Fernando González,
filósofo de las ceibas
Para Jorge Cano Rivera.
Por Harry C. Davidson
Optimismo
Si es difícil captar una personalidad, aunque sea la más común y vulgar la que se presente a nuestra percepción, juzgue el lector lo atrevido de la empresa del que ha intentado comprender a este Proteo Inteligente, quien decididamente resiste clasificación, por cuanto su manera de pensar es varia sobremanera, ya que este autor se enamora de la idea que se halle presente en él y le da vida solamente a ella, en un momento determinado, sin tener en cuenta la posibilidad de que ella pueda o no encajar dentro de un sistema, o por lo menos seguir una línea uniforme de pensamiento. Fernando González se quema con las ideas. Tiene que soltarlas cuando acaba de cogerlas, dejándolas muchas veces sin terminar. O las termina a su manera con un etc. colocado al fin de la frase, que nos da a entender que el autor pensó mucho más allá, pero no lo quiso escribir. Es el filósofo de las etc.
Tiene nuestro héroe puntos de contacto con grandes hombres. De Sarmiento, aquel venenoso autor de Facundo, dice alguno: «¿Que lo escuchan damiselas remilgadas, jamonas pudibundas, doctores académicos, señoritos de mírame y no me toqués? Se le dan tres pitos». A la lista de don Fernando se puede agregar cuatro beatas circunspectas y los capitalistas del parque de Berrío para que quede completa.
El parentesco espiritual entre el modo de ser de estos dos grandes escritores es muy interesante, porque a don Fernando le encantan los parentescos, y cuando no los tiene se los inventa: el Libertador es Mi Simón Bolívar y Juan Vicente Gómez es nada menos que su compadre. Don Fernando se ha catalogado también, humildemente, príncipe de la Iglesia; habla de los «curas en propiedad» con una propiedad que sólo se esperaría en uno de su misma condición; se considera anarquista y jesuita y ha llegado a la conclusión de que el Haz godo fue obra suya [*]. Es un pariente universal.
A toda persona que haya leído siquiera un libro de don Fernando, le saltan a la mente estas dos preguntas: ¿por qué será tan vulgar este autor, por qué tendrá que adobar sus conceptos con palabras que tal vez podrían parecer superfluas a una mente delicada?, y segunda pregunta: ¿por qué se contradice tanto? En una obra expresa una idea, para cambiarla por la opuesta en la obra siguiente. Es claro que si se llega a la solución acertada de estas dos preguntas, el problema de su personalidad compleja queda más o menos resuelto. Con la idea de llegar a ese fin se ha escrito lo presente.
Ante todo es conveniente hacer una distinción: la obra de González se divide en dos partes: lo verde y lo claro. Entiendo por verde la parte de sus escritos destinada a poner de ese color todo cuanto se ha atrevido a colocarse bajo el rayo de su cinismo, porque este autor no respeta ni familia, ni religión, ni las personas, ni nada. Contra todo lanza sus invectivas con una frescura primaveral, invectivas tanto más demoledoras, cuanto que van expresadas con un «humor» amargo y realista.
En cambio de la parte clara de su obra pueden sacarse granos de oro, diamantes purísimos de la expresión y verdades más contundentes que pedazos de hierro. Tiene frases que lo dejan a uno temblando por la maciza verdad en ellas contenida, al paso que don Fernando se queda impávido.
He llegado a la conclusión harto arriesgada de que la contradicción en la obra de Fernando González es un reflejo de la dureza de su vida. Él trata de la misma manera que Nietzsche, en su obra, de equilibrar y corregir, por violentas contradicciones, una tendencia irresistible que tiene en sí a la gentileza, a la generosidad y a la bondad; tendencias que no se compaginan con la dura y amarga realidad de la vida. Por eso ha llegado a ese cinismo casi enfermizo. Un cínico, dijo alguno, es un romántico que está muerto.
¿Y sería alguna vez un romántico Fernando González? Para comprobarlo tenemos que irnos a la obra de su lejana juventud. Indudablemente su obra más conocida es Viaje a pie, pero de todos sus libros el que más me ha llamado la atención es Pensamientos de un viejo. En esta obra hay poemas bellísimos, en que al lado de un canto maravilloso a la vida en que está palpitando la juventud, está la tristeza y la soledad del filósofo. Ha sido para mí su obra-clave. Allá me vine a descubrir al Fernando González poeta, y buen poeta, que mueve y conmueve. Este libro tiene mucha semejanza con aquel famoso Así hablaba Zaratustra de Nietzsche. Ambas obras tienen el mismo corte y extrañas semejanzas. Indudablemente el filósofo alemán ejerció influencia en González para esta obra. Veamos una muestra de su estilo en ese entonces:
Las nubes
Para una niña que esté triste.
Ocúltase el sol, y comienza la hora propicia para todo ensueño. Para sueños tristes de viejo, y para sueños de enamorado; para meditaciones de filósofo, y para sentires de poeta; para sueños con la vida, y para sueños con la muerte…
Las nubes, coloreadas por el sol, cambian a cada momento de forma.
¿Qué dicen los niños? Los niños dicen:
Aquella nube parece una flor…; aquella una mariposa enorme…; aquellas se persiguen, juegan… ¡Qué juguetonas y alegres son las nubes…!
Y los niños dan saltos y gritos de alegría.
¿Qué dicen los viejos? Los viejos de hablar lento dicen:
Aquella nube se asemeja a la muerte…; aquella otra parece un cadáver. ¡Qué melancólico es el crepúsculo y qué tristes son las nubes…!
Y los viejos de hablar lento, callan, se abisman en el lago de los recuerdos, en ese lago de aguas verdosas, que es placentero y doloroso a la vez…
Y ¿qué dice la vida? La vida dice:
A mí, lo mismo que a las nubes, unos me dan su alegría, otros me regalan su tristeza. Yo no soy triste ni alegre.
Y la vida repite las palabras que dijo al discípulo de Dionisos:
Vosotros, los hombres, ¡oh virtuosos!, me prestáis vuestras virtudes.
Y así por todo ese libro maravilloso están regadas, con maestría de pensador y delicadeza de artista, las más bellas parábolas. Es un libro con el cual se llega uno a encariñar.
El evangelio de su juventud es de amor al universo. Después y con el paso de los años viene la decepción y parece encontrar en la belleza de la creación consuelo por las imperfecciones de la vida.
Existe en él una tendencia a disolver su alma por todo el universo, porque dice que la belleza sólo se encuentra disolviendo el alma en las cosas. Que hay momentos en que uno quisiera confundirse con el aire, con el agua, con la brisa, en una palabra, ser todas las cosas. Esta es una tendencia que se encuentra también en la India, en donde la religión es el sentimiento de unión de la parte para con el todo, sentimiento que llega a ser de tal fuerza que convierte el egoísmo en generosidad, devoción y lealtad.
En esta unión con la naturaleza reside la sabiduría. En Fernando González parece haber una tendencia trascendentalista en el sentido de Kant, porque conociendo los objetos por medio de los sentidos, percibe que más allá de esos objetos hay todo un universo, y que el hallarse en posesión de ese universo sería la sabiduría, eterno anhelo del filósofo. Por esta razón la fórmula de Spinoza de considerar las cosas sub specie æternitatis es el secreto del humorismo y de la tolerancia, así como también del entender en general.
Solamente en ese sentirse un centro del universo se es libre, se tiene conciencia de la armonía universal. Y el culminar del conocimiento es el sentimiento de un solo ser que es Dios. Fernando González se ha sentido en unión intermitente con la divinidad; le gusta encaramarse a la cumbre de las montañas para sentirse a x metros sobre la vulgaridad de los latinoamericanos. Y desde la cumbre de las montañas lanzar su grito rebelde «Yo quiero ser eterno» [Antioquia n.º 6], o bien, «Quisiera meter dentro de mí todo el universo, quisiera hacerme inmortal» [Pensamientos de un viejo].
Y esta es la vida de todos. Pasar de los extremos del arrobamiento anímico a las profundidades en que nos sume la imperfección de la materia. Somos cuerpo y alma. Y un idealista como González ha encontrado en el cuerpo la imperfección, el peso que no lo deja ascender. Esa es la tragedia de su vida. Y naturalmente en una vida que se despierta en medio de esperanzas que van mucho más allá de la razón, el hombre tiene que inventar una lógica, que no se basa en la razón para justificar sus sueños y sus desvíos. La justificación de este escrito será vista más adelante. En todo caso una de las salidas que ha encontrado su alma atormentada, ha sido el amor a lo bello, porque Fernando González es un gran esteta, amante de la naturaleza como ninguno. Cuando la incomprensión lo ahoga, a ella va y le refiere sus penas.
Dice: «El hombre odia al hombre porque ve en él una voluntad ansiosa también, y ama las fuentes, los árboles y los animales, porque en ellos puede interpretarse a sí mismo» [Pensamientos de un viejo]. Bueno, ¿y qué de malo tendrá que los hombres tengan también una voluntad ansiosa? En abstracto nada hay en eso de reprochable, pero en concreto, en este mundo, sí. Veamos cómo. El genio tiene la intuición, tiene ese «ver fines» que no tienen los demás. El hombre genial ve un camino en donde los demás están hundidos en la confusión, y se desespera al ver que la masa no sale del enredo de su propia limitación, limitación que empieza por el cuerpo, y sigue con la moral, la incomprensión, el medio ambiente con su «qué dirán», y todo esto se le reúne al genio y lo asfixia.
Va viendo que la sociedad no es un producto de lógica, especialmente de su lógica, sino que está fundamentada en la naturaleza humana, imperfecta y limitada; y mientras más va perfeccionando su entendimiento, más sufre, y muchas veces ni la misma satisfacción que experimenta en el placer espiritual de entender le basta para mantenerlo dentro del lote del optimismo. Llega González en un momento de decepción a lanzar un quejido doloroso: «No siento a Dios (eternidad)» [Antioquia n.º 9].
Dije ya que don Fernando es un gran esteta. En Pensamientos de un viejo tiene expresiones bellísimas. Dice que «el hombre se va muriendo poco a poco, a medida que se van muriendo sus amores. Y por eso los viejos son tan tristes». Manifiesta que toda ilusión que se va es un alma que muere en nosotros. En suma, ha sentido plenamente la belleza. ¿Y cuál es su concepto sobre el arte?
Todo arte es amor, amor a lo bello. Y bello es lo que despierta en nosotros plenitud vital; es algo interno que se expande en formas, que espiritualiza la materia. Y esta purificación por medio del arte que Aristóteles llamaba catarsis, vimos ya que era cuestión practicada por don Fernando, en la contemplación de la naturaleza, en la cumbre de las montañas, etc. Dice que la vida es ritmo, porque un elemento de lo bello es el ritmo. Manifiesta que tenemos que ocuparnos de la música si queremos progresar en la vida filosófica. Dice que la justicia es ritmo; que cuando un hombre y una mujer se atraen, eso se verifica por sus ritmos. Es decir, aquí hay una concepción universal del orden, basada en el ritmo, en regularidad estéticamente bella. Ahora bien, de decir que la belleza es simetría, proporción, unión orgánica de las partes con el todo, a decir por qué la simetría y la proporción son bellas, hay un abismo. Nadie lo ha dicho.
Ha pintado maravillosamente a su gran enemiga la mujer. Las que figuran en su Viaje a pie son de carnes prietas, quemadas por la brisa de la tierra alta. Las que figuran en El Hermafrodita dormido son más sanas y llenas que un moscatel, duras, secas, olorosas a carne nueva, y con medias cortas. Las mujeres del trópico son vírgenes atrevidas, son enemigas que le tumban a uno, por una de estas calles, las ideas morales.
Y los orígenes están en la mujer. Todo viene de ellas, hasta el ascetismo. Dice que las desconocidas son las que lo atraen, porque siempre fue su sueño el ser admirado por una mujer bella y extraña. Es claro que una persona tan sumamente apasionada tiene que haber sido fuertemente tentada, tentaciones que vienen a culminar en un curioso sentido de renuncia que veremos adelante.
Su obra está empapada de sabor terrígeno. Por todas partes hay montañas, hay olores a cespedón y a leche fresca, a Envigado, tierra fértil como la que más y en todo sentido. Su aire huele a musgo y la quebrada que baja cantando de Las Palmas es digna de haber figurado entre las del Paraíso.
Y a propósito: ¿ustedes no saben dónde fue el Paraíso? Pues en el mismísimo Envigado, capital espiritual del mundo. Allá fue donde crearon a Eva y allá fue precisamente en donde Eva se vino a ofrecerle la manzana a Adán. Y por culpa de ese ofrecimiento ha venido a ser Envigado el primer lugar del universo en donde hubo rábulas, porque el «no del amor es un sí». Dijo Adán que no quería manzana, pero se la comió. «No…, y resbalan los labios femeninos contra los del hombre […]» [Viaje a pie].
Como buen antioqueño es supremamente regionalista. Medellín es toda Antioquia, y Antioquia fundó a Caldas y va llegando a Nariño. Pero la cosa es peor: dice que no hay aldea colombiana que no tenga colonia antioqueña y que esa colonia es casi creadora y dueña de la riqueza allí. Por eso dice que Bogotá es nuestra (es decir, de Antioquia) ciudad más populosa. Que la sangre antioqueña es como la tinta china. ¿Y quién sino él pudo haber descubierto que los judíos son antioqueños degenerados? Lo conocido de estas frases que son ya de dominio público pone de presente su popularidad como escritor. Caracteriza al antioqueño como un mío y un tuyo con calzones.
Decepción
Hasta aquí hemos visto al Fernando González soñador, al que exclamaba: «Somos en un noventa y nueve por ciento amantes, y el resto filósofos, pero filósofos del amor» [Viaje a pie]. Hemos visto su alma joven. Veamos ahora la influencia de la vida sobre su juventud.
Llega un hombre joven y genial, e inclusive soñador, y en el primer encontrón con el mundo, se rebela. Se ve limitado por su propio cuerpo. Existen prejuicios, envidias etc., es decir, en el Paraíso sólo estuvieron Adán y Eva, pero nosotros no, y con el pasar de los años queda en el alma la decepción. Y por eso Fernando González trata en su obra todo lo que se le pone delante con el más profundo desprecio. Por eso se contradice a cada momento. Todo es relativo. La solución del problema que propusimos al principio sobre su vulgaridad, está en que todo lo desprecia, no hay nada que le importe un comino. Un mundo que no es capaz de comprenderlo no vale nada.
El mismo público lector no le interesa sino en cuanto lector. Aunque al mismo público le esté mentando directa o indirectamente los antepasados, o le haga alusiones dudosas a la materia de que consta su organismo. Yo diría que su vulgaridad, aparte de este motivo sicológico profundo, ha venido a tener preponderancia por motivos económicos, pero esto prueba el hecho de que los filósofos también comen. Valga la verdad, el lenguaje de don Fernando es el común de café, con la diferencia de que donde él coloca un adjetivo, ese es el preciso, y no hay forma más violenta de hacer la ofensa, o más gráfica de pintar el caso. Si no tiene la palabra el lenguaje, él la inventa y retrata con ella. Lo discutible de su lenguaje es la publicación y don Fernando se ha decidido por la publicación. No lo condeno pero tampoco lo justifico. Hay límites para todo.
Este filósofo, siguiendo la trayectoria innovadora de Schopenhauer y Voltaire, ha colocado en su obra filosófica una gran cantidad de «humor». Pero en este caso se trata de un humorismo sui generis: es seco y trágico. No es lo mismo decir, por ejemplo, que el diablo es un anciano que aún conserva la cola de nuestros antepasados los monos, que poner el dedo en la llaga y lanzar la afirmación de que a Dios lo tratamos dándole propinas. Ahí tenemos una verdad con humor y con visos trágicos. Ahí se ha manifestado una de nuestras más profundas infelicidades. El hombre no recuerda la religión sino cuando está en dificultades. Aparte de eso, según él, es cuestión de beatas más o menos interesadas en no condenarse.
Su decepción es general, a todo lo ataca. Empecemos con la religión. Dice que una cosa es la religión y otra muy distinta es el clero. A cualquiera que esté en nuestro medio le alcanza la profundidad de esta observación. Los clérigos también son hombres y en su condición de tales los hay buenos y los hay malos, etcétera.
… para Cristo, el pobre, en cuanto tal, era motivo de disciplina para los ricos; su caridad era asunto íntimo, motivación, escala; para los católicos, la caridad es social, negocio de viejas vanidosas […] [Los negroides].
La oración, en Cristo es íntima, individual; para los católicos es función social [Los negroides].
¿Estará o no estará bien esta concepción de la fe y la caridad en masa? Eso depende. En nuestro medio el problema se asienta principalmente entre el elemento femenino. Hay un orden natural en el cual la mujer es ante todo (lo cual no quiere decir exclusivamente) persona de hogar que cuida hijos. De modo que cuando las dos manifestaciones anteriores mencionadas perjudiquen (en cuanto sociales) la estabilidad y la permanencia del hogar, deben condenarse.
Pero ahondemos más. Yo no concibo espectáculos más ridículos que los de las señoras que se dedican a hacer caridad en masa. La caridad y la fe individuales están muy bien. Pero cuando la cosa se vuelve general, y a esos actos se les da trascendencia de acontecimiento social, son manifestación de vanidades absolutamente ridículas.
En cuestiones morales también se manifiesta su desencanto. Dice que la moral es pragmática. Socialmente esto es cierto. Ordinariamente se considera moral en la sociedad lo que es útil para la conservación de la misma. Sin embargo él tiene su criterio individual: lo que me deje contento después de un acto, es bueno; viceversa, es malo.
Pasando a su cuerpo encuentra que casi todo el tiempo es digestión, pasiones y actos animales. Hasta comer es hábito. Para un pensador es una tragedia que el pensamiento se vea estorbado en su libre vuelo por las imperfecciones del cuerpo.
Su decepción se manifiesta en términos continentales. Dice que aquí estamos todavía en la colonia y que no había preparación para la libertad, porque no teníamos conciencia de pueblos. El suramericano se ha habituado a que la masa nerviosa reaccione con la imaginación y no con la realidad. Pero aparte de que con la realidad no se reacciona bien (¿no es verdad, don Fernando?), el tipo latino es esencialmente imaginativo por oposición al sajón, que es mucho más pesado, más realista. En esto tiene una influencia enorme el clima, el ambiente, la mujer, etc. Y en realidad de verdad, tal vez es mejor ser imaginativo por esto: es un hecho que el genio imaginativo y nervioso sufre más, es un nudo de pasiones; pero el resto de humanidad que no es genial pasa menos mal la vida, porque casi toda la vive de esperanzas imaginadas y no realizadas.
Otro mal es la política. Dice don Fernando que aquí vale el hombre por los nombramientos. Que en Colombia somos ricos y capaces de opinar, pero que nadie es capaz de convencer, como efectivamente sucede. Y el tipo clásico se encuentra en cualquier café de Bogotá en donde se halla el estratega-gobernante-sabelotodo de bolsillo. Es una modalidad que poco se conoce entre los antioqueños. Aquí hay más acción.
Opina que el aguardiente reemplaza las virtudes, porque entre nosotros lo usamos para tener valor, para atrevernos. Y afirma que de sus efectos salen versos, discursos y leyes. Y esto es cierto en gran parte. Hoy el símbolo de la hospitalidad es el trago.
Ha descubierto el defecto primordial del antioqueño, que es su egoísmo. El antioqueño consigue dinero para él, lo guarda para él, todo para él. Y sube aunque tenga que hundir a los demás. Este es un grandísimo defecto, consecuencia por una parte de la necesidad de comer, pero mal interpretada porque aquí parecen dirigir las pocas energías que tienen a «politiquear», es decir, a no hacer nada; y por otra parte porque hay un desconocimiento absoluto de las virtudes de los demás, cuando en el reconocimiento va involucrada una mengua de nuestro prestigio. Sin embargo, no hay que hacer llegar los efectos del egoísmo hasta negar la caridad. Entre nosotros la gente es muy caritativa.
De la mujer como tal ya hablamos, pero el problema de la bachillera no se ha visto. Don Fernando lo resuelve magistralmente: «¿Qué es lo natural en la mujer? El amor. Y la práctica del arte y de la ciencia la embellece tan sólo cuando coadyuva a su destino amoroso» [Los negroides]. Destino amoroso que es evidente anatómicamente en ella.
Para comprobar la tesis ya expuesta, de que su obra es su imagen, tomemos sus palabras. Dice que a un filósofo, su amigo, «al ir a escribir, al ir a hacer obra de arte, es decir, “obra de amor”, se le aparecía el desprecio, veía la humanidad de aquello que iba a adorar…». Es decir, Fernando González se decepciona al asomarse al mundo, y por eso pone en boca de un personaje palabras. Y sigue: «A través de ese constante burlarse del arte, de la filosofía, del amor, de la vida, se adivinaba al hombre desesperado de no poder amar, al hombre que tiene cerradas ya todas las fuentes de la alegría y que se refugia en la venganza». Este parece un retrato de su actitud, por eso y en sus propias palabras el corolario es: «¡La venganza! He ahí su único consuelo… Desde entonces mi amigo escribe páginas en que se ríe de todo […]».
Estas frases las encontramos en su obra Pensamientos de un viejo y son básicas porque en ellas explica, por sus propias palabras, nuestro filósofo, su decepción. Fernando González escribe así porque nada le importa, dice que todo lo que sea salirse de una absoluta risa indiferente es irracional.
Por este motivo ha fundado su filosofía en motivos diferentes, que no hacen sistema. Para él —según su decir— lo mejor es abandonarse a la causalidad. Pretender cumplir una ruta predeterminada (por el sujeto) es camino seguro al dolor. Dice que los deseos humanos sólo se realizan cuando coinciden con el devenir de la vida. Es decir, viene a considerar su decepción como destino. Si somos movidos y dirigidos por fuerzas externas que no podemos controlar y el hombre sólo sirve cuando está en relación con las fuerzas que presiden la evolución, al hombre no se le puede achacar nada, de nada es responsable. Por consiguiente —y siguiendo su línea de pensamiento— su decepción no ha sido culpa suya: él venía preparado a encontrar un mundo cuya imagen llevaba en la cabeza y encontró algo distinto, de modo que lo mejor es despreciar todo lo malo que se ha encontrado, y justificar ese desprecio diciendo que de nada somos culpables porque hay una fuerza de evolución superior que nos rige.
¿Siente la tragedia? Claro que sí. Para él el remordimiento es el «dolor producido por la objetivación de los actos propios que no están acordes con el ideal que percibe nuestra inteligencia». Y si el ideal percibido por la inteligencia está fuera de los límites de la razón, fuera de la razón. Dice en alguna parte que el hombre culto acepta la suprema necesidad de la forma, que respeta su límite: para rebelarse después y decir que la sola expresión «yo» es limitación. Un idealista no puede estar limitado.
La conciencia, de acuerdo con sus teorías, es fragmentaria. Dice que no comprendemos la unidad de la vida. Esta tesis se encuentra en Bergson, quien opina que la conciencia es a manera de película que pierde en sus fragmentos la continuidad de la vida y la espiritualidad del alma.
Don Fernando, para seguir con esa idea, afirma que «es lo curioso del tiempo, que en el instante presente somos actores y no podemos vernos y criticarnos, y en el pasado somos como terceras personas, materia de conocimiento para nosotros mismos. De ahí que nos creamos libres, sin serlo, pues el presente es tan indivisible, que siempre nos vemos como materia de crítica. Cuando la conciencia aparece respecto de un hecho interno, éste ya sucedió: por eso nos creemos libres, porque nos vemos siempre en el pasado».
Pero vamos por partes. La tesis de que la conciencia es película, que no capta sino estados, es exagerada. El pensamiento es un flujo continuo de la realidad y de la vida. Existen dos clases de conciencia: la espontánea —o sensitiva o como se quiera llamar—, que consiste en ir sintiendo lo que va pasando en nosotros, y la conciencia reflexiva, por la cual volvemos sobre nosotros mismos para explicar los fenómenos sicológicos y nuestro propio yo.
Decir que en el presente somos actores y no podemos vernos ni criticarnos es negar la conciencia espontánea. Desde luego la división del tiempo en presente, pasado y futuro es arbitraria. El presente no es más que una división convencional entre el futuro y el pasado, pero que no se puede determinar. Pero la conciencia no es fragmentaria, sino que tiene un flujo continuo. Tampoco es cierto que al volver sobre nosotros mismos por medio de la conciencia refleja, seamos materia de conocimiento para nosotros mismos. El yo que en este momento está leyendo este artículo, es el mismo que leyó la página anterior.
Por otra parte, colocar el problema de la libertad en el campo de la conciencia es erróneo. La libertad, como que tiene que ver con el problema del libre arbitrio, es cuestión de la voluntad. Colocado pues el problema de la libertad en el campo de la voluntad, preguntamos: ¿puede o no la voluntad determinarse a obrar en un sentido o en otro, a querer este bien y no aquél? Si hay esa libre determinación, el hombre es libre, de lo contrario, no lo es, y las teorías deterministas y mecanicistas están en lo cierto.
Pasando a las cuestiones de moral, hace primar el instinto. Dice que son buenos los actos de los instintos que en determinada época priman en nosotros. Este es un criterio personalista que no tiene en cuenta el bien de la sociedad y que no le da posibilidad de progreso, porque con los instintos no se progresa, se vive. Es mejor criterio de moralidad el bien social.
Aun contra la palabra se pronuncia. Dice que la palabra es la muerte de las cosas del alma. Y que después de la publicación de una idea el orgullo le impide conocer al que publica los defectos, y sigue defendiendo como verdades los errores. Aunque sepa que está juzgando al no-yo conforme al yo, tan imperfecto.
Lo que más lo ha aniquilado es el sentirse incomprendido. Esto lo ha llevado a afirmar en su última obra que «ha muerto definitivamente el maestro de escuela de Envigado» [El maestro de escuela]. Pero no quiero creer en esta afirmación. Un idealista no es detenido por el pensamiento que ha estampado en letras de molde, si el vuelo de su idea se lo pide.
Reforma
¿Y contra todos estos inconvenientes qué remedios hay? Don Fernando, que es reformador de juventudes, trae sus remedios. Él es ante todo el maestro de escuela. Pero no maestro en el sentido burdo y ramplón de la palabra. Maestro en el sentido de orientador nacional, maestro desde la cátedra de su pensamiento alto y sereno y vigoroso. Señor de ideales que bota el sol de su genio a la oscuridad de la incomprensión y del prejuicio. Maestro cuyo amor especial es para la juventud que se levanta, y la juventud lo quiere y lo respeta. Y no sólo la juventud, sino todo el conglomerado social. No hay más que ver que sus apotegmas son hoy día vox populi.
Veamos su reforma. Empieza diciendo que necesita hombres capaces de destruir para edificar sobre las ruinas. Lo que implica que lo existente hoy día es totalmente inadecuado para el perfeccionamiento de su utopía. A esos hombres les dice que tienen que ser contenidos para poder ser potentes; castos para poder amar; sobrios para poder comer y beber; reposados para poder caminar; tranquilos para poder matar con un amago de acto.
Él mismo se constituye como director, reconociéndose las virtudes que su inteligencia señala como necesarias para un conductor. «Crear es indicar —dice él— un camino con un dedo prognata que chorree vida, con voz penetrante en el caos de la posibilidad y con neta imagen mental» [Don Mirócletes].
¿Su ideal?: tenemos que llegar a ser centros del universo. «Quien busca fuera de sí mismo, se engaña». Porque «la cultura consiste en desnudarse, en abandonar lo simulado, lo ajeno, lo que nos viene de fuera, y en auto-expresarse» [Los negroides]. Dice: «No aspiremos a ser otros; seamos lo que somos, enérgicamente. Somos tan importantes como cualquiera en la armonía del universo» [Viaje a pie]. Para esta concepción verdaderamente admirable, está fuera de duda que tuvo que ser influido por el ambiente de regionalismo antioqueño.
Él mismo dice que ha cantado a la vida, a la ligereza muscular y mental de los castos, a los ojos de las vírgenes y a sus tejidos duros. «Para obrar, tener fuerza; para el arte, ser bello» [Cartas a Estanislao].
Es pues su mensaje dirigido a la juventud en una forma maravillosamente varonil. Fernando González quiere una juventud que no se avergüence de lo nuestro y que lo valore en lo que debe ser valorado. Una juventud potente y casta. Necesita hombres de voluntad. Y ha comprendido perfectamente que por las características del pueblo antioqueño, él es el llamado primordialmente a la realización de sus ideales. Porque aquí hay fuerza de tradición, las creencias son firmes, hay espíritu trabajador, habilidad para los negocios. Porque el medio ambiente con su belleza invita a la realización, porque somos tesoneros, emprendedores y fieles.
Ahora, ¿qué método debe seguirse en esta reforma? Existe el método emocional, porque hasta que se logre la emoción intensa no se ha comprendido el objeto. Sus biografías de Bolívar, Santander y Juan Vicente Gómez han sido hechas por este método. Fuera de esto y para otros fines está el método amoroso, porque es el único que sirve para engendrar.
Habla del futuro producto sociológico de América, que será el Gran Mulato, en el cual estarán comprendidas, por una parte, las variaciones convenientes que vaya imponiendo el medio ambiente, y por otra, las virtudes de las razas originalmente constituyentes.
Justificación
Aquí entramos en una parte interesante. Hasta ahora se ha hecho una exposición más o menos superficial y ordenada —lo cual representa trabajo en don Fernando— de sus ideas. Pero en su obra encontramos teorías que van directamente a su misma justificación, es decir, a fundamentar filosófica, sicológica y sociológicamente sus sistemas de ideas. Para convertir en ventajas sus defectos corporales y anímicos ha inventado o resumido diversas teorías. Como quiera que esta es la parte humana de su obra, es la más interesante.
Dice en alguna obra: ¿qué es el genio? «Uno que se aparta de la multitud e inventa un nuevo camino…» [Pensamientos de un viejo]. Esta afirmación es colocarse él mismo en esa categoría privilegiada. Está inclusive de acuerdo con Rodó, quien dice que genio es esencialmente la originalidad que triunfa sobre el medio. Y si alguno es original es este hijo de Envigado.
Él mismo explica sus contradicciones. Leamos: «Hoy digo esta doctrina y mañana diré la contraria. En ninguna de ellas creo sino durante el instante en que está en mi alma. La vida es limitación, y por eso vivimos limitando, es decir, afirmando y negando. Toda doctrina es la expresión de un movimiento del alma. Cesa el movimiento, pues muere la doctrina» [Pensamientos de un viejo]. Esta teoría es la que constituye el «presentismo», sistema en el cual la impresión del instante ocupa toda el yo.
¿Y habrá alguna razón más profunda para hacer esta afirmación? Sí la hay, y él mismo nos la da: «… mi amigo era voluble; era un artista […]. Hoy despreciaba lo que ayer había amado con pasión… Y usted sabe, que en su carácter de humanas, todas las cosas pueden amarse, o despreciarse intensamente…» [Pensamientos de un viejo].
Por esta razón afirma: «¡Odiamos la seriedad! Todo sonríe y es efímero […]. El estilo y el pensamiento deben ser variables, efímeros […]» [Viaje a pie]. Más aún: el hombre no llega a contradecirse porque «tiene el alma esclavizada por un sueño» [Pensamientos de un viejo].
Pasemos a su persona. Dice que el pensador es feo. Es decir, él, en cuanto pensador, es feo. ¿Pero en cuanto hombre grande? El hombre grande es «más hermoso que la montaña alta; más conmovedor que la mañana pletórica de tibieza» [Viaje a pie].
La razón reside en «la energía secreta que llamamos vitalidad» [Don Mirócletes], y la vitalidad, de acuerdo con sus palabras, es hermosa. De modo que la vitalidad es belleza y es razón; él es de una gran vitalidad, luego su obra es bella y razonable.
En lo referente a lenguaje también esboza una justificación. Dice que todo hombre, en cuanto social, es propiedad nuestra, y además que en España no hay «palabras feas», las hay castizas, es decir, legítimas. Por consiguiente, a los hombres podemos aplicarles, en cuanto propiedad social, las palabras «legítimas».
Él se aplica algunos apelativos, pero dándoles un significado especial. Veamos: «Tengo derecho a ser anarquista; vivo a la desnuda y a la enemiga; mi vulgaridad es un premio que me otorgo; guardo mi delicadeza para los que saben sonreír, los demás enloquecen al beber de mi vino» [Antioquia n.º 7]. Pues en este caso anarquista es simplemente no necesitar que lo gobiernen. Vivir a la desnuda es ser virtuoso, y a la enemiga es hacer lo que le provoca.
¿Cómo se explican sus arranques de divinidad? Para este caso existe la superconciencia, por medio de la cual el hombre tiene relaciones misteriosas con el infinito. Esto sólo se logra mediante disciplinas, y los que a ellas se someten pueden tener participación en la vida celestial. Don Fernando es hombre de disciplinas, se ha sometido a ellas, y por eso tiene relaciones con el infinito.
Pasemos a la estructura de la mente.
Ya vimos que en su concepción nuestra vida es instintiva y automática, y en ella la parte de la voluntad y la conciencia son mínimas. Dice que podemos engañar a la conciencia, pero no a la mente instintiva. Ahora bien, esta admisión del instinto como guía de la vida puede aplicarse a los actos que la repetición ha convertido en automáticos: comer, defenderse, etc., pero la inteligencia tiene un papel preponderante en el progreso del individuo. Más si se tiene en cuenta la variedad constante que va adquiriendo el medio ambiente por los progresos de toda índole, principalmente los que vienen a ser producidos por la industria, al cual ambiente sólo podemos acomodarnos a medida que la inteligencia nos muestra los caminos de la adaptación. Se vive por instinto, pero se progresa por razón.
Veamos ahora la contradicción más importante de su obra. ¿Puede admitirse el determinismo en este autor? ¿Puede decirse que somos los instrumentos de la evolución y que por consiguiente no tenemos la culpa de nada de lo que ejecutamos? ¿Puede afirmarse que la verdadera sabiduría está en el instinto? De ninguna manera. Y no se pueden aceptar esas teorías filosóficas porque lo verdaderamente valioso en la obra de Fernando González es su mensaje a la juventud. ¿Y qué objeto puede tener el tratar de reformar, moralizar, elevar de nivel a una juventud que está determinada a obrar? ¿Ni qué de efectivo tiene tratar de que una juventud sea casta y se autoexprese si se guía solamente por instintos?
De manera que estamos ante dos extremos opuestos: o se admite el hecho de que la juventud se puede corregir con una adecuada educación, o somos deterministas, vegetamos con el instinto y la idea de progreso no existe.
Otra forma de disculparse es su sentido de renunciación. «El único método para vivir que conserva la alegría, es vivir resistiendo al deseo que nos urge por el goce […]» [Viaje a pie]. Fernando González tiene pasiones intensas, lo tienta la mujer y cuando la tiene delante de sí, renuncia a ella (en sus obras) y le parece que ha ascendido en virtud y en desnudez. Se aguanta las ganas. Probablemente para estar de acuerdo, por una rara coincidencia, con su idea: «Quiero ser duro, porque en realidad soy blando» [Don Mirócletes].
Y para terminar, he aquí una síntesis típicamente envigadeña: ¿por qué no cambiar? «¿Soy acaso estacón de comino de alambrada de púas?» [El maestro de escuela].
El escritor
Fernando González tiene una bien ganada fama como escritor. Entre los estudiantes es generalmente respetado y querido, porque han sabido comprender la elevación de su mensaje. Puede afirmarse que se cansa de todo menos de ser original. Es indudablemente el escritor más original que tenemos entre nosotros Es un gran observador, y gustador atinado de las costumbres típicas de nuestros pueblos: sus descripciones de semana santa en Envigado son sumamente gráficas y realistas. Y toda la vida se ha mantenido peleando con todo y contra todos.
En el modo de pagar sus deudas se parece a Nietzsche, quien estaba acostumbrado a denunciar a los que más influencias habían tenido sobre él. Ataca a Mussolini, a Santander y a los jesuitas, porque de ellos tiene mucho en su alma. Truena contra la lectura, precisamente porque ha leído; ruge contra Colombia porque la quiere: dice que dos errores contra la naturaleza son el matrimonio y la propiedad raíz, y es casado y propietario.
Una de sus mayores ventajas es la de hacer composiciones de lugar con un número mínimo de frases y hacer sentir al lector en ese sitio: «Hoy, 13 de agosto de 1936, en un amanecer liviano que parece una gloria y al pie de una raíz de la ceiba del puente de la Ayurá […]» [Antioquia n.º 5]. Pues allá está el lector con él. O bien, veamos un amanecer: «Día glorioso de guayacanes florecidos y de ceibas recortadas en un cielo azul; al amanecer, nubes blancas, altas, en surcos, sonreían en oriente» [Antioquia n.º 8].
Como precisamente su virtud central es la originalidad, voy a tener que reproducir, originales, algunos de sus mejores pensamientos. Tienen que quedar así porque de otra manera pierden la gracia:
«Cuando un joven comprende que el secreto no está en lo que haga, en lo que diga, en el vestido, etc., sino en la energía interior, está maduro para la filosofía» [Don Mirócletes].
«Cuando nuestros conciudadanos […] se ponen a pensar, producen un sonido de cerrojo oxidado» [Viaje a pie].
«Caminan tiesos como imperativos categóricos» [Viaje a pie].
¿Y la receta para conseguir dinero? Aquí la tienen recién desempacada: «Para conseguir dinero son precisos un acto y una inhibición: el acto es coger el dinero, y la inhibición, no gastarlo» [Antioquia n.º 5]. Como pueden ver es una receta filosóficamente perfecta. Lo práctico no hace al caso.
Fernando González es un gran satírico. Donde apunta el arco de su ironía, deja muerte. Veamos varios ejemplos:
«Hay varios sistemas de ascender. Todos ellos consisten en apoyarse. Se diferencian en el modo de apoyarse y en el objeto en que uno se apoye. El más fastidioso y difícil para ascender es apoyarse en la lengua, porque es un músculo sin hueso» [Don Mirócletes].
«Esos franceses ingeniosos […] inventaron el matrimonio de tres: el marido que paga, la mujer y el amigo» [Viaje a pie].
«¿Cómo puede ser igual un hombre cuyas premisas aparecen, que otro cuyas premisas se ocultan detrás de los vallados?» [Antioquia n.º 2].
¡Ah, filósofo de las libretas de apuntes y del cuerpo desnudo al sol! En tu amor al sol te pareces a Nietzsche. Pueda ser que con ese modo tan peculiar que tienes de tratar a los que directa o indirectamente hasta ti llegan, no pongas a este tu humilde admirador en el disparadero de tus ironías, por haber tenido la osadía de acercarse a tu alma.
Ya es tarde. Sobre los campos de Envigado va tendiendo la noche acogedora su negro manto. A la derecha del camino que llega hasta la población, está una casona de estilo español antiguo. Por allá dentro de alguna habitación estará el filósofo embebido en un libro, soñando nuevas grandes empresas y rumbos, para la juventud que se levanta y que ha querido tanto. Fuera, al pie de la quebradita que pasa por el lado de la casa, están las ceibas, cuyos ramajes mecidos por el viento quién sabe qué raros secretos hablarán. Pero… si hay alguien que ha salido a contemplar la noche que se acerca, ¿será nuestro filósofo aquél que allá se mueve? Sí. Es él. Ahí está con la mirada dirigida a los cielos, contra los cuales se recortan —él lo dijo— las ceibas; esas ceibas de Envigado, centro espiritual del mundo. Y ahí junto a su pueblecito lo dejamos, soñador al fin, contemplando la noche que ya tendió su roto manto de estrellas…
Medellín, junio de 1943
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* Nota de Otraparte.org:
Dice Fernando González en la revista Antioquia n.º 7 (1936): «Con este aparecimiento del Haz godo he recibido un golpe mortal, pues reconozco que es un hijo mío monstruoso. ¡Pero fue por culpa de la madre, es decir, de la pseudo-juventud colombiana! Resulta que en este país no puede un pensador engendrar, porque le paren un ternero de cinco patas. Desde 1926, hace diez años, vengo predicando la continencia y la dureza. Quise crear bolivarianos, y resultamos con el Haz godo: unos monos que gritan y hacen gestos inmundos. Reniego pues de este hijo […]».
Fuente:
Davidson, Harry C. «Fernando González, filósofo de las ceibas». Revista Universidad de Antioquia, Medellín, n.º 59-60, julio de 1943, pp. 489-506. [Se revisaron y ajustaron las citas de Fernando González según las últimas ediciones de sus libros, cuyos títulos se incluyeron además entre corchetes al final de los textos entrecomillados].
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Harry C. Davidson [Harry Davidson Cutbill] (Medellín, 1922 – Bogotá, 1971) fue abogado, comerciante e investigador cultural. En 1945 se graduó en Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Antioquia, trabajó con diferentes casas extranjeras, entre ellas la multinacional International Telephone & Telegraph (ITT) y la United States Steel Corporation (U. S. Steel), e incursionó en la importación de vinos. A los 15 años fue director de El Scout, órgano oficial de la Tropa IV, y posteriormente publicó artículos y crónicas en periódicos y revistas como El Tiempo, El Espectador, Boletín Cultural y Bibliográfico (Banco de la República), Colombia Ilustrada, Letras y Encajes, Thesaurus (Instituto Caro y Cuervo), Revista Universidad de Antioquia, Estudios de Derecho (UdeA), Sábado y Revista de América. El Banco de la República publicó en 1970 el Diccionario folklórico de Colombia: música, instrumentos y danzas, proyecto editado en tres tomos y en cuya investigación invirtió alrededor de treinta años. Ver en YouTube la conferencia «Harry C. Davidson: una aproximación biográfica» del historiador Juan Gaviria.