“Maestro, déjeme
su gran espíritu”
Por Gonzalo Arango
“El Monasterio”, Bogotá. Octubre.
Querida señora Margarita:
Al fin le mando este saludo triste, pero usted debe recibirlo con alegría, porque yo la quiero y la amo como a una buena mamá. No se entristezca por mí, en absoluto. No sería justo. Para ciertos seres, esta angustia espiritual es una predestinación, la esencia de nuestra alma trágica, de nuestra alma mortal, de nuestra alma solitaria que se quiere casar con lo Divino. Ahora sufro, pero no importa, mejor sí me importa, no veo otra manera de ser redimido de este anonadamiento mental sino por un enorme dolor purificador que me destruya, que me mate, que me consuma, para después poder resucitar a la vida con nuevo fervor, con nuevo amor. Quizás mi amor a este mundo se me envejezca, y mi cuerpo, hecho a la medida del amor, no tolera este desastre, y por eso mi alma se rebela.
Bueno, usted comprende, usted vivió, tuvo la gloria de vivir como testigo de un eterno padecedor, el más Cristo de los hombres después de Cristo.
¿Está aún el padre Ripol con usted? Dígale que no sea oligarca y que no la abandone, usted necesita más de su amistad que todas las brujas que van allá a capturarlo para llevarlo al té y aturdirlo con indecencias de alcoba. Ay, qué mundo pornográfico es el sexo católico de Medellín. Siempre aparece el diablo detrás de las cortinas, o debajo de la cama, rascándose las pulgas muy feliz al ver a los amantes que se revuelcan de placer, y luego se arrodillan en el tapete a pedir perdón, y a golpearse los senos de remordimiento. Estoy seguro que animan sus orgías con vino de consagrar, para que el diablo no se los lleve.
Bueno, bueno, estoy blasfemando y usted me va a mandar al infierno.
Sabe que ahora mis enemigos (los que se dan ese lujo gratuito, pues yo no le permito a nadie que sea mi enemigo, creo que mis únicos enemigos son los que están muertos en vida), ah, le decía que mis enemigos me combaten y me desprecian dizque porque yo estoy coqueteando con el misticismo. Hasta donde recuerde, todo gran artista ha sido místico, unos hacia Dios, otros hacia la tierra. Yo me siento un místico terrenal, un buscador de valores divinos en el hombre, en la vida, en la naturaleza. Soy un vividor y un gozoso. Fernando tuvo la grandeza de aliar esos dos misticismos en la unidad vital, en su ser terreno y eterno. Creo que tuvo este privilegio por su espíritu profundamente cristiano. Cristo era el gran Maestro de su Vida y de su pensamiento. Por eso también, su obra es una síntesis de todos los mundos, el real y el religioso, es obra del tiempo y de la eternidad, por la única sola razón de que Dios y el hombre están vivos en su mensaje. Y Dios y el hombre no son seres abstractos, descarnados, sino habitantes de la tierra, presencias en el corazón. La razón humana no tiene que ver allí nada, la vida y el amor de Fernando la derrotaron. Esas esencias mentales, abstracciones de la razón, siempre fueron abominadas por su gran espíritu vivo y fervoroso.
En un libro de Lawrence, el novelista inglés que amo mucho, encontré una frase que me tiene emocionado, que es tan de mi carne como si yo mismo la hubiera escrito: “Hay que ser terriblemente religioso para ser artista”.
Ah, le juro doña Margarita que esto lo sabía ya mi carne, sin que mi inteligencia lo hubiera podido expresar. Pero esto también lo explica Lawrence en otra verdad muy bella: “Toda idea nace con pasión en mí, como los besos”.
No sé si el Maestro conocía a Lawrence, los veo de la misma familia de este mundo, como dos seres intermedios entre la tierra y el cielo, entre lo humano y lo divino. Y por eso los dos fueron profetas, anunciadores de vida nueva, de mundos nuevos, de resurrección.
Hace poco terminé un Sermón Ateo, si lo encuentro entre este infierno de papeles, mi cerebro y yo nos desintegramos en este caos, si lo encuentro se lo mando para que se lo regale al padre Ripol, es una florecita negra de mi misticismo. Lo escribí inspirado en el venerable arzobispo de Cartagena, a quien le robaron hace poco medio millón de pesos en Jesucristos. Esta idolatría, este derroche de riqueza, de deificación del oro, me sublevó el alma, no concibo a Jesús metido en medio millón de topacios. El Cristo no era eso, no era un becerro de oro, ni una chatarra. Me indigna que sus sacerdotes lo crucifiquen a relucir en oro, cuando lo debieran poner a vivir en amor, en bondad, en humildad (la humildad es el más resplandeciente valor de la grandeza). Por eso escribí un Sermón Ateo, contra la idolatría, contra los cristos de topacio, tumbas, tumbas doradas. Pero el auténtico Cristo Divino muerto en los corazones. Detesto esta religión imaginera. Al mismo Jehová lo indignó que su pueblo adorara dioses representados en becerros de oro, el que fabricó Aarón con los aretes de las judías al pie del Sinaí. Ah, no crea que no sé mis historias.
Si le regalo este sermón ateo al padre Ripol, es porque en él hay un Dios vivo, que gime y patalea como un recién nacido. Por eso también lo quiero. Porque nunca ha puesto a Dios por encima del hombre, porque éste no ha sido humillado, sino exaltado en sus palabras a una jerarquía de dignidad. El hombre nunca puede ser humillado para honrar a Dios, pues con eso se humillaría al mismo Dios. Recuerde, señora, que somos imagen y semejanza de Él.
El pastel que me regaló de despedida era un verdadero pastel de Gloria que hacía honor a su nombre. Le juro que estaba rico. Me duró como diez días. Pensaba llevarle un poco a Simón, pero al fin no lo hice. Lo siento por él…
Ahora se me metió un pedazo de cabeza de fósforo en el ojo, lo cual la va a salvar de esta carta que se estaba volviendo otro sermón, y hasta creo que ya la estaba ahogando con este largo abrazo.
Al querido Fernando un abrazo muy amigo. A Regina si va por allá, le da un recuerdo. Dígale que escriba, ella tiene secretos para revelarnos. Es bello su espíritu triste, su silencio.
A Nora la conocí en el aeropuerto, gracias a un accidente de aviación. Fue un conocimiento breve, precipitado, y le conté mi metida a la cárcel esa noche de la fiesta. La aplazamos para después. Le da un saludo muy cordial.
Adiós doña Margarita, gracias por la flor que me envió con la gringa, adoro las flores, mucho más si son de la tierra santa de Otraparte.
Ahí le mando mi flor de amistad, con todo mi amor,
Doña Margarita, tengo que confesarle una infidelidad, es un secreto, algo que le dije al maestro Fernando el día que se murió, cuando usted me dejó entrar a ver su cadáver. Le dije en silencio, como orando: “Maestro, déjeme su gran espíritu”.
Aunque era bueno lo que le pedía, me sentí muy ladrón ante usted. Hay noches en que lo llamo y le pido lo mismo, en la noche de su destino ulterior, y espero que me oiga.
Pero esto ya no es traición a usted, sino una violenta necesidad de salvarme, de apelar a la ayuda de su gran espíritu.
(Ya me confesé. Ahora sí deme la bendición).
G.
Nota:
Ver facsímil de la carta en Boletín n° 106 – “Maestro, déjeme su gran espíritu”.
Fuente:
Archivo personal de Rosemary Smith (Rosa Girasol). Cortesía de su hijo Michael Smith, creador de Elprofetagonzaloarango.com.
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