De la rebeldía al éxtasis

Por Ernesto Ochoa Moreno

Fernando González Ochoa es considerado el más original de los filósofos colombianos y uno de los más vitales, polémicos y controvertidos escritores de su época. Se enfrentó a la mentira colombiana y sus contemporáneos no le perdonaron la franqueza con que habló. Por eso fue excomulgado y olvidado. Sin embargo su verdad, que golpea y azota en sus libros, está aún tan viva que ha cobrado vigencia con los años.

De ahí que su obra sea más actual ahora que antes, lo que explica que 30 años después de su muerte (1964 – 1994) y a un año de cumplirse el primer centenario de su natalicio (1895 – 1995), dos de sus libros más representativos: Viaje a pie (1929) y Mi Simón Bolívar (1930), recientemente reeditados por la Universidad de Antioquia y la Universidad Pontificia Bolivariana, respectivamente, se encuentren entre los diez más leídos en Colombia en los últimos meses.

Fue Fernando González un espíritu rebelde y pugnaz, pero al mismo tiempo hondamente amador de la vida y de la realidad colombiana que fustigó. Logró forjar un pensamiento filosófico a partir de nuestra idiosincrasia, utilizando un lenguaje tan propio de nuestro pueblo que le valió ser calificado de mal hablado. Fue un «maestro de escuela» que escandalizó y al mismo tiempo abrió derroteros hacia la autenticidad. Lo condenaron por ateo y, no obstante, fue un místico. Escribió en una prosa limpia e innovadora, pero «para lectores lejanos». Se proclamó maestro pero, según sus mismas palabras, no buscaba crear discípulos, sino solitarios. Su obra es siempre nueva, fresca y conturbadora. Y su vida fue eso: un viaje de la rebeldía al éxtasis.

Otraparte, en Envigado

El 16 de febrero de 1964, en su casa de Envigado (Antioquia), que él había bautizado «Otraparte», un infarto tronchó la existencia de Fernando González. «No se dirá murió, sino lo recogió el Silencio», había escrito. Atrás quedaban 69 años de lucha, un puñado de libros llenos de vibración y de verdad, un camino solitario hacia la Intimidad y una enseñanza de vida para ser descubierta por quien se acerque sin prejuicios a sus obras.

Había nacido en Envigado, «en una calle con un caño», el 24 de abril de 1895. «Yo era blanco, paliducho, lombriciento, silencioso y solitario. Con frecuencia me quedaba por ahí parado en los rincones, suspenso, quieto. Fácilmente me airaba y me revolcaba en el caño cada vez que peleaba con los de la casa».

Nació para la rebeldía. «Mi madre me parió cabezón, pero infiel». Lo expulsaron de primaria las hermanas del Colegio de la Presentación de Envigado porque después de un castigo les gritó: «¡Hermanas cagonas!». Lo echaron los jesuitas de quinto de bachillerato porque leía a Nietzsche y se empecinó en negar ante el padre Quirós, profesor de filosofía, el primer principio: una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo.

Ahí está ya planteado el camino de Fernando González. No era rebeldía, sino búsqueda de la verdad, de la autenticidad. Destruir la mentira para encontrar la verdad. Toda su obra tendrá una explicación a partir de esa actitud. Desde Pensamientos de un viejo, que publica a los 21 años, y su tesis de grado El derecho a no obedecer, título rechazado por el jurado y sustituido por uno bien simple: Una tesis (1919), hasta su última obra La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (1962) y Las cartas de Ripol, publicada en 1989, Fernando González fue eso: un maestro de escuela que enseña autenticidad y para ello todo lo destruye, porque todo es mentira. Un viaje metafísico, un viaje místico.

La metáfora de la realidad

Para sus contemporáneos el escritor envigadeño era inaceptable. Hablaba de la realidad de cada día, de lo que estaba sucediendo, con nombres propios y apellidos, en el lenguaje que todo el mundo usaba. Por lo demás, instauró una prosa directa y limpia de retórica y alambicamientos literarios. Por eso lo condenaron, desde el arzobispo de Medellín, quien prohibió bajo pecado mortal la lectura de sus libros, hasta los políticos e intelectuales de su época. Por ello se explica que cuando el filósofo francés Jean Paul Sartre lo propuso como candidato para el Premio Nobel de Literatura, la Academia Colombiana de la Lengua lo hubiera descalificado ante sus colegas suecos.

La realidad para él era una metáfora. No odiaba a nadie, pero fustigaba a una persona con nombre propio cuando veía en ella el símbolo de una mentira que había que destruir. Y cuando descubría en un personaje, histórico o de la cotidianidad, el emblema de una virtud o el señalamiento de un camino, lo ensalzaba hasta la exaltación. Porque fue un apasionado. Y sus pasiones desataron ira e incomprensiones. Pero lo dicho: era la pasión por proclamar la autenticidad.

Sin esta clave no es fácil entender sus libros. Su amor por Bolívar fue una proclama enardecida de la autenticidad latinoamericana. Su diatriba contra Santander, una condena sin paliativos del leguleyismo y la falsedad de nuestra vida republicana. Su consigna de «antioqueñizar la Gran Colombia», un himno al vigor de un pueblo, y su sarcasmo frente a Santa Fe de Bogotá, un desnudamiento de los vicios del centralismo y los manejos del poder. Y así, todos los nombres de políticos y personajes que aparecen en sus libros: Juan Vicente Gómez, a quien llamó Mi Compadre (título de una obra suya sobre el dictador venezolano y quien fue padrino de bautismo de Simón González, el mago de San Andrés), Mussolini, quien lo echó de Italia porque criticó el fascismo (ver su obra El Hermafrodita dormido), y los sacerdotes de Medellín, y sus negociantes gordos del Parque de Berrío, y los gobernantes y los tinterillos, etc., no se lo perdonaron nunca.

Detrás de la anécdota

Son muchas las anécdotas que se cuentan de Fernando González. La leyenda que cobija al rebelde, al anatematizado, ha creado al amparo de su irreverencia un cierto mito sobre su vida. Son graciosas muchas de ellas, aunque hay que trascenderlas hacia el meollo de su enseñanza. Y hay que entenderlas como risa sarcástica del crítico, del que se deleitaba en descubrir las mentiras de la sociedad.

Como aquel fallo que dio siendo juez, por el que entregó al Estado una herencia dejada por una señora rica al Niño Jesús de Praga, en espera de que los padres del menor vinieran a reclamarla. O como cuando, de cónsul en Bilbao, al ser interrogado sobre el dramático caso de una tribu de antropófagos que en Colombia se habían comido a unos misioneros capuchinos, lamentó el mal gusto de nuestros indios al acudir a tan desagradables viandas para su dieta alimenticia.

Pero las anécdotas en Fernando González son sólo cenizas de una existencia vivida con ardentía, «a la enemiga». Por eso escandalizó a sus contemporáneos, quienes le enrostraron su lenguaje donde las palabras proscritas eran utilizadas con una finalidad inocultable de hablar claro y sin los rodeos y melindres de una cultura falsamente pudorosa y copiadora de mentalidades extranjeras.

Para lectores primerizos

Lo importante, para encontrarse con Fernando González, no es oír hablar de él, sino hundirse en la lectura de sus obras. Para quien se acerque desprevenidamente, esa lectura será un descubrimiento. Ahí, en sus libros, hay que abrevar para encontrar un mensaje de salvadora rebeldía, de autenticidad, de vitalidad, de emoción ante la vida, de búsqueda incansable de la verdad, de sinceramiento ante uno mismo, ante los demás, ante Dios. Porque Fernando González, del que siempre se ha presentado un estereotipo de irreligioso y ateo, de pensador asistemático y contradictorio, de iconoclasta empedernido, fue un místico que viajó a la Intimidad con fervor, que plasmó una filosofía con un hilo conductor desde el principio hasta el fin, un forjador de idearios para nuevas juventudes, más allá de su tiempo, más allá de él mismo. «Yo no creo discípulos, sino solitarios». Esa fue su labor de «maestro de escuela», en una Colombia que no lo comprendió pero que ahora empieza a redescubrirlo. No sólo maestro, sino, a la vuelta de los años, compañero de este solitario viaje de la rebeldía al éxtasis en que, querámoslo o no, todos estamos embarcados.

Fuente:

Ochoa Moreno, Ernesto. «De la rebeldía al éxtasis». El Colombiano, Medellín, viernes 21 de abril de 1995, p. 2D.