Una primera aproximación
a Viaje a pie de F. G.

Por Joe Broderick

En 1995, al celebrar los cien años del natalicio de Fernando González, los directivos de la Casa de Antioquia en Bogotá me invitaron a dictar una conferencia sobre la vida y obra del escritor. La noche de mi charla, entre el público estaba el Maestro Guillermo Abadía Morales, gran autoridad sobre el folklore colombiano, que fue amigo de Fernando González y, si no estoy mal, el encargado de distribuir en Bogotá la revista Antioquia que González editó en un total de diecisiete números durante la década de los treinta del siglo pasado. En el centenario del nacimiento del Maestro de Otraparte —como Fernando González fue conocido en sus últimos años de vida—, su amigo Abadía ya había cumplido los noventa. Se mantenía como un roble, pero le fallaba el oído. Tal vez por eso se sentó en la primera fila de la audiencia para escucharme. Me impresionó su adusta presencia; era alto y delgado, con la figura de hidalgo que asociamos con el Quijote. Yo estaba consciente de su sordera y me esforcé para hablar más duro que de costumbre. El hecho es que siempre, al dirigirme a cualquier grupo de oyentes, me cuesta trabajo quedarme quieto. En vez de sentarme juicioso detrás de un escritorio y hablar por micrófono, suelo moverme de un lado a otro. Me gusta observar la reacción de los oyentes, ver la expresión de sus rostros. Aquella noche, el Maestro Abadía, estando tan cerca de mí, erguido en su butaca, me seguía con la mirada en todo momento, girando la cabeza continuamente de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como quien observa un partido de tenis, o de ping-pong.

Nunca supe si me había escuchado bien. Tan sólo me enteré de que, unos días después, él mismo dictó una charla sobre Fernando González. Un amigo común grabó su intervención y me regaló el cassette. En su conferencia, Abadía se refiere a la mía, pero no para comentar mis opiniones. A lo mejor me había oído bien pero no consideraba mi charla lo suficientemente interesante como para merecer un comentario. Se limitó a decir simplemente que “Broderick no es académico. Es, como nosotros, ¡peripatético! Tal vez porque entiende que uno, andando, puede aprender algo, pero que sentado corre el peligro de quedar dormido”.

Peripatético, ciertamente, fue Fernando González. Y en Viaje a pie, un libro de su juventud que vamos a saborear aquí, da síntomas de su intención de seguir caminando sin cesar, y de andar siempre “atisbando”, para emplear uno de sus gerundios preferidos. Toda la vida los gerundios le atraían de una manera especial, pues insinúan algo esencial en su percepción de la existencia del hombre: a saber, que nada está acabado, que todo se está haciendo, y que si uno no entiende las cosas así, corre el riesgo de quedar, como, según él, quedan con frecuencia los hombres colombianos, “colocados, casados y muertos”.

En 1928, entonces, a los treinta y tres años de edad, inició la caminata que luego sería registrada en este libro. Salió de Medellín, en compañía de un amigo. “Ibamos, pues, de cara al oriente, trepando a Las Palmas por el camino bordeado de eucaliptos, entregados a nuestro amor a la juventud, al aire puro, a la respiración profunda, a la elasticidad muscular y cerebral. Bajaban serranos y serranas, vacas y terneros, todo oliendo a leche y a cespedón”.

Su meta: llegar primero a Manizales por entre las montañas y de allí seguir, también a pie, hasta Buenaventura. Era el mes de diciembre, y Fernando anota en su diario: “Cielo azul pálido, quieto el ambiente. Somos muy felices fisiológicamente. El Pacífico debe estar rutilante. Todos venimos del mar. Nuestras células son zoófitos marinos, nadan en soluciones salobres”.

Desde el inicio, entonces, hay identificación: el paisaje y el individuo son una sola cosa, tierra y mar forman parte de uno mismo, nada en el mundo, ni lo más hermoso ni lo más horripilante, puede ser ajeno a Fernando González Ochoa. Él podría decir con Walt Whitman: “En mí caben multitudes”.

Su celebración del entorno hace eco de ese mismo espíritu whitmaniano. Pero a diferencia de Whitman, en cada página luce un humor burlón, una veta satírica que lo iba a convertir, con el tiempo, en el autor colombiano más divertido de la primera mitad del Siglo XX, el más vitriólico, además de ser tal vez el mejor escritor en prosa de su generación. Las obras de Fernando González están redactadas en un lenguaje directo, coloquial, muy diferente de la exuberante retórica típica de los prosistas de su época. Encima de eso, constituían un látigo mordaz, y en extremo humorístico, para sus contemporáneos. Lo vemos en una tónica de sátira desde el comienzo de su Viaje a pie, subiendo la montaña hacia Las Palmas, cuando lanza un primer dardo a los suyos:

“Entramos a despedirnos de parientes que veraneaban por allí, gente sedentaria, que al vernos de viajeros a pie, nos miraban tristemente como a vesánicos. Ninguno de nuestros conciudadanos (si es que en Colombia aún tiene uno conciudadanos) podía comprender nuestros motivos. Para ellos, se camina cuando se va para la oficina, cuando se viene del mercado. No está aún en las posibilidades mentales de nuestro pueblo el comprender los fines interiores. Cuando nos ven hacer gimnasia, nos miran con ojos espantados. Una de nuestras criadas huyó de la casa después de vernos hacer los movimientos de Ling, diciendo que no trabajaba en casa de locos”. (Es evidente que, en aquellos tiempos, no existía el negocio de la cadena Body Tech, ni la afición por el Yoga y el Tai Chi que están tan de moda ahora).

“En cada pueblo,” continúa el viajero, “encontramos jovenzuelos montados en mulas orejonas que nos miraban como a seres extraños. (…) La señora de la fonda ‘La Ciénaga’ nos dijo que si su marido no hubiera estado allí para recibirnos, ella nos habría hospedado en el cuarto de los sospechosos. Todos nos repetían: Yo, teniendo los veinticinco pesos que cuesta la mula, no me metería por aquí a pie. Nuestro pueblo es muy tímido e ignorante: las frutas hacen daño; bañarse es perjudicial. Dicen: La cáscara guarda al palo. Todos parecen educados por el padre Guevara”.

Y Fernando termina el pasaje con una burla a sí mismo: “¿Qué haríamos? De pueblo en pueblo, montados sobre este esqueleto de los Andes, a pie, iríamos repartiendo nuestros retratos de andarines, circuidos de estas leyendas: Voyage autour du monde; around the world. Se hablan ocho idiomas, entre ellos el medellín y el chibcha. Contribuya con su óbolo para este viaje que hará progresar la industria del alpargate”.

Pero antes de proseguir en este camino, vamos un poco atrás. ¿Cuál había sido —nos preguntamos— la trayectoria de Fernando González en los años anteriores al día en que salió de Medellín con su amigo Benjamín? Bueno, para comenzar, cuando aún cursaba el quinto año de bachillerato, a los dieciséis años de edad, fue expulsado del colegio San Ignacio; los padres Jesuitas lo encontraban leyendo a Nietzche y a Kant y, peor aún, contagiando a sus condiscípulos con sus serias críticas a la religión católica y sus dudas sobre la divinidad misma de Jesucristo. Se burlaba del Padre Quirós y su insistencia en lo que llamaba “el primer principio filosófico” según el cual “una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo”. Fernando le preguntó: “¿Cómo se prueba la verdad del primer principio?”. Y el profesor se limitaba a decir: “Ese es el primero; ese no se comprueba”. El alumno quedó desconcertado. No aceptaba que una filosofía eminentemente racional prescindiera, y menos en un caso tan fundamental, del uso de la razón.

“Luego le negué todo al padre Quirós,” confesó Fernando González años más tarde. “El padre me dijo: Niegue a Dios, pero el primer principio tiene que aceptarlo, o lo echamos del colegio. Yo negué a Dios y el primer principio, y desde ese día siento a Dios. (…) Desde entonces me encontré a mí mismo, el método emotivo, la teoría de la personalidad: cada uno viva su experiencia y consuma sus instintos. (…) Mi vida ha estado dedicada a devolverles a los Reverendos Padres lo que me echaron encima; he vivido desnudándome” (1).

Para el rector del colegio, el Padre Torres, el comportamiento del alumno era intolerable. En carta a don Daniel González, padre de Fernando, el reverendo rector denuncia las actividades del muchacho rebelde y termina con la siguiente sentencia: “Por todos estos motivos tengo la pena de comunicarle que la Junta Directiva del Colegio ha resuelto que Fernando queda excluido del colegio, y en consecuencia suplico que Usted tenga la bondad de enviar por el pupitre y los libros del colegio”.

En su momento, es posible que el joven estudiante lo haya sentido como una derrota, un rechazo. Pero en realidad fue un triunfo. Ni siquiera James Joyce había logrado que los Jesuitas lo expulsaran del colegio; al contrario, cuando sus padres no podían seguir pagando la matrícula del exclusivo claustro campestre Clongowes Woods cerca de Dublín (célebre por ser escenario del Retrato del Artista Adolescente), los Jesuitas le dieron una beca para estudiar en otro colegio de los mismos padres, un establecimiento especializado en atención a los hijos de familias menos acomodadas. James Joyce fue un alumno consentido. Fernando González, en cambio, se levantó en rebeldía desde muy temprano. Y antes de concluir sus estudios secundarios, se encerró a escribir su primer libro, publicado en 1916 con el título Pensamientos de un viejo. Se trata de un compendio de aforismos inventado por el autor y revela su espíritu crítico y su temprano amor por la contemplación filosófica. De por sí, este tipo de inquietud intelectual no es tan excepcional en cierta clase de joven. Lo sorprendente en este caso es que Fernando González, todavía en la adolescencia, fuera capaz de elaborar sus textos con tanta gracia y con tan buen estilo literario que su libro mereció un prólogo del distinguido periodista Fidel Cano. (Dicho sea de paso, ningún libro posterior de Fernando González llevaría una presentación al público. Ni les hacía falta). Hay que situar el libro en su contexto. Es preciso recordar, por un lado, que el joven González es heredero del gran narrador antioqueño Tomás Carrasquilla y por otro, que forma parte de un grupo de nuevos creadores literarios que surgen en la segunda década del Siglo XX en un mundo sacudido —aunque fuera a distancia— por el hasta entonces insólito cataclismo de la Primera Guerra Mundial. Eran jóvenes que cuestionaban los valores y los vacuos patrones culturales de la mayoría de sus contemporáneos. En Medellín, León De Greiff y el grupo “Los Panidas” atrajo a Fernando. En Cartagena, el poeta Luis Carlos (“El Tuerto”) López dio expresión crítica y satírica a la hipocresía del establecimiento.

Un agudo lector de la obra de Fernando González resume esta etapa del autor de la siguiente manera: “Al rebelarse contra los sucios hábitos de pensamiento establecidos, el adolescente escritor se negaba desde la provincia a participar de una seudocultura montada sobre reflejos de coloniaje y reivindicaba, un tanto anárquicamente, el sentido de la historia universal” (2).

Entre 1916, año de la publicación de su primer libro, y 1929, cuando apareció Viaje a pie, Fernando González recorrió mucho camino. Se graduó de bachiller y luego estudió derecho en la Universidad de Antioquia, luciéndose con una tesis de grado sobre El derecho a no obedecer, tema muy revolucionario para la época. (Se estableció el tono irreverente de la tesis desde el título del primer capítulo: De cómo en Colombia hay muchos doctores, muchos poetas, muchas escuelas y poca agricultura y pocos caminos.). Graduado en leyes, Fernando ejerció la abogacía en Manizales y en Medellín, donde llegó a ser Juez Segundo Civil del Circuito, función que iba a ejercer hasta 1931. Fue en diciembre de 1928 cuando, aprovechando las vacaciones de verano, nuestro autor concibió la idea de andar a pie a Manizales y luego proseguir hasta llegar a la costa del Pacífico. Abandonó temporalmente el juzgado, entonces, y salió en compañía de su secretario, Benjamín Correa, que recién había renunciado a sus estudios para ser Jesuita. Los dos se definieron como “aficionados a la filosofía”.

Viaje a pie fue fruto de esas andanzas y de las elucubraciones filosóficas de estos amigos andariegos conversando en el camino. Descripciones del paisaje no ocurren en todas las páginas, y cuando aparecen, suelen ser pincelazos intercalados entre reflexiones sobre el ánimo de los caminantes o retratos jocosos de sus antiguos maestros, los padres de la Compañía de Jesús, entre otros muchos temas. En su diario, al iniciar el viaje, por ejemplo, Fernando refleja su estado de ánimo en un cuadro imaginario (o imaginado) del paisaje: sintiéndose lleno de vigor —“hinchado de egoencia como un sapo bravo”, pues creía en sí mismo, dice, “con una convicción jesuítica”—, Fernando supone que la Naturaleza está en armonía con su alma: “Las selvas deben tener un silencio religioso en estos mediodías, y el mar debe estar tibio, debe enviar a las costas tufaradas de vida”. Y cuando pasan por el pueblo de El Retiro, el mismo panorama montañoso lo inspira para que hable de los amores de su compañero: “Vive allí una muchacha que hace dos años, en un pueblo del norte de Antioquia, despertó los impulsos de don Benjamín. ¡El amor! Fueron estos unos amores de montaña aislada del mar: únicamente en esos pueblos aislados, en donde vive el diablo, tiene el amor ese interés misterioso que le dan el pecado, el diablo y el infierno: únicamente aquí tiene el amor la atracción del delito. Fueron amores en que sólo hubo la incitación. Ella —¡cuán sabrosas las dos sílabas de su nombre!— exclamaba, tiritando como una mariposa en peligro, cuando el instinto y la fuerza reconcentrados de doce años de jesuitismo vencían los prejuicios de los buenos movimientos: ‘ ¡No seas loco!’. Amores de los que llaman castos, pero que no son más que refinadamente sensuales, pues todo está en los ojos electrizados”.

En pasajes de esta índole —muy frecuentes en los escritos de Fernando González—, el mundo concreto de montaña y mar, de pueblos y calles, de hombres, mujeres y animales, todo lo vivo, el entorno físico completo, se mezcla con la percepción de sus personajes principales y de sus sentimientos interiores. En el centro están los seres humanos, componentes esenciales del paisaje: “Uno de los fines para que los hombres nacen, viven y se reproducen, es para que los artistas los pinten”. Y los otros animales —los animales no humanos— también tienen un lugar privilegiado en el mundo gonzaliano. En Viaje a pie, cuando don Benjamín ya no aguanta más y necesita ayuda para seguir en el camino, le consiguen una bestia mansitica. “Ya éramos tres,” dice Fernando, “dos aficionados a la filosofía y un caballo aficionado a la lentitud”. Esta conciencia de los seres vivos a su alrededor es una sensación muy constante, muy fuerte en el alma de nuestro autor. Tanto, que su libro Don Mirócletes —el que sigue a Viaje a pie en orden cronológico y que será la primera de sus novelas— lleva por dedicatoria: “A las ceibas de la plaza de Envigado”.

Pero volvamos al paisaje de cerros y valles, que esta vez se desvanecen entre la neblina. “En aquella mañana brumosa, al atravesar las charcas del sendero, en donde éste se perdía, se oían las frases malhumoradas de don Benjamín que preguntaba, no se sabe a quién: ‘¿Dónde están las huellas?’. Es la misma pregunta que dirigimos a las esferas celestiales en los momentos de angustia. Y ¿quién nos va a responder? Estamos solos, irremediablemente solos…”.

Después de estas reflexiones, viene un incidente curioso, un poco cómico, con el consabido comentario para redondear: “Al mucho tiempo encontramos un niño que nos indicó el camino. Este niño llevaba de cabestro un gato negro. ¡Qué extraño modo de llevar un gato! Todo era ilógico en esa mañana. Nos dijo el niño que iba a botar el gato muy lejos: que muchas veces lo había hecho ya y que el gato volvía a casa. Decididamente lo sabroso de la vida son las circunstancias antecedentes: el deseo y los actos que ejecutamos para conseguir un gato: el deseo, las rondas y demás preliminares para conseguir la amada. ¡Pero tener un gato y tener una amada y querer desasirse de un gato y pretender desasirse de ella!… Ambas tienen uñas. Decía Balzac que la mujer perfecta araña”.

Un poco más adelante, “sobre el lomo andino”, los caminantes perciben un artefacto construido por el hombre, algo metálico incorporado al paisaje. Es “la antena del inalámbrico”, dice Fernando. “La torre se eleva, huyendo de la limitación de las montañas, buscando el ámbito universal. ¡Qué esfuerzo para levantarse de esta tierra! Esa torre fue para nosotros la representación de lo que los romanos llamaban humánitas. Un romano tenía humánitas cuando se había hecho universal: cuando era un ciudadano del universo. (…) En esa mañana olorosa a cespedón se levantaba por encima de las colinas que la circuían, buscando la liberación del límite, de las fronteras, buscando el espacio, res communis omnibus, haciéndose humana, la antena de Marconi”.

De vez en cuando nos sorprende el viajero con una mera descripción de la belleza natural, como ocurre en el caso del “crepúsculo vespertino” (como dice) en El Vergel, cerca de Aranzazu, donde el sol era un “globo de oro, inmenso. Nubes plomizas lo surcaban. Descendió con majestad. Así murió, de pies, como emperador, el gran Diocleciano”. Y así por el estilo. El autor continúa con un chorro de lugares comunes sobre el atardecer en los Andes para terminar con: “¡En verdad que es hermoso nuestro esferoide!”. Sí, ya lo sé: no es éste el pasaje más memorable de Viaje a pie.

Mucho más interesante, y más usual en Fernando González, es la especie de simbiosis que establece con su entorno. Admiramos cómo aprovecha el momento y las circunstancias físicas del viaje para rumiar sobre distintos aspectos de la vida, de la vida de su país, de su propia experiencia, todo salpicado con sus comentarios satíricos. Un ejemplo: él y su compañero llegan a las orillas del río Arma. “Allí —dice— en pleno cielo del trópico, bajo ceibas inmensas y trepadoras lascivas que abrazan desesperadamente a los árboles, se adormilaron nuestras funciones fisiológicas y soñamos; soñamos con las ideas generales”. Pinta la escena y prosigue. “Tendidos sobre la yerba (…) contemplamos que descendía lentamente de las faldas del Arma una teoría de mujeres jóvenes al parecer; sus vestidos eran excitantes, vaporosos, la brisa soplaba contra ellas y les determinaba las formas. ¿Por qué no detenían graciosamente los vestidos para defenderse del impudor del viento? Porque ellas eran las ideas generales, las ideas de todos los bachilleres, las ideas de la educación pública. ¡Pobres muchachas rameras! Algunos han dilapidado su juventud en los alcoholes y nosotros la dilapidamos en medio de estas graciosas mujeres desvergonzadas, las ideas generales”.

A continuación dedica varias páginas a su diatriba contra “las ideas generales” que, según cuenta, “formaron tal algarabía que nos hicieron levantar y despedirnos con estas palabras: Oigan, señoras, y perdonen que las llamemos así; nosotros estamos hastiados de ustedes; venimos desde muy lejos en busca de una idea nuestra, sólo nuestra, aunque sea por el espacio de diez segundos; vamos a recorrer la tierra en busca de una idea que no haya sido poseída por el doctor Emilio Robledo. La encontraremos en Manizales, o en Buenaventura, aunque sea una de esas ideas negras que hay allá…”.

¡Allí le salió un atisbo de su racismo paisa! A lo largo de este viaje, y de la obra entera de Fernando González, nos vamos a topar con muchas actitudes que no nos agradan: el machismo, el chovinismo, el provincialismo. No todo es admirable. No vamos a encontrar un cuerpo de conceptos bien delineados. Nuestro autor pasó la vida en un marasmo de confusión y de contradicciones. Sufría, como todos, de los prejuicios heredados, contra los que trataba de batallar con honestidad, pero no siempre con éxito. En Viaje a pie, y en el resto de su amplia trayectoria como escritor, buscaríamos en vano un pensamiento filosófico totalmente coherente. Fernando González no pretendía tal cosa; desde el inicio, como hemos visto, él y su compañero se definieron apenas como “filósofos aficionados para no comprometernos demasiado y porque ese nombre es mucho para cualquiera”. No, Fernando González no tenía una visión del mundo preconcebida y cuidadosamente montada; andaba por la vida a tientas, buscando un camino.

Lo hemos comparado con Walt Whitman, cuando el bardo americano dice “en mí caben multitudes”. No sobra insistir en el contexto de esta frase, pues se aplica plenamente también a la condición humana de nuestro autor: “¿Me contradigo?” —se pregunta Whitman—. “Bueno, me contradigo. Soy grande, en mi caben multitudes”. Fernando González se contradice constantemente. Como Whitman, se reconoce como “grande” (“large”). Se infla: se llena de “egoencia”. Y nos recomienda hacer lo mismo. Pero no nos ofrece ninguna receta para afrontar la existencia. Lo que nos regala es un registro de sus propias vivencias. Empezó, en realidad, con Viaje a pie, que sigue siendo tal vez su obra más conocida. (Pensamientos de un viejo no pasa de ser una curiosidad, de un valor premonitorio). Pero Viaje a pie fue el libro con el que González inició su abundante producción literaria. La década que siguió —los años treinta del Siglo XX— vieron una verdadera avalancha de publicaciones: varias novelas (Don Mirócletes, El remordimiento, Don Benjamín, jesuita predicador, El maestro de escuela) (3), tres biografías de un estilo polémico y muy personal (Mi Compadre, Mi Simón Bolívar y Santander), dos libros de ensayos (Los negroides y El Hermafrodita dormido), un volumen epistolar (Cartas a Estanislao) y los diecisiete números de la revista Antioquia que publicó por su propia iniciativa y cuyo material fue escrito enteramente por él mismo.

Por medio de estos escritos, Fernando González jugó un papel activo en el quehacer político de su época, y es imposible entender cabalmente su obra sin situar cada libro en su contexto. Para que la aprecien los lectores de hoy, esa obra requiere un trabajo editorial de mucha dedicación y muy buen criterio. No es suficiente simplemente reproducir los textos. Aun en el libro que hemos citado, Viaje a pie, hay muchos nombres y apellidos que necesitan un pie de página, por lo menos. Otros libros reclaman todo un andamio crítico, además de referencias bibliográficas, descripciones de los personajes referidos, notas sobre las alusiones que hace el autor a los acontecimientos sociales y políticos de su momento. Hasta ahora faltan estas ediciones. Ni se ha hecho una evaluación seria del lugar de este singular y muy original escritor y su aporte a las letras colombianas. El primero, creo, que se aproximó a un estudio de esta índole fue el crítico Jaime Duque Mejía, citado arriba; publicó sus comentarios en 1969, es decir, a los cinco años de la muerte del autor. Después de eso no ha habido, que yo sepa, nada de gran profundidad. Por supuesto que no faltan elogios —principalmente de sus coterráneos— sobre la supuesta riqueza filosófica (incluso, metafísica) de su pensamiento, o aplausos por su atrevimiento frente a las autoridades e instituciones de su época y su voz iconoclasta. Pero poco se ha escrito sobre sus insólitas innovaciones en el campo de la narrativa colombiana.

Hemos empezado aquí con Viaje a pie, y seguiremos acompañando a este vigoroso caminante en el viaje de su vida. Nos va a hacer reír a carcajadas y nos mostrará un paisaje, un panorama bastante completo de la Colombia que vivió, y que tanta risa y también tanto asco le produjo. Comprenderemos el drama de un hombre que sufrió intensamente por el lamentable estado de ignorancia de su pueblo y la estupidez y mezquindad de sus gobernantes. Y tal vez veremos que el mundo y el momento histórico que padeció Fernando González no se diferencia mucho de la variopinta tragicomedia que estamos viviendo hoy.

Notas:

(1) Los negroides, Editorial Atlántida, Medellín, 1936, pp. 14 y 15.
(2) Jaime Mejía Duque en Literatura y realidad, Editorial Oveja Negra, Medellín, 1969, p. 26.
(3) Santander, El maestro de escuela y algunos números de la revista Antioquia fueron publicados durante la primera mitad de la década del cuarenta.

Fuente:

Comunicación personal con el autor. Estas palabras fueron pronunciadas en 2006 en el Jardín Botánico de Bogotá en el marco de una serie de conferencias sobre el paisaje en los autores colombianos.