Asalto a la inmortalidad
Por Gonzalo Arango
El cementerio de Envigado está en un potrero, a la orilla de la carretera que de Envigado conduce a Sabaneta. Lo rodea una pared de bahareque que ahora debe ser de siniestro cemento por las innovaciones del progreso sepulcral que mató la inocencia de los pueblos, incluyendo sus sencillos camposantos.
Medía el muro dos metros de alto, salto nada difícil de escalar si uno es joven, aventurero y místico apasionado de las ideas de Fernando González, el brujo de «Otraparte», pariente de Sócrates en el júbilo del conocimiento, y de Diógenes en el alumbrar un camino para el encuentro del hombre nuevo consigo mismo en el universo humano y el divino, donde sembró sin esperar cosecha, más que en aquellos que irían a disfrutarla en su salvación.
Por esta carretera que hace diez años era camino tranquilo de caminantes y tiendas campesinas, se paseaba mi alma de la mano del filósofo, la cabeza más iluminada que haya guiado jamás en Latinoamérica el destino de las almas y los pueblos a su libertad: faro de tormentas y resurrecciones.
Alguien en mi devoción por él me superó, hasta el fanatismo idolátrico de disputarme la posesión de su cráneo, física ánfora de la que florecieron en vida sus pensamientos y demás flores fulgurantes de su espíritu.
Sé que es un joven idealista el autor del asalto metafísico a la tumba del inmortal maestro; sé que su acto no es sinónimo de sacrilegio; que no es profanación; que no es un atraco vulgar en la morada santa del alpargatudo filósofo viajero. Ese asaltador de inmortalidad con su idealismo a flor de alma, rescató materialmente del olvido su figura en el mundo público y publicitario, mas no en las almas de su devota posteridad donde somos su latido y resurrección, el rumor en la aurora de su era.
Paradójicamente, en un país que entierra vivos a sus más puras y legítimas glorias, resulta un elocuente homenaje póstumo el hecho de que un joven calavera nos dé con su aventura una macabra lección sobre nuestros valores, al hurtar del mundo subterráneo una reliquia que debería estar consagrada en los altares del espíritu, si esta patria de parias rindiera culto a la soberanía espiritual, al valor más que al precio, al idealismo más que al balance.
Yo, personalmente, daría los tesoros que no tengo por el lujo espiritual de ser depositario del cráneo-reliquia de mi amado maestro. Pero uno no puede poseer con egoísmo lo que es de todos, lo que es patrimonio, propiedad del amor perfecto.
A Fernando González, que ya está más allá de las ilusiones y las lujurias de la propiedad privada, no le importará un pepino su propia calavera. Pero, mi querido ladrón: por tu serenísima y heroica culpa, doña Margarita, su amada esposa, redobló su soledad y su luto y quiere morirse de tristeza pensando que «él» yace en el fondo oscuro de un viejo baúl como cuerpo de delito, o que podrías en el éxtasis de tu embriaguez intelectual usar de cenicero esa parte del maestro que siempre tuvo ella sobre el corazón.
Comprende, pues, hermanito, que las razones de la carne valen más que las razones del ego, y torna a su morada lo que es del amor: la cabeza de pensares de tu querido maestro, ¡y el nuestro!
Buena y valiosa tu lección: ¡Fernando González no ha muerto!
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Providencia: Un regalo para almas grandes; se agotó pero ya vuelve.
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Cosas de Angelita: Artesano es el artista que crea con humildad; artista es el artesano que crea con soberbia.
Fuente:
El Tiempo, columna de opinión «Luz y Ondas», página 5A, domingo 28 de enero de 1973.
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