«Su gran pasión era Dios»
El 16 de febrero de 1964 murió Fernando González. Una semana después, Gonzalo Arango, que recibe la noticia en Bogotá y viaja precipitadamente a Medellín para dar el último adiós a su maestro, escribe una carta personal a una hermana suya, religiosa misionera en el Vaupés. Es un emocionado testimonio de la gran vivencia mística de Fernando González y de paso queda al descubierto la crisis espiritual por la que atravesaba el fundador del Nadaismo en esa época.
Si Dios es amor…
para los hombres y la vida
lo mejor…
Querida misionera,
¿No crees que también se puede decir así? Lo importante es el amor y no las palabras. Sería muy bello vivir sin necesidad de palabras, siempre nos envilecemos y nos traicionamos. Lo mejor sería el silencio, Dios viviendo en nosotros, nosotros en Él, en la absoluta identidad, en la plena beatitud del amor humano y el divino, sin necesidad de ese instrumento sucio que es el conocimiento, o la razón. La razón no es conciencia.
Ese Alto Vaupés sí que está lejos, mi niña, hoy lo miré en el mapa, es la quinta porra y la cola del mundo. La desgracia es que nuestra comunicación se va a hacer ahora muy difícil. Hoy recibí tu carta (miércoles), pero ahí veo que me escribiste otra antes. Esa no llegó. Yo sí estaba extrañado de que no hubieras escrito una línea sobre tu llegada y tu nuevo planeta místico. Como ves, no tenía idea de tu nueva vida.
La semana pasada estuve en Medellín en viaje de duelo por la muerte de mi amado maestro Fernando González, el escritor de Envigado. Murió súbitamente de un ataque al corazón el domingo a las 7, La Monja me comunicó la noticia el lunes a las 8 de la mañana, aún no me había acostado, y volé a buscar un pasaje para asistir al entierro y acompañar a doña Margarita, a quien quiero enormemente. Ella me hizo llamar por la gringuita para que fuera, pues dijo toda la noche «qué bueno que viniera Gonzalo, él es como un hijo de nosotros». Entonces fui. El maestro tenía 69 años, pero no tenía edad. Estaba siempre en la edad del amor al mundo, a los hombres, a la creación, y sobre todas las cosas, su gran pasión era Dios. En enero, la víspera de irme, me dijo que este año se iba a morir porque ya había encontrado las puertas del silencio que lo llevarían hasta donde Dios estaba. Dios era para él, en los últimos años, su problemática espiritual, su pasión más atormentada, como antes lo fue el hombre, la tierra, la belleza y la carne, y todos los dones de la vida. Pero Dios era su último destino, la última morada de su inquietud. Parece que Dios se dejó conocer y poseer por su desesperado anhelo de justificación.
Vi su cadáver: ¡qué paz! ¡Qué consentimiento con la muerte! Qué dichosa beatitud. Descansaba con una serenidad y una confianza de santo. Yacía pleno de amor divino, como si al morir hubiera realizado sus bodas con Dios. Ni un rastro de turbación, ni de duda, ni de espantosas incertidumbres. Estaba todo él identificado con la Otra Vida.
Me alegro que lo hubiera encontrado. Él se había hecho digno de Dios, porque lo había buscado con pasión, con fe y desesperación. Para mí era un espíritu inmortal, el más santo y el más humano de los hombres que conocí. A él le debo lo mejor que hay en mí, espiritualmente. Su presencia me elevaba hasta lo más profundo y puro de mí mismo. No lo olvidaré nunca, y ojalá él me pueda seguir ayudando, iluminando mi destino, desde su extraña morada donde ahora habita. Ojalá me unifique, pues mi espíritu está muy dividido y padezco por esta razón. Trabajo intensamente, me desespero por no ser mejor, por no llegar a ser el artista que deseo, un gran espíritu creador. Veo que nunca estaré contento de mí mismo. Esto es horrible. La insatisfacción a veces es un estímulo positivo, pero tantas dudas, tanta impotencia aniquila, destruye la fe y el optimismo, pero no puedo darme el lujo de una desesperación total, de una destrucción de mi ser tan irrealizado, o tan imperfectamente realizado, y sin embargo, me consagro a la belleza con la pasión y el culto de una religión, sin omitir dolor ni sacrificios, pero no me siento salvado, ni siquiera justificado, y morir así, de pronto, me inspira un terror horrible, como si hubiera fracasado mi vida, como si se me negara injustamente mi mejor posibilidad. Ojalá tenga tiempo de poder hacer algo definitivo, bello y grande con mi vida, necesito justificarme ante mí mismo. Necesito ser de una manera violenta. Y tener claridad en mi conciencia como un sol. Debe ser que la belleza es como un infierno. Es una tortura aspirar a la perfección, a lo absoluto, con instrumentos tan imperfectos como las palabras, como los signos humanos. Las palabras me desfiguran mi ideal, mi verdad. No logro identificarme en casi nada de lo que escribo, todo burdo, chorreando insuficiencia, mezquindad. Seguramente hay en mí un divorcio entre mis aspiraciones más profundas y mi capacidad para realizar en el arte esas aspiraciones. Si logro convencerme de la crueldad de este hecho, entonces ya nada podrá salvarme, como no sea una ayuda del cielo. Pero lo dudo. Esta soledad sin nadie superior, y sin yo mismo, sería atroz. (Me queda «La Monja», enviada de Dios).
Algunos ingenuos que me miran superficialmente, envidiarán mi fama, pero yo sé, esta es una fama mundana, aparente, que nada tiene que ver con mi ser más oculto y el más verdadero: el que no puede salir retratado en los periódicos, porque es mi ser eterno, esencial, el enfrentado al misterio, el que dialoga consigo mismo en el silencio.
Por eso quiero y busco estar colmado por dentro de mi propia verdad, de mi ser, no del personaje que exhibo por la calle o en mis escritos, esos son frágiles y van a morir, desaparecerán con la memoria de mis contemporáneos. Ese personaje sólo me interesa relativamente. En definitiva, lo que me preocupa es el ser, que no soy. El que se encuentra a sí mismo en una conciencia eterna, radiante de luz, de amor, de pureza, y triunfando sobre las finitudes y las miserias de la contingencia. O sea, realizar la belleza absoluta.
Tu dirás que estoy hablando de Dios, pero yo no sé a quién me refiero, tal vez sea a la nada, o a la ciega cólera del destino. ¡Basta, hermanita!
Sí, escríbele a La Monja, ella te quiere mucho, te admira, le darás mucha alegría con tu carta, y te ayudará para tu misión en lo que sea posible, yo le entregaré tu carta.
Escríbele también a Rose Mary Smith, la gringuita donde estuvimos aquella noche, ella es bondadosa, maravillosa y también te ayudará. Al apartado aéreo 18 – 26. Medellín.
Te dejaré los discos franceses donde Orión aquí en Bogotá, una misionera que va para tu región te los llevará, esta indicación me la dio Jaime en Medellín. Ojalá te lleguen estos mensajes.
Y ojalá Dios te cuide.
Recibe mi bendición y mi abrazo.
Fuente:
Periódico El Mundo. Medellín, miércoles 11 de abril de 1990, página 3. Cortesía de Juan Carlos Vélez Escobar.
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