Fernando González
en su época
Por Gonzalo Cadavid Uribe
Entre abril de 1895 y febrero de 1964 transcurre el tiempo de Fernando González. En la primera fecha nace; en la segunda muere. Entre ambas, vive. Y ese vivir, ejercido en tensión agónica, es lo que interesa. Lo que interesa porque esos años del discurrir incesante del mundo fueron saturados por una personalidad que supo crearse su trastiempo, su perduración y su renombre. Cuando vi que a esta lectura mía se le había titulado “Fernando González y su época” temí que se me hubiera invitado a establecer la dicotomía vulgar entre el personaje y su época; es decir, que se pidiera de mí estableciera las dos realidades que existieron paralelas de 1895 a 1964: por un lado, Fernando González; por el otro, su época. Pero las dudas y temores se disipan cuando empiece por declarar que en realidad mi lectura debe llamarse “Fernando González en su época”. Cuál es esa época, es lo que yo quisiera que resultara claro en esta lectura.
Porque cuando uno se sitúa frente a personalidades que desbordan su época histórica, no sabe, en realidad, qué época espiritual puede fijarles. En el caso de Fernando González, parece que su muerte física hubiera empezado a situarlo en la conciencia de su pueblo. Muerto él, ya empieza a parecer que había allí un hombre. ¿Cuántas conferencias se dictaron sobre González cuando aún estaba vivo? ¿Cuántos críticos se ocuparon de su obra? Desaparecida su presencia física, ya todos los adolescentes en trance de inmortalidad, toda esa fauna atrabiliaria y succionante que cobija su ineditez con los fulgores mortecinos de su resentimiento, empiezan a proclamar que lo visitaron en su retiro y lo comprendieron en su silencio. Más fructíferas lecciones hubieran recibido si lo visitaran en sus libros y trataran de comprenderlo en su hablar. González nos angustiaba porque nos definía. Frente a él no cabía sino callar, porque su acusación continúa viva: es más, continuará creciendo día a día, a medida que los defectos que él trató de desenmarcar y combatir persistan en nuestra psique de pueblo resentido y acomplejado.
Cuando Javier Arango Ferrer escribe que González es “el anti-López de Mesa” está sacrificando un mundo para pulir una frase. A fuerza de pretender decir mucho, cae en el sinsentido. Todo hombre es el anti-todos mientras más sea él. La personalidad nos define impidiéndonos parecemos a otro. En cuanto empezamos a parecemos empezamos a desvirtuarnos como individualidades. Pecado colombiano éste de tratar de enaltecer a una personalidad en detrimento de otras. No hay época histórica a la que colme una sola y única personalidad, por vigorosa que se la juzgue. Si el hombre no tuviera contemporáneos que pudieran igualársele, su potencial de vida se anularía en el vacío. La grandeza es una perspectiva; una perspectiva que sólo puede ser captada cuando se la pone en un plano de historia donde hay individualidades situadas a diverso nivel. Pero el hombre grande vive siempre en posteridad, parece que estuviera esperando el día siguiente para empezar a vivir. Cualquier día siguiente, el que viene inmediatamente después de su muerte, o el que vendrá años o siglos después de ella. No importa; la personalidad de un hombre grande es un banco sobre el cual no puede girar sino la descendencia. Sin embargo, esa descendencia necesita acreditar los derechos que tiene a vivir de esa gloria. Y no los acredita sino superando al personaje de quien pretende vivir. González será entendido cuando sea superado.
Llegará entonces la época de Fernando González. La época de un hombre es aquella en que sus verdades empiezan a convertirse en axiomáticas. Es la edad de sus verdades más que la de él. El axioma asesina a su autor porque para esto nace el pensador, para ser triturado por su creación. Para abolirse cuando ésta se asiente. Para ser el Cervantes de Don Quijote. Cuando Eróstrato pretendía quemar el Templo de Éfeso, confesaba que aquella hazaña le daría más renombre que al arquitecto que lo había edificado, pues de éste no se sabía ni siquiera el nombre, en tanto que la fama del destructor pasaría vinculada a su apelativo. Hay quienes se perpetúan destruyendo. Entonces sobrenada el nombre nudo, seco, escueto. Pero de quien se perpetúa construyendo queda su creación, aunque su nombre desaparezca.
Para una sociedad que se presiente nueva cada día y que cada día se va haciendo, no sabemos qué casilla estará reservada a la obra de González. Acaso en esa sociedad sea González un místico, como empieza ya a serlo en ésta. Si no hubiéramos pasado tan presurosamente por sobre la creación literaria antioqueña de fines del siglo pasado y sesenta primeros años de este siglo, no hablaríamos tan a tontas y locas de “antis”, de genios ni de inmortales. Cada generación es un contrapunto de sí misma. Como manera total de vida que es, no puede jugar su prestigio al azar de una sola carta, aunque esta carta sea la que, para sus contemporáneos, se resiente de falta de perspectiva histórica. El verdadero contemporáneo del hombre grande es su posterioridad. Somos los contemporáneos de Cervantes y de Platón, de Santo Tomás y de Dante, de Sócrates y Plotino. Bolívar preside nuestra cotidianidad, y a Núñez nos parece encontrarlo a la vuelta de cualquiera esquina. Libertamos a don Antonio Nariño de las cadenas que le ciñeron los rábulas de todos los matices y rescatamos de las garras de “las euménides” el corazón afligido de Suárez. Con ellos, con todos ellos, sentimos una comunidad de intereses e ideales más honda, más aguda y más creadora que con estos trapisondistas de hoy, fulleros jugadores de barajas margadas, asesinos, rateros, profesionales de la contumelia, en cuyas manos agoniza una patria sin dignidad ni decoro.
Vendrán en inexorable encadenamiento los contemporáneos de González, López de Mesa, Carrasquilla, León de Greiff y Suárez. Al citar estos cinco nombres, más o menos pertenecientes a un mismo ciclo creador, estamos nombrando lo más eximio de la creación literaria colombiana. Son gentes que pueden redimir de su pecado de insubstancialidad a cualquiera literatura. A la literatura colombiana aportaron su seriedad sustantiva. Son una categoría dentro de las letras castellanas de todos los tiempos. Cada uno es el “anti” otro en la misma forma en que, en el arcoíris, el verde es el “anti” rojo. Cualquiera de ellos que pretendiera olvidarse quebraría por su base la armonía de los contrastes que es esencial a toda cultura. Para hablar de la época de Fernando González es menester nombrarlos a todos ellos, como a dioses mayores.
Esto cabe para la época histórica ya clausurada, como para la época emocional, si así pudiéramos decir, que un día vivirán todos ellos, no hay duda. El hombre colombiano que dentro de cincuenta o cien años nutra su alma de ciudadano de un pueblo “desarrollado” con las ideas de González, tendrá que acudir a los otros cuatro nombrados para situarlas en su exacta justeza. Porque a través de todos estos mundos que adivinamos en los cinco creadores citados corre una especie de vía láctea que los hace pares y semejantes, como que cada uno de esos mundos y todos ellos brotan de uno común a sus creadores, donde los valores estaban sustentados en la fe de las almas y en la mística de los corazones, y un hálito de eternidad aprestigiaba los momentos. Bajo la inspiración de los cinco arquitectos de eternidad que hemos nombrado, la literatura antioqueña realizó la conquista más importante de ella: el hombre. La literatura antioqueña es, por sobre todo, el continente donde el hombre cabe, donde la criatura es exaltada. Esto lo salvará de un hundimiento definitivo.
Partiendo del hombre, López de Mesa asienta la mística irrevocable de su lírica serena y convincente, y Carrasquilla viste su escafandra de buzo que camina los senderos del quieto mar de las almas infantiles para encontrarse cara a cara con la tradición, y Suárez se levanta desde la oscuridad de la zahúrda para recostar su pluma sobre el costado del corazón de Dios. De Greiff suelta la onda rumorosa de su canción para que corra por toda la planicie del alma de la estirpe como una cinta de música que se regara sobre un lecho de sonrisas, y González se hunde en la Intimidad sin orillas, ansioso de Dios, viajero a pie por el camino de deslumbramientos a cuyo término último está el Señor donde todo se hunde y todo se salva.
Como humana, la creación literaria antioqueña ha sido sustancialmente religiosa. Siempre la afirmación del valor del hombre conlleva la del valor de la presencia divina, como que el hombre no puede pensarse sino desde la divinidad para poder pensarlo grande. El escritor antioqueño no ha hecho más que viajar desde el centro de sí hasta el centro de si, pasando por el corazón de Dios. La época de Fernando González es y será la época de valorización del hombre. Mientras éste valga, aquella mantendrá su vigencia. Es por lo que el hombre debe soportar ahora los excesos de su devaluación espiritual, por lo que no vivimos precisamente una edad donde Fernando González valga lo que representa. Pero como esas minas que duermen su sueño de oro en los ignorados subsuelos, los escritores descansan, a veces, años y siglos en la placidez de su olvido. Se sabe que están en alguna parte, pero nadie los busca. Parece que el mundo pudiera vivir sin ellos. Sin embargo, un día llega el explorador de almas que descubre aquellos filones permanentemente ricos y de cuyo silencio se había nutrido la vocación de eternidad que acosa al tiempo transeúnte. Todo lo que el hombre halló un día como soporte capaz de sostener su vuelo perdura mientras haya hombres que inicien el vuelo que ha de llevarlos de su carne a su espíritu. Bajo un rumor de vuelos espirituales, un día se levantarán las palabras de Fernando González para fortalecer la voz de generaciones rebeldes. Nacerá “el gran mulato”, y a su fervor irá creciendo una patria digna. Será entonces llegada la época de Fernando González.
Aquella época vivirá de una mística que habrá de nutrirse en las visiones espirituales de ese gran solitario que fue durante toda su vida Fernando González. El solitario verdadero no es el hosco señor de horca y cuchillo que asienta sus resquemores en la absoluta falta de compañía. Es solitario el que en el diálogo cordial pone a cada hombre frente a su propia verdad, lo invita a visitarse a sí mismo, lo enclaustra en su personalidad sin asidero real. Para esto, el instigador de personalidades no puede sino estar en compañía de Dios. Solos en la eternidad y en lo inespacial Dios y él, se inicia el diálogo entre creador y criatura que ha de salvar al hombre del destino de su fugacidad. El místico es siempre un habitante de lo eterno que no cabe en medida humana, pero se acopla a todas las medidas humanas, como un agua a quien se impone la forma que ha de tomar. Como Pascal, Fernando González se vigorizó en la búsqueda de un Dios que no era nada distinto a su Intimidad misma. Sus obras son diálogos en los que las preguntas de lo trascendente apenas podía oírlas González mismo, pero cuyas respuestas vienen cargadas de significaciones, pesadas de intenciones. No se comprenderá a González si no se le piensa en diálogo con Dios, en busca de su yo y en modelación permanente de su estirpe. De una estirpe que habrá de salir de ese diálogo y que sólo en él hallará justificación. La época de Fernando González será una época deísta, esencialmente religiosa. Presidida por un Dios combativo, como aquel que fuera nombrado Jehová por los impetuosos profetas y reyes, encontrará la plenitud de su vigor en el surgimiento magnífico de la Intimidad que colma la personalidad del hombre en afirmativa ascensión.
En la época de los solitarios creadores, Fernando González será el épico cantor de la gran soberbia que hay en la soledad, porque supo, en medio de un mundo de soledades renegadas, acompañarse de Dios para crear la única compañía posible al escultor de su propio futuro.
(1964)
Fuente:
Viaje a la presencia de Fernando González (catálogo). José Gabriel Baena (compilador). Contiene textos de Gonzalo Cadavid Uribe, Leonel Estrada, Carlos Jiménez Gómez, Ernesto Ochoa Moreno, Alberto Restrepo González y Marco A. Mejía. Medellín, Biblioteca Pública Piloto de Medellín para América Latina. Tres ediciones: marzo de 1994, mayo de 1995 y junio de 1995. Con ilustraciones de Horacio Longas.