Misioneros escabechados
Por Lucas Caballero (Klim)
Estando Fernando González como cónsul de Colombia en Bilbao*, una tribu del Bajo Putumayo se comió a tres abnegados misioneros capuchinos que esparcían el polen de la fe en esas ignotas regiones de la patria. Esos santos mártires, que hoy deben estar gozando de la Eterna Luz, se llamaron en vida Fray Ambrosio de la Paella, Fray Lucas de Jerez y Fray José de la Puñeta.
El caso fue muy lamentado. Y cuando llegó la noticia a España, los reporteros bilbaínos, como personeros del dolor nacional, se trasladaron al despacho del cónsul para exigirle explicaciones. Fernando González, formidable escritor, autor de Viaje a pie, Mi Simón Bolívar y otros libros de gran salida, no es un católico muy aplicado. O no lo era. Lo cierto es que no tomó el caso demasiado a lo serio y le dio un tratamiento que se consideró irreverente. El texto de ese reportaje, una encantadora tomadura de pelo a la gravedad hispánica, reposa bajo varias llaves en los Archivos Secretos de la Cancillería. Hoy, por primera vez, ha sido reconstruido para esta página por un alto funcionario de esa dependencia, el cual nos ruega reservar su nombre. Advertimos: no es Alfredito Vázquez.
* * *
—Señor Cónsul, ¿os habéis enterado? ¡Unos compatriotas vuestros han pasado a manteles a tres reverendos capuchinos que sembraban la fe en una de esas tierras vuestras, olvidadas de Dios!
—Sí, me he enterado y estoy confundido. El nivel de vida de los colombianos había subido mucho en los últimos años y me siento apenado por ellos. Nunca pensé que mis compatriotas tuvieran que volver a comer otra vez viandas innobles, alimentos fétidos… ¡Nunca!
—Entonces, señor Cónsul, ¿aceptáis que en Colombia, vuestra patria, se practica la antropofagia?
—No podría decir que no sin faltar a la verdad. Pero hoy, ya no tanto. Yo mismo, cuando niño, fui antropófago. Probé carne de infante: tierna, delicada y de mucho alimento. Con salsa de manzana queda riquísima. Sin embargo, la de los niños muy pequeños, de pecho, no es lo mismo. Por mucho que se la adobe siempre queda sabiendo a caca. ¡No se las recomiendo, amigos!
—Qué horror, señor Cónsul. ¡Y vos que parecíais una persona decente! Decidnos: ¿habéis comido misionero también?
—No, carne de misionero no he comido. Dicen que es tiesa, acordonada y frondia. Y me lo explico. Los misioneros, después de las del bautismo, no vuelven a recibir nunca más aguas. Pero los he visto matar y sé también cómo los preparan…
—¡Horror otra vez! ¿Y cómo los matáis y os los coméis, si se puede saber?
—Los matamos a flechazos. Pero eso sí, con flechas envenenadas para que no sufran. Luego los desvestimos completamente y les rapamos la barba. Trenzada, sirve para tejer chinchorros, alpargatas, mochilas y toda suerte de artesanías. ¿Ven ustedes este lindo tapete? Permítanme que me persigne. La parte rucia fue elaborada íntegramente con material suministrado por un anciano capuchino, Fray Bartolomé de Pontevedra. Era un santo. Y la parte negra no recuerdo. A lo mejor debió ser con pelo de monja… Pero sigo con lo mío. Las sandalias y la ropa de los misioneros sacrificados, por su alto contenido de pecueca y malos humores, se utilizaban antes para pescar, como substitutos del barbasco, otro veneno violento. Pero el gobierno los prohibió. Los peces sufrían mucho. Tenían una expresión horrible después de muertos…
—Bien, señor Cónsul, y cuando ya los tenéis así, ¿qué más, Dios Santo, hacéis con ellos?
—Los ensartamos en una vara. Se les mete por abajo, por el ojo de la infamia, y se les saca por arriba, por la boca, para empujarles de paso sus dentaduras postizas. Bien desinfectadas, y aseguradas con un bejuco, las usamos como collares. Ahora, infortunadamente, no tengo ninguno para mostrarles. Eso lo aprendimos de un tío muy bruto, Francisco Pizarro, paisano de ustedes. Así mató él a Atahualpa, alma bendita. ¡Pero sigamos! La vara, ya con el misionero ensartado, se coloca atravesada sobre dos horcones y se le mete candela por debajo, dándole vueltas continuamente, hasta que el santo catequista queda completamente dorado… El olor es hediondo. Pero es que entre nosotros hay un cariño enorme por los españoles.
—Atiza, ¿y todos los colombianos sois así? ¿O simplemente los putumayos?
—Éramos. Ya no. Es que los putumayos, por la pobreza de la tierra que les tocó en el reparto, no pueden criar vacas ni animales de carne fina. Por lo general comen micos, y en épocas de gran escasez, como la presente, misioneros. Pero no crean ustedes que lo hacen por ojeriza o mala voluntad. No. Lo hacen por necesidad. Los putumayos son de natural pacífico. Ustedes pueden averiguar con su embajador en Colombia, y él les dirá que en los tiempos normales los misioneros los bautizan, les dicen misa, les enseñan el catecismo y hasta los casan, y los putumayos se dejan sin hacerles nada. Claro que si ustedes consultan los estudios del naturalista y botánico José Celestino Mutis, un compatriota de ustedes que a pesar de serlo resultó sabio, verán que él, al referirse a los putumayos, desacierta. Dice: «Tribu feroz, de antropófagos y pederastas». Sí. Eso dice Mutis, pero lo dice de oídas, porque los putumayos son todo lo que ustedes quieran menos eso último. No están suficientemente civilizados para permitirse esos refinamientos. Para mí lo que pasó fue que Mutis oyó decir que los putumayos se comían a los niños, y como en España comerse a los niños es otra cosa, él, que lo repito, era naturalista, tomó el rábano por las hojas…
—Señor Cónsul, perdón, pero ¡creed que no nos sentimos nada orgullosos de haberos descubierto!
—No tiene importancia. Y además los que nos descubrieron no fueron ustedes. Pero continúo: cuando el misionero ya está dorado, se le quitan las partes hediondas, que prácticamente son todas, y se botan lejos, en las aguas del río Caquetá. Caquetá, de Caque, caca, y Tá, corriente, quiere decir en lengua indígena, corriente de… bueno, ustedes saben de qué. Y a la mesa sólo se llevan las partes aprovechables, que desgraciadamente son muy pocas. La lengua, que cuando el misionero no sufre del hígado, es limpia y rosada. Se prepara a la vinagreta y es un bocado muy apreciado, especialmente porque quienes la comen resultan hablando el castellano con ce y zeta. Como el Gran Curro, Francisco Franco. Los ojos, porque hay la creencia de que los de los misioneros son los ojos de la fe, y pensamos que comiéndonoslos vamos a ver en vida al Supremo Hacedor. Y las criadillas, con las cuales se prepara un caldo de gran fuerza hormonal y tremenda potencia demográfica, llamado el Putu-Putu, o sea, en idioma nativo, el Omnipreñe. Como ustedes comprenderán, yo no le he probado, pero dicen que basta un sorbo para que una mujer, aun cuando jamás haya visto a un varón en su vida, quede templada y esperando… Hoy, mis amigos, cuando la natalidad excesiva se está convirtiendo en una amenaza para la Humanidad, los Laboratorios Quibi S. A., colombianos, de un millonario loco, Mario Laserna, están pagando las criadillas de capuchino a treinta centavos el juego, a fin de preparar un suero anticonceptivo llamado el Anti-Putu. ¡Pobres misioneros!
Decid, por último, anunció el Cónsul, que lamento doblemente lo ocurrido: por los santos catequistas desaparecidos, desde luego, pero más todavía por lo que ello significa como índice de que en mi amada Colombia inmortal el nivel de vida ha descendido. Todo me dice que mis hermanos putumayos tienen hambre. Que están comiendo porquerías otra vez. Estoy triste, muy triste, amigos. ¡Ahuequen, pues! (Punto final).
* * *
España, a causa de las declaraciones del Cónsul, estuvo a punto de romper relaciones con nuestro país. El embajador, Gilberto Alzate Avendaño, tuvo que presentar oficialmente excusas y condecorar después de muertos, con la Cruz de Boyacá en la categoría de Santos Mártires, creada exprofeso para tan luctuosa ocasión, a Fray Ambrosio de la Paella, a Fray Lucas de Jerez y a Fray José de la Puñeta.
¡Paz a sus tumbas! Es decir, ¡paz a los putumayos que se los comieron!
Fuente:
Caballero, Lucas (Klim). «Misioneros escabechados». Periódico El Tiempo, miércoles 15 de agosto de 1973, página 3-B.
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* Nota de Otraparte.org:
Este artículo, atribuido a Fernando González y difundido ampliamente con el título «De antropofagia y otras ternuras», fue escrito por el periodista bogotano Lucas Caballero (Klim), basado seguramente en un hecho real que Fernando González le narró a Félix Ángel Vallejo y que aparece en el libro Viajes de un novicio con Lucas de Ochoa (1960):
… Para un indio antropófago colombiano, lo más asqueroso que hay es un español barbudo y calzado…, un capuchino…
… El general Rojas les regaló a unos capuchinos sevillanos una finca, avioneta y unos novillos… Pero ellos escribieron a España diciendo que deseaban volver a Sevilla cuanto antes, porque «estas cosas por aquí no valen nada, y, además, los antropófagos se comieron un capuchino…».
Yo les escribí una carta en que les decía más o menos:
«… ¡Eso no es cierto…! El indio colombiano vomita cuando ve un capuchino barbudo… No puede ser verdadero, porque la carne capuchina les sabe dulzona…; ¡tal vez si hubiera sido un jesuita…!; pero, ¿un capuchino…? ¡Nunca…!».
Ilustración del artículo
original en El Tiempo.