El colombiano del siglo
Por Eduardo Escobar
Nadie puede estar seguro de si existe un honor o una ignominia escondida en ser elegido el hombre del siglo, en este país desenfrenado y en la mala hora de esta centuria de horrores, que se aleja entre hipos de sangre lo mismo que la pasada. Pero no tenemos más remedio que jugar el juego de la frivolidad mientras sobrevivimos. Contra el aburrimiento de los cocteles y los ciclos de la moda. O en busca de sentido. El mundo es la suma de estas controversias, después de todo. Una diatriba inoficiosa. Y los artistas, según Verdi, solo conocen la fama a través de la calumnia.
Todos estamos de acuerdo con la elección de García Márquez como el colombiano del siglo. Nuestro gran narrador piedracielista lo merece. Por su dignidad de artesano que nos consuela en el sórdido desorden de las balaceras. Porque su poesía, en el gran despropósito de esta nación borracha, representa una promesa de orden y restaura los derechos de la imaginación contra la ramplonería de la historia. Y por la dignidad de su vida, García Márquez realiza para mi generación el ideal del artista. Al comprometer su inteligencia y la gloria de su obra en el servicio de la utopía. La convivencia, la bondad y la justicia. Aunque suene beato. El dijo: con esta cantidad de fama… es un crimen no utilizarla políticamente.
Descontando las virtudes incontrovertibles del novelista y las razones del comité que tomó la decisión, otros colombianos hubieran merecido con parecidos títulos el derecho. Pudo haber sido una mujer el colombiano del siglo. María Cano para los sindicalistas. La Madre Laura para los sacristanes. Un indio como Quintín Lame. O como el Indio Amazónico, expresión de nuestras imposturas. Cualquier negro del montón achicharrado en Machuca. Un enano moral entre los que infestaron nuestros palacios de ayer, y hoy apestan los libros de historia. Alguna cabeza coronada entre las innumerables de la hidra que merodea por el Capitolio desde los tiempos de Mosquera. El médico cándido que esperaba curar el cáncer con cocidos de gallinazo. Pablo Escobar como ejemplo de nuestra bestialidad. Monseñor Pérez Arbeláez, que hizo el inventario de las granadillas, las pasionarias, las gulupas. Tomás Carrasquilla, nuestro Dostoievski, que nos inventó para la realidad y la literatura. Fernando Botero, que intoxica las calles de las grandes metrópolis con sus gordos sedantes. O el transeúnte que mañana escampará bajo este periódico. O usted. O yo. Que nos habituamos a llamar patria una catástrofe a fuerza de costumbre, por fidelidad, orgullo y amor, este frenesí que corre entre Leticia y Cartagena con su carga de aromas y pavores.
Yo hubiera apuntado a Fernando González como el colombiano del siglo, aunque es un escritor incomparable con García Márquez, a 1.800 metros de distancia sobre el nivel del mar. No por lo poco leído, traducido y popular, porque fue el primer suramericano que hizo del cristianismo una experiencia personal trascendiendo la superchería y lo exotérico, por lo ignorado y despreciado, ni porque consiguió la gracia de escribir como pensamos realizando un sano equilibrio entre el lenguaje escrito y el habla… Sino por lo necesario que resulta hoy para nosotros un maestro de escuela implacable. Un filósofo de la autenticidad que induzca la catarsis. Un pensador que nos enseñe el remordimiento. Señale el terror de la situación. Y estimule al mismo tiempo nuestro valor y nuestra autoestima.
Los colombianos, acostumbrados a postergar lo urgente, no reconocimos el genio de García Márquez hasta que volvió de México rico y coronado, cuando ya no necesitaba nuestro alborozo nacionalista. A González le dedicamos un museo en su pueblo. Y una mención lustral. Y vamos a leerlo cuando ya no nos sirva. No importa. Como dijo el propio Blacamán de la felicidad, al fin y al cabo tampoco es una obligación. Y tal vez nuestra vocación es la tragedia.
Fuente:
El Tiempo, octubre 27 de 1999, columna de opinión Contravía.