de la autenticidad. Medellín, Marín Vieco, 1988, p. 65.
(2) ÁNGEL VALLEJO, Félix. Retrato vivo de Fernando González. Medellín, Colina, 1982, p. 28.
(3) Véase nota 1.
(4) URIBE FERRER, René. Antioquia en la literatura y el folclor. Op. cit., p. 112.
(5) MORALES BENÍTEZ, Otto. Perfiles literarios de Antioquia. Bogotá, Universidad Nacional, 1987.
(6) MEJÍA DUQUE, Jaime. Literatura y realidad. Bogotá, Oveja Negra, 1969, p. 35.
(7) Véanse los títulos citados en notas 1-6, así como el libro perspicaz de ensayos de María Helena Uribe de Estrada, Fernando González y el padre Elías, Medellín, U.P.B., 1969.
(8) Véase LEVY. «Todo es según el color…». Op. cit., pp. 171-179.
(9) EL MUNDO SEMANAL. Medellín, 11 de febrero de 1989.
(10) «El hecho antioqueño y la Gran Colombia». En: El Colombiano, Dominical, Medellín, 12 de febrero de 1989.
(11) Véase la última obra de González, La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, Medellín, Bedout, 1962, así como la obra ya citada de María Helena Uribe de Estrada.
(12) El credo de González cuestiona la posición extrema del formalismo ruso de que «el arte siempre está exento de vida». ERLICH, Víctor. Russian Formalísm: History and Doctrine. The Hague, 1965, p. 77.
(13) Véase nota 8.
(14) ÁNGEL VALLEJO. Retrato vivo de Fernando González. Op. cit., «Prólogo», p. 8.
(15) MEJÍA VALLEJO, Manuel. Hojas de papel. Op. cit., p. 61.

Fuente:

Levy, Kurt. «Fernando González, envigadeño dionisíaco». En: Mi deuda con Antioquia. Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, colección Ediciones Especiales, volumen 12, Medellín, 1995.