Fernando González
y la independencia
Por José Guillermo Ánjel R. *
Suramérica no ha sido libertada sino aparentemente. Bolívar murió sin haber realizado su obra.
Fernando González
Los negroidesAinsi, dans les temps des fables, après, les inondations
et les déluges,
il sortit de la terre des hommes armés, qui s’exterminèrent.Montesquieu
Esprit des Lois
(Libro XXIII, cap. XXIII) (1)
Nota de inicio
Es conveniente, antes de iniciar este trabajo, definir la palabra independencia, ya que la definición es el fundamento del tema a tratar y, al decir de Baruch Spinoza, es el conatus (la persistencia) del que no se puede salir, con el fin de saber de qué estamos hablando. De esta manera, la independencia es la que es y no otra cosa. Según el diccionario de la RAE: “Independencia. f. 1. Cualidad o condición de independiente. || 2. Libertad, especialmente la de un Estado que no es tributario ni depende de otro. || 3. Entereza, firmeza de carácter”.
Por otro lado, la palabra bicentenario es una medida de tiempo que da razón de dos siglos cumplidos, que para el efecto se cuentan a partir de 1810 (inicio de la patria boba en Colombia) y se concluyen en el 2010, dos años antes de lo que, según los que creen en el calendario maya, sería el fin del mundo (y no del número 24.000, cifra hasta donde sabían contar estos aborígenes centroamericanos).
Introito
De Fernando González Ochoa, autor que en 1934 era conocido en España como el gran escritor colombiano (y después de la guerra civil española pasó a ser un excluido), se han dicho muchas cosas: que no es filósofo, que no es escritor porque los argumentos de sus relatos no están en orden, que es un resentido, un hereje a causa de sus enfrentamientos con los jesuitas, alguien que bota hiel en lugar de ideas, etc. En la desmesura de los ataques a este pensador, quizá sólo se igualen los que se le hicieron a Vargas Vila (otro de los grandes críticos al sistema de querer, prometer y no poder). Pero en este trabajo no se trata de defender a Fernando González sino de interpretar el sentido del bicentenario de la independencia con base en cuatro libros de este autor (Santander, Mi Simón Bolívar, Mi Compadre y Los negroides), que si bien no son lo suficientemente rigurosos como para tomarlos en su totalidad, al menos son provocadores. Y en la provocación, en la idea suelta, en el énfasis sobre una acción determinada, se presentan ciertas formas de interpretación al acontecimiento que nos atañe (la independencia), hecho que debe reflexionarse de la manera más fría posible, sin pasiones ni acciones de mala fe, como tergiversación de hechos o análisis sujetos al deseo. Ya se sabe que el deseo es una idea falsa porque representa el mundo que se quiere pero no el que realmente es: el deseo siempre está insatisfecho, dice Jacques Lacan, y su constante es una esperanza que no se cumple, lo que genera un estado de frustración permanente.
Doscientos años de independencia son tiempo suficiente para tener una identidad clara y construir unos cimientos culturales, políticos y económicos viables para una sociedad nueva. Pero ¿realmente hemos construido algo en esta América Latina? En El laberinto de la soledad, Octavio Paz (premio Nobel mexicano), afirma que seguimos en estado de soledad y de violación, y de ampliación de ciudades en cordones de miseria. Según García Márquez, no hemos salido de la edad mágica, y en palabras de Marta Traba (la gran crítica argentina), en lugar de América lo que existe es una Homérica latina: unas crónicas de guerra, unos dioses enfurecidos, unos hombres perdidos en el mar, un canto de sirenas frente a unos oyentes que se han tapado las orejas con cera para no escuchar esas palabras que habrían de hechizarlos.
Lo interesante (lo que está dentro de nuestro interés) es que Fernando González Ochoa, antes que Octavio Paz, García Márquez y Marta Traba, ya hablaba de la confusión en la que nos hemos hundido porque nunca nos independizamos realmente sino que seguimos alimentando el caos de la Conquista y la Colonia, donde antes que la creación de algo se persistió más en la continuación de la serie de errores de la España negra, prefigurada por don Quijote de la Mancha y Sancho Panza. El uno, hidalgo empobrecido y con la razón calenturienta, y el otro, Sancho, campesino pobre y analfabeta, representante del pensamiento simple, más apoyado en refranes que en reflexiones, en situaciones coyunturales (o de emergencia) que en una visión amplia del mundo.
Si habláramos de independencia en los términos de la definición de la palabra, habría que reconocer que la única parte de América que se independiza (haciendo caso a la realidad del significado) es Estados Unidos (al menos las colonias del Este), ya que su independencia nace de una revolución en términos políticos, económicos y científicos. En la independencia del país norteamericano hay algo más que un ideario político: la revolución industrial.
Desde el mismo momento de la independencia, los norteamericanos se convierten en grandes inventores que llevan a cabo sus trabajos haciendo nuevas aplicaciones a la máquina de vapor (la rueda Fulton, por ejemplo, que se encargó de hacer del transporte fluvial y marítimo toda una empresa —una acción decidida— para la creación de ciudades y el transporte de mercancías a sitios casi imposibles de acceder). Asimismo, la construcción de carrileras y caminos, el uso del mar con barcos pesqueros y de mercancías, y la conquista de los territorios de frontera a través de una colonización inmediata, hacen que esta independencia (puesta en marcha bajo el espíritu de Benjamín Franklin y Thomas Jefferson) tenga como base un nuevo individuo: alguien que se libera políticamente, pero a la vez se industrializa para no depender económicamente y, a la par, crea un conocimiento con base en las humanidades y en la técnica: la pregunta es simple pero exige una respuesta contundente. ¿Qué tan humano me hace la máquina que manejo? No en vano el edificio más importante de la ciudad de Filadelfia, en la época de la declaración de la independencia norteamericana, es el teatro. Esta idea de Franklin va más allá de la simple construcción de un local de madera y piedra: allí se representan obras teatrales y musicales, y hablan los escritores y los científicos. En el teatro se aprende a oír antes que a hablar. En términos de Elías Canetti, es el testigo oidor construyéndose, dándose ánimos, comenzando a creer en él, asistiendo a un mundo que puede ampliar. No se va al teatro a sentirse menos sino a estimularse, a confrontar y sentirse confrontado, pues en la confrontación está la única manera de aprender (ya lo decía Spinoza: dos que saben lo mismo no se aportan nada y uno de los dos sobra. Sólo aprendemos en la diferencia). De la situación que interroga, de la crítica severa, nacen el telégrafo, el vagón Pullman, la desmotadora de algodón, la máquina de coser, las novelas de Edgar Allan Poe dando cuenta del espíritu urbano, las de Nathaniel Hawthorne cuestionando el comportamiento religioso, las de Herman Melville planteándose el espíritu del mar y el de las oficinas, etc. Y también se toca la vida en la naturaleza, y la filosofía de la desobediencia civil, como lo hace Henry Thoreau. Es que una revolución no sólo quiebra paradigmas económicos y políticos sino que rompe también la manera de pensar, que si bien no propicia una ruptura total con el pensamiento anterior, al menos sí lo innova y lo hace aplicable a las nuevas circunstancias. La innovación no es un cambio radical, es una mejora a lo que existe. Nada está completo, decía Emmanuel Kant en su artículo sobre la Ilustración. Y este estado de no totalidad implica que hay que ver más, que la exploración no se detiene, que hay un nombre detrás del nombre (lo que genera el nombre), como decía Jorge Luis Borges.
La revolución norteamericana, que debió tomarse como antecedente a las otras revoluciones del continente (a excepción de la de Haití, esa que Alejo Carpentier llamó El reino de este mundo, por su realismo mágico), pasó desapercibida para nuestros levantamientos contra el poder español, primero en manos del francés Pepe Botellas (el hermano de Napoleón) y luego en la sartén de un Fernando VII que, como todos los borbones, parecía no pisar nunca la tierra. En América Latina se hacen levantamientos, se lucha contra los pacificadores (en reales guerras civiles), se expulsa a los gobernantes, pero la situación sigue igual: una clase alta (a la española), que tiene sus bienes en estas tierras pero que vive en otro lugar; una clase media de criollos que no se industrializa (por lo tanto no inventa herramientas ni resuelve problemas técnicos) sino que comercia, y unas clases bajas, analfabetas, en las que el negro y el indio, el mulato y el mestizo han sido excluidos del proceso de liberación. Y a esto se agrega unos héroes de frontera que dividen a los pueblos mientras se apropian de territorios para peculio personal. Quizá, como inconsciente colectivo, se siga en la lucha entre los pizarros y los almagros, los primeros, dueños de las tierras conquistadas, los segundos, desterrados y sin una tierra que los acoja. Y si bien hay excepciones (muy solitarias por cierto) como las del sabio Caldas, Julio Garavito Armero, y uno que otro novelista, el panorama de la mediocridad (mantenerse en las lindes del empeoramiento, o ingresando en él) crece de manera lujuriosa, como la selva de la que habla José Eustasio Rivera en La vorágine. Y en lugar de crear una idiosincrasia (es decir, establecer una diferencia y crear a partir de ella), se escogieron las dependencias (como se lee en Ante los bárbaros de Vargas Vila), por lo que quedamos finalmente supeditados a la lectura de los otros (la eurodependencia) y al miedo permanente de reconocernos, cuando no al auto-odio.
En la vida española previa a los levantamientos americanos, el conocimiento era algo que se despreciaba: ¿para qué saber más si lo que sé me basta y es una verdad absoluta? En España y sus colonias se canta, se baila, se es creyente de una sola religión, y el saber no es una apropiación sino un dato que se memoriza y sobre el cual se vigila que sea exacto para que no se caiga en la herejía. Abundan entonces las creencias sincréticas (ante la imposibilidad de religiones diferentes a la oficial), las políticas inamovibles (prácticamente de señores feudales) y los conocimientos simples, de gremios medievales (propios de las economías aldeanas). Y en los puertos, una enorme corrupción. Se sabe que al rey le toca la quinta parte, ¿pero qué sabe el rey a cuánto equivale lo que le corresponde? El rey está lejos y los que vienen a representarlo han ganado sus puestos con el uso de servicios non-católicos, recurriendo a las corruptelas cortesanas. Y una vez aquí, mienten los unos y los otros (aparentan, vicio muy español) y tienen claro que en estas tierras se obedece pero no se cumple. Es un asunto de lejanías, de imposibilidad de control, de pecados al desgaire. Fernando González dice que hay arrepentimientos al momento de morir, cuando ya no hay nada que hacer, lo que conserva el pecado intacto.
La revolución industrial
El siglo XIX occidental es el siglo de la real revolución industrial: la técnica se apoya en la ciencia, que ya trasciende las matemáticas; se afinan la física y la química, y se entra en el mundo de la biología y, por extensión, en el de la psicología (con Charcot, Breuer y el joven Freud). El pensamiento se está liberando de los viejos axiomas, muchos de ellos todavía aristotélicos y platónicos; las aldeas se convierten en ciudades debido a que la industria reclama mano de obra, y del transporte lento y de pocas unidades se pasa al transporte rápido y con vagones llenos. El siglo XIX es el siglo de la industrialización, de la optimización agrícola y de la administración a través de efectos contables. No en vano Julio Verne crea la novela de la ciencia, tratando con ello de dar razón de un mundo que, al estar ya descubierto en su totalidad, comienza a ser interpretado a partir de la geografía (que Alexander Humbolt convierte en ciencia), el uso de principios y leyes físicas y químicas, el análisis económico y la interpretación del mundo a partir de ideologías (izquierda y derecha). Este siglo es el de las novelas de género, el que da entrada a los niños para que participen de la historia (como Gravoche, el de Los miserables de Víctor Hugo) y el que legitima a la mujer como ser social e intelectual. Hay pues muchas opciones para entender el camino de la independencia, de lo que ella representa realmente, y el del hombre como sujeto que se relaciona y, en esta relación, construye humanidad al verse en el otro y crecer con él.
Sin embargo, ¿qué sucede en Latinoamérica (o, en palabras, de Fernando González, Sudamérica)? (2) A pesar de su independencia, sigue siendo un apéndice emocional y político del territorio español (España sigue siendo la madre patria, el origen que se quiere comprar). Porque Sudamérica se libera, batalla, grita, vence, se endeuda con franceses e ingleses, pero todo sigue igual. Es claro que, con la invasión napoleónica a España, esta nación comienza a declinar como imperio. Inclusive, países como Cuba o Nicaragua (donde la esclavitud se mantiene) se tienen en cuenta como posibles nuevos Estados sureños para integrarse a los Estados Unidos, a mediados del siglo XIX. Pero ¿seguimos la caída de España? ¿Nos liberamos para seguir el destino español, es decir, para no avanzar sino para atrasarnos? Ya Vargas Vila, en Los césares de la decadencia, era claro en su crítica severa al caudillismo y a la naciente oligarquía viciada de feudalismo español. En la tarea de independizarnos heredamos el mundo decadente del que habla don Benito Pérez Galdós en Los episodios nacionales.
El asunto Fernando González Ochoa (3)
A lo largo del siglo XIX y principios del XX, en Sudamérica la historia es oficial y obedece a los intereses políticos de las élites gobernantes. Se habla de héroes mentidos, es decir, de personajes que obedecen más a la propaganda que a la Historia. Recuerdo mis días de infancia cuando leía El tesoro de la juventud, en el que los héroes sudamericanos parecen santos (cargados de conocimiento infuso) más que combatientes y posibles formadores de sociedades. Son héroes de papel (excepto Bolívar), que posan para los cuadros y las estatuas, pero que no generan en derredor suyo ideales ni asombros: no hay admiración por ellos. Fernando González, en Santander, los describe como héroes de frontera, es decir, como creadores de diferencias entre unos y otros, más dados a la defensa de sus latifundios, como el caso de Páez, que lucha por ganar tierras en la región de Apure, o el de San Martín, que se asusta cuando ve a los mestizos y a los indios en Lima, preguntándose qué va a hacer con ellos. San Martín termina sus días en Francia, donde ya había vivido muchos años. Su campaña no fue europea sino americana, pero esto último no lo quiso (o no lo pudo) entender. Seguía el sueño del criollo: no estar en estas tierras, negar su origen aquí y soñar con ser aceptado por otros que están más allá del mar.
En el análisis del héroe (y por extensión, de la independencia) que hace Fernando González, su argumento es crítico y duro. Para él no existe más héroe que Simón Bolívar, a quien define como roussoniano (porque le han enseñado a aprender). Su carácter independentista consiste en el conocimiento necesario del otro y de la naturaleza, que, al ser reconocida desde aquí (las versiones de América se hacían desde Europa), provee un mundo nuevo. El hombre es el entorno y la capacidad de asimilarlo. Uno es en la corteza terrestre que le corresponde, como dice Peter Sloterdijk, el filósofo alemán. Somos territoriales y, al tiempo, buscadores de posibilidades en ese territorio (siempre y cuando nos hayan educado para ello). En este campo, Bolívar asombra y seduce. En la búsqueda de su espíritu se podría construir un ser humano propio de estas tierras, distinto, y en capacidad de entender más. Esto es lo que le sucede a Lucas Ochoa (alter-ego de Fernando González en Mi Simón Bolívar), quien, al encontrarse con la historia de Bolívar (con la comprensión del espíritu del héroe único sudamericano), se va encontrando consigo mismo, con lo que significa independizarse y con lo que realmente es una revolución: un cambio del paradigma anterior, una liberación espiritual, la concepción de un mundo nuevo, diferente en todos sus aspectos al que había existido en América Latina (término creado por Napoleón), tierra de conquistas continuadas pero no en calidad de acontecimientos novedosos sino de guerras, como si la tierra se fuera a acabar o se necesitara mucha para los fantasmas de tanto muerto. Lucas Ochoa, siguiendo el ideario de Bolívar, se independiza de los prejuicios, y asume la renovación, la integración con el otro necesario. Porque el mundo de Bolívar no es un ideal romántico (como tampoco lo fue el de Franklin o el de Jefferson) sino una realidad factible de alcanzar entre muchos hombres que se despojen de los modelos atrasados de la educación y de los vicios políticos viejos.
Bolívar piensa en Sudamérica como tierra renovada, con características propias nacidas del mestizaje y las formas geográficas, de los climas intensos y de una poesía amatoria permanente. Quizá por esta razón Bolívar no estuvo de acuerdo con la doctrina Monroe. América no era un continente, eran dos. Uno al norte, con una gran carga cultural anglosajona (de lectores de la Biblia y continuos enfrentamientos religiosos) y otra con sangre española, indígena y negra. La idea de la independencia que tenía Bolívar era envolvente (para todos), pero al liberar a Sudamérica de los españoles la realidad es otra. Sudamérica no está lista para independizarse: al momento de la rebelión siguen existiendo los viejos modelos: unos son blancos, otros mestizos, mulatos, zambos, negros o indios. Y cada uno representa una clase social, el dominio del uno sobre el otro (como se había legitimado en el viejo régimen). Así, el otro existe como diferente, con más o menos derechos, con posibilidades biológicas (falsas) distintas. Y luego de la independencia los modelos persisten, igual que persiste una educación que reitera los paradigmas anteriores (esa axiomática única). Entonces, ¿cómo liberarse? ¿O liberarse de qué? La liberación implica aceptación de muchos (no importa su condición social o racial) que comienzan a ser distintos, que asumen el cambio como nuevo modelo de convivencia, que se vuelcan sobre las nuevas apreciaciones del mundo y crean a partir de ellas. De lo contrario, el hecho liberador se contrae al mínimo y termina siendo un cambio de poderes entre élites que se parecen en todo (son los mismos pero situados en lugares distintos y ya codiciosamente estrechos en su territorio) y que sólo generan un libertinaje político: la apropiación de las leyes comunes para volverlas personales, la creación de leyes para minorías amigas y la lucha contra esas leyes a través de guerras civiles que finalmente acaban ampliando la confusión, como sucede en la Regeneración, cuando un falso pensamiento conservador (los conservadores del mundo estaban más avanzados) acaba con las ideas liberales necesarias para progresar. En estas tierras de sol y horizontes que se ven pero no se alcanzan, las élites son guerreras y, en calidad de tales, se dedican a la expropiación. Hay en ello mucho estado de naturaleza. En términos de Fernando González, hay egoísmo (lo quiero para mí) y no egoencia (yo en este lugar).
Para Fernando González, la traición a Bolívar y a sus ideales configura unas naciones que en lugar de ayudarse se excluyen, ya que el concepto de frontera, de exclusión del otro, es una constante. Se piensa en términos de hacienda (ya por esos días se había inventado el alambre de púas) y no de nación (el siglo XIX fue el siglo de los nacionalismos), del blanco (o blanqueado) que asume una condición de superioridad sobre el otro, que se cree heredero de España, que domina escondiendo (o cambiando) lo que es, pero representando (aparentando) lo que quiere ser por las armas y usando la fuerza bruta contra el intelecto, como bien sucedió en la Guerra de los Mil Días, cuando misteriosamente desparecen los maestros de corte pestallozziano. Bolívar, es evidente, no cabe en este mundo. A él mismo los héroes nacionales (los de frontera, como Francisco de Paula Santander) lo han excluido. En esta Sudamérica de la independencia no se piensa en grande sino en pequeño, en lo que está al alcance de la mano (elecciones, dinero, tierras). La visión es miope, el pensamiento, débil. Poco se estudian las revoluciones norteamericana y francesa. Hay un complejo que Fernando González llama, en Los negroides, el del hijo de puta, entendido como el complejo de no ser capaz de reconocerse en el origen que se tiene. Es como si la ley de Felipe IV (“Y trabajarán de sol a sol”) se mantuviera viva. Es la ley del cansancio, de la falta de reflexión, del botín, de la mentira. Los esclavos ya habían entendido que al amo se lo engaña fácil: basta con darle lo que él supone que debe ser, con decirle lo que quiere oír, con obedecer sin cumplir pero haciéndose el que obedece.
Simón Bolívar supera estos asuntos de aldea. Para Fernando González (y después para García Márquez en El general en su laberinto), la última grandeza de Bolívar es su misma derrota, su enorme soledad en su última navegación por el río Magdalena, sus palabras postreras pidiendo la unión. Bolívar es la llama de una independencia que los independizados apagan porque realmente no quieren ninguna independencia sino tener el lugar de los españoles en estas tierras. Y ser napoleones, pero no en la comprensión de Napoleón (el espíritu de la Ilustración) sino en sus estrategias militares, propicias para la invasión, el sometimiento y el saqueo. Si la lengua nos une, esa misma lengua nos desune en las arengas, en los odios verbales, en la mentira pronunciada, en la calumnia que legitima los asaltos al poder. No es de extrañar que el texto más leído de William Shakespeare, en la Sudamérica liberada, haya sido Julio César. En esa tragedia se da una explicación clara de las razones del magnicidio: al padre hay que matarlo porque no sólo usa a la madre sino que representa la autoridad. Y en el libertinaje político, la autoridad es asunto del más fuerte. No hay ideas nuevas (las de Bolívar fueron rechazadas) sino axiomas maquiavélicos y hobbesianos. El Estado funciona si hay un enemigo manifiesto, un otro imaginario que sirva como chivo emisario. Se habla del Estado en pie de guerra, no de la nación que propicia el encuentro y asume la alteridad como una oportunidad de aprendizaje (4). De aquí, entonces, nacen los simulacros (con herramientas como la propaganda y la calumnia) y las falsas democracias. Simulacros, en cuanto siempre hubo un motivo (la más de las veces oscuro) para crear guerras civiles y entre provincias. Y falsas democracias, porque se buscó el voto para elegir pero no para gobernar. Dice Salomón Gabirol, en su libro La fuente de la vida (Fons Vitae) que para pasar de la potencia al acto debe mediar la voluntad. Pero no hay voluntad entre nosotros sino deseo desmesurado.
¿Cómo ser otro si me copio de otro?
Fernando González usa un término que niega la independencia ideológica (elemento indispensable para una real liberación); este término es la vanidad. Cuando se da el hecho independentista, los intelectuales sudamericanos comienzan a memorizar a otros autores, y así se convierten en sus albaceas (fenómeno que aún se presenta). Y de alguna manera se convierten (aparentando) en los autores que pregonan. De esta manera nunca están en la época ni en las circunstancias, y menos en el contexto. Un intelectual con independencia toma un autor y lo convierte en camino, en una de las muchas realidades de las que habla Humberto Maturana cuando asume las posibilidades de la incertidumbre. El autor que se estudia o se enseña no es una verdad absoluta establecida para acontecimientos que poco o nada tienen que ver con nosotros, sino un faro que permite ver las navegaciones cercanas. No basta haber leído a Juan Jacobo Rousseau, hay que vivirlo y ampliarlo (acomodarlo) a las condiciones imperantes. Los grandes autores permiten ir más allá (en esto consiste la revolución intelectual). Convertirlos en verdad absoluta, en fe, además de crear inquisiciones destruye la innovación y amplía el sometimiento. Frente a los grandes pensadores se puede ser hereje, ellos hablan del mundo, de las formas del entendimiento, de la esencia que busca el hombre. El asunto intelectual no es una cuestión (en alemán, una Frage) religiosa. Es una discusión, la posibilidad de más luz, de completar lo que no está completo, como decía Kant, dando a entender con esto que sus teorías deberían ser completadas por otros. Pero no, en Sudamérica se copia, se aparenta al autor que se enseña, pero no se lo sigue. De esa manera, muchos de nuestros intelectuales piensan como franceses, otros como alemanes, otros más como utilitaristas ingleses (benthanianos), pero pocos piensan en el mundo que les ha tocado vivir. Son desertores de la realidad, extranjeros en su propio medio, temen ser ellos y por eso copian lo que desean (retomo aquí la noción de deseo como idea falsa). Y si alguno se va en contra de esa identidad histérica (y esquizofrénica), de inmediato es destruido. El caso de Fernando González es una prueba de ello, como también el de Vargas Vila. Es peligroso pensar por su propia cuenta, ir más allá, hacer el viaje a pie, encontrarse con las presencias. Es peligroso encontrarse con un independizado en el camino.
Al negarse la identidad (eso que necesariamente somos para podernos diferenciar y entablar el diálogo), se niega la independencia. La identidad es un auto reconocimiento, un situarse en el mundo y un estado permanente de intercambio. Pero si lo identitario desaparece, quedamos en el aire y, en términos de Hannah Arendt, asumimos la condición de parias. El paria, carente de país (no de sitio en que vivir sino de lugar por el cual vivir), está descompuesto y confuso porque carece de dirección. Y siempre depende de los buenos o malos oficios de otros, ya que, al no tener lugar en sí mismo (en reconocerse como de un sitio determinado), no es un punto de referencia sino un objeto de uso. Y asimismo, el paria (por su condición de desprovisto), no desea ser él sino otro, lo que configura su tragedia.
En Mi Simón Bolívar, Fernando González plantea el hecho identitario como un logro que se alcanza cuando se comprende (se conoce y se vive) el presupuesto básico de Bolívar: ser diferentes, admitir la esencia que nos provee como seres de aquí y no de otra parte, buscar la renovación y, como resultado, hacer parte de un lugar definido de la tierra. Pero, como lo sostiene en Santander, esa condición de ser con base en la multiplicidad se pierde en el momento en el que, en lugar de reconocernos en el otro, nos excluimos. Y en esa exclusión (asunto de fronteras psíquicas y territoriales) perdemos la iniciativa personal, el logro de ser nosotros mismos, y nos encerramos en un deseo: el de ser sin necesidad de compartir.
Cuando hay independencia, lo principal para sostenerla es la iniciativa personal, en tanto que proponiendo es como realmente adquirimos calidad de sujetos, es decir, de personas que tratan de unir lo propio con lo de otros. Esto es algo muy distinto a ser objeto, ya que éste es movido, almacenado y contabilizado como pieza y no como espíritu que mueve. El hecho independiente exige ir al horizonte y no sólo mirarlo. Y en ese horizonte al que se llega, la creación nueva es una resultante. El horizonte me permite el encuentro y el compartir. Pero si el horizonte es sólo una línea de frontera o encierro, la independencia se anula.
En la iniciativa personal está el hecho independiente (aquello que libera del sometimiento). Pero, y esta es la queja de Fernando González, en nuestra independencia se anula al que trata de ser distinto y trae propuestas nuevas. Los héroes de frontera, ansiosos por ser españoles recuperados, anulan el camino de Bolívar. La propuesta del héroe metafíisico (5) que representa a Bolívar es un peligro para los nuevos gobernantes. Ellos no buscan seguir sino quedarse con lo que han tomado, con lo que llaman suyo (ahora que se lo han quitado a los españoles) porque le han puesto fronteras. Su interés es defender el espacio físico y para ello asumen la mentalidad de los antiguos señores. Lo esencial en el héroe de frontera es la captura, no el ir más allá en términos de pensamiento. El mundo español, del que participaron como buenos educandos, los ha marcado. El asunto es de guerra, lo que plantea saqueo y botín, y no cambiar de pensamiento. Por eso Bolívar es peligroso: él planteaba una revolución cultural, una nueva comprensión, una construcción de identidad. Pero los héroes de frontera, simplemente, como buenos alumnos de un sistema que mentalmente no son capaces de rechazar, no se interesan en ser otros (con más visión y trascendencia) sino en ser lo que otros (los españoles de la corte) eran. Se copian en ellos, se buscan y aceptan en sus costumbres políticas y morales. En términos freudianos, no escapan a un enorme complejo de Edipo.
Y en esto de querer ser como los otros, la identidad se convierte en apariencia, en simulación, en anulación de cualquier estímulo a la diferencia o, al menos, al intercambio de conocimiento. En estas tierras hay muchas ganas de no ser más (a menos que el asunto sea de dinero y de tenencia de las tierras). Por lo visto, y a pesar de que los héroes de frontera no han leído a Leibniz, éste es el mejor de los mundos posibles; así, ellos enseñan la resignación a los que no son blancos. Y quien no se resigne es considerado un diablo, un enemigo. Bolívar, como después Juan Vicente Gómez, era un diablo, alguien negado a la resignación, al dios lo quiere, al fatalismo. Su lucha se hizo para no admitir los cánones del dolor, que son los del sometimiento del pensamiento. Cuando lo que sé y pienso pertenece a otro, cuando en lugar de abrir caminos recibo verdades absolutas (freno al conocimiento), la independencia se disuelve y en esta disolución se pierde todo intento de identidad y sólo queda la apariencia y el deseo doloroso de ser otro distinto al que soy. Y de esta manera, sin identidad (sin independencia), soy un representante. Represento lo que no es mío pero lo distribuyo, lo hago ver, lo defiendo (algo muy parecido a las representaciones comerciales) y en un momento dado creo que soy la representación que me hago. Don Tomás Carrasquilla, en novelas como Frutos de mi tierra, Grandeva y Ligia Cruz, narra muy bien el mundo de las apariencias, estas representaciones que, al doler tanto porque son una confrontación continua, se convierten en hechos violentos, en neurastenias, en paranoias, entendiendo por paranoide no sólo al que tiene complejo de persecución sino también al agresivo, pues en la paranoia (suponer que algo me persigue) la actitud permanente es mantenerse a la defensiva y agredir antes de ser agredido.
En este mundo de las apariencias (se aparenta ser el jefe, el inteligente, el poderoso, el santo, el joven, etc.), el sufrimiento es permanente porque por más que se aparente, por más que se quiera internalizar eso que se desea ser, el aparentador sigue siendo el que es. Uno mismo no se puede decir mentiras. Se las digo a los demás, monto el teatro necesario para que se crea lo que digo, pero en la intimidad sigo siendo el que soy. Y si no me he independizado, me reconozco como un sometido. Y pasa lo de los sometidos, que se vuelven serviles a la imagen (las personas, los sistemas) que no son pero que representan.
En el medio de las apariencias (en la que el sometido anula el acto independiente), el mundo está resuelto. Es decir, no hay más mundo. Las cosas deben ser como se han entendido y no admiten ningún cambio. Si las cosas cambiaran, la apariencia que se busca se destruiría. Recuerdo a Bela Lugosi, un intérprete famoso de Drácula, que no logró trascender como actor porque se creyó Drácula y no cambió más. Aparentaba el vampiro y su mundo era vampírico, ajeno al mundo real. Se había construido un escenario, una figura, unas palabras, unos gestos, y cuando estos no funcionaban se drogaba para seguir soñando con su representación. Anuló la realidad para sostenerse en un sueño que finalmente lo destruyó. Nunca se independizó del modelo adquirido, que era fantasmal.
El aparentador, ese que tiene forma pero no contenido, como bien lo estudia Carrasquilla, es un furioso paradigmático. Nada cambia para él, no se confronta ni permite la confrontación. Es una persona de verdades absolutas, tiene un mundo corto (de fronteras) y vigila cualquier intento de independencia. En El general en su laberinto, Gabriel García Márquez plantea una escena (6) en la que Bolívar, emocionado, le dice al general Sucre: “¡General, nos hemos independizado de España!”. Sucre se queda mirándolo y le anota: “¿Y qué vamos a hacer con los que se quieran liberar de nosotros?”. La respuesta parece haber sido, siguiendo una estrategia militar clásica, someterlos aparentando ser más fuertes, no permitiendo cambios mayores, creando paradigmas que sean envidiados y, por eso, deseados con vehemencia.
Javier Marías (escritor bastante mal visto entre los suyos por sus actos de independencia), proveniente del mundo español, que es también el de Sudamérica, dice que en el mundo de habla hispana hemos entendido mal el monoteísmo, no por lo que toca a la idea de Dios, sino porque hemos asumido que de cada asunto sólo debe haber uno. Así, hay un mejor escritor que todos, un mejor pintor que los otros pintores, un cantante único, etc. Esto, que se vive a diario en estas tierras (y que se practica con furia porque se quiere ser el mejor para así establecer fronteras), es lo que buscan los aparentadores: tener un paradigma, y los demás deben parecerse a él, ser como él; así se evitan las desviaciones y se mantienen las guerras internas, las de las apariencias.
La apariencia, propiciada por el héroe de frontera (ese que aparece como un europeo, con aires europeos y no de estas tierras, como bien lo dice Germán Colmenares en Las convenciones de la cultura), es entonces la que lleva al asunto del simulacro, al interés por lo económico, pero prestando, al deseo de desarrollarse con inversión extranjera (que es la más peligrosa porque los capitales nunca se quedan en el país). El aparentador simula, se muestra en la otredad deseada, pero sigue siendo el mismo: un colonialista que no escapa a la mentalidad adquirida, paradigmática, porque nunca fue capaz de cuestionarla. ¿Y cómo cuestionar algo cuando realmente se teme a la independencia? El sometimiento, como estilo de vida, se explica porque los sometidos admiten la conformidad (lo esperado) y en ella se mueven haciendo trampas. Pasa igual que con los esclavos, que daban el resultado esperado por el amo, a la vez que lo burlaban. Si el amo esperaba un ternero, nunca le informaban que la vaca había tenido dos crías. Si el dueño esperaba cierto número de cargas, le daban ésas y se quedaban con el resto. En el sometimiento el hombre se corrompe. Y le gusta corromperse porque ahí crea un mundo y lo defiende contra toda independencia que lo obligaría a confrontarse. Porque la confrontación no sólo exige una respuesta moral sino un ver más allá, un plantearse un cambio. Y lo que menos espera el sometido (que ya maneja el espacio del sometimiento) es liberarse. Con la liberación tendría que ir por lo desconocido y, debido a la carencia de identidad (de posibilidades de iniciativa personal, de contextualización en unas nuevas circunstancias), entraría en la confusión.
En la historia de la independencia sudamericana, las simulaciones son muchas. De ahí tantas guerras civiles, tantos Quirogas, Rosas e Irigoyen, tantos Mosqueras (Mascachochas) y Pascuales Bravos fugitivos. Ejércitos por todas partes, inquisición política e intelectual, sentimiento permanente de apropiación pero sin cambio de mentalidad. Así, ¿qué sentido tiene la independencia? ¿Logramos hacer más que lo que hacía España? Los norteamericanos superaron a Inglaterra (no sólo en términos políticos y económicos) y crearon una cultura nueva: el pragmatismo, la literatura propia, la ciencia con modelos apropiados a sus circunstancias, de ampliación de frontera interior. Pero esto no sucedió en Sudamérica. Aquí nos encerramos y dejamos de ver hacia el exterior. Asumimos una teatralidad (representando a los gobernantes coloniales) y enfrentamos toda iniciativa del liberalismo, que era la ideología del progreso y la no crueldad.
Leyendo a Fernando González he pensado mucho en uno de sus amigos: Alejandro López, alguien que asumió la identidad no deseando ser sino siendo en las circunstancias. Este gran ingeniero y ensayista (reconocido en Inglaterra por sus teorías e ideas innovadoras) (7) admite que la identidad es la diferencia que produce conocimiento de sí, y también es la comprensión del otro como necesario para ejecutar cualquier acción que conlleve progreso. Algo similar teorizaba después Martín Buber, el filósofo judío-alemán, al hablar del Ich und Du (yo y tú). ¿Pero qué fue de Alejandro López en estas sociedades de la simulación? Lo que se esperaba: un excluido, un hereje, alguien que salió del estado de sometimiento y no tuvo más alternativa que irse del país. De un país sudamericano (que como los otros es clonado), que no admite independencia intelectual (la base de toda independencia).
En estos países sudamericanos pensar por la propia cuenta (en términos independientes), sea para ver lo que no se ha visto o para complementar lo que otros dicen (ajustados al yo y mis circunstancias de Ortega y Gasset, otro excluido), es un acto subversivo. En la dependencia nos volvimos adicto-dependientes y nos ajustamos a lo que otros piensan para nosotros distribuirlo en términos absolutos. Y en esta dependencia adquirimos el complejo de no ser seres pensantes sino sujetos vacíos que esperan ser llenados por el pensamiento de europeos y, con algún recato, de norteamericanos. Por esto, por ese complejo de inferioridad manifiesto y predicado (el otro, el europeo, siempre es más inteligente que yo), no creemos en nosotros mismos. Hablar de un autor venezolano o ecuatoriano, por ejemplo, produce burlas. Y hablar de un pensador entre nosotros, rabia y envidia. No nos hemos liberado entonces de la vieja sociedad colonial y preferimos liberarnos de Bolívar, alguien incómodo, que pedía que iniciáramos el camino hacia nosotros, a la identidad mestiza (la que contiene todas las sangres y en ella revuelve las más variadas culturas), única propia de estas tierras, y como tal es posibilidad de ser diferente y propicia al intercambio de conocimiento. Pero no pasó así, nos avergonzamos de ser nosotros y asumimos la apariencia, la caricatura (la deformidad). Y en este guiñol nos mantenemos, dándoles palazos al uno y al otro, mientras la audiencia ríe.
El caso Juan Vicente Gómez
En el extraño y confuso cielo de los héroes nacionales, cercados y cercadores, Fernando González encuentra a Juan Vicente Gómez como el gobernante más cercano (si bien no tan cerca como para ser modelo) al espíritu bolivariano de independencia. Como dice en Santander y luego lo explica en Mi Compadre, Juan Vicente Gómez (el dictador venezolano) es el diablo. Es el brujo. Y estos dos apelativos le caen bien porque estuvo en el poder durante veintisiete años (de 1908 a 1935, año de su muerte). En América Latina, a los dictadores, en especial a los del Caribe, las gentes les otorgan poderes provenientes de la brujería o de pactos con algún diablo, sea éste Asmodeus (que otorga virilidad) o Mefistófeles (con el que se hacen pactos a cambio del alma). Y si bien hay muchos otros diablos (la demonología es cosa donde Dios no está claro), estos, seguro, no tocaron a Juan Vicente Gómez, al menos al estilo tradicional: enloqueciendo. A él lo tentó poco la avaricia, la ira desmesurada, la envidia, la miopía política, la negación del desarrollo, etc. No hizo parte, entonces, de lo que Alfredo Iriarte llamó El bestiario tropical, en el que Rafael Leónidas Trujillo fue la bestia principal.
Juan Vicente Gómez (hombre que se rebela contra la constante de desorden de la historia venezolana) no cabe en El otoño del patriarca (de García Márquez) ni en El señor presidente (de Miguel Ángel Asturias) ni en Yo el supremo (de Augusto Roa Bastos). Es un dictador extraño: Fernando González lo llama un dominador, alguien bien situado en la realidad sudamericana, que se encargó de modernizar a Venezuela con carreteras, aeropuertos, inicio de la industria, pago de la deuda externa y un llamado a los rebeldes a dejar las armas a cambio de trabajo. Y esto es lo que admira a Fernando González: que alguien, a los setenta y ocho años de la muerte de Bolívar, sea una extensión ideológica del héroe. La tarea de Juan Vicente Gómez fue la de intentar liberar la mente de los venezolanos de los idearios coloniales para crear una sociedad nueva lejos de los patrones de los héroes de frontera. Este dominador (o diablo, o brujo, o dictador) es más bien un tirano. Alguien llamado para organizar el país. Claro que organizar un desorden no es fácil, y para ello se necesitan varias vidas y estar más a la defensiva que sobre la acción que se ejecuta. Hay muchos interesados en no dejar hacer nada, en sostener el sistema del que viven, en no permitir los cambios porque en ellos la estructura del paradigma colonial (conocido en sus falas y gabelas) se diluye. Juan Vicente Gómez es “un ángel y una tigra parida”, dice Fernando González en Mi Compadre. Y le toca ser una tigra parida porque tiene que defender a la cría, lo que está haciendo, frente a lo cual se oponen no sólo algunos sectores de poder venezolanos sino también los intereses coloniales de las potencias cercanas. Pasa lo que en la isla de Grenada: modernizarse, elevar la calidad de vida, son actos que, al descolonizarse, van contra los intereses habidos.
Fernando González se emociona con ese brujo que gobierna (casi todo el tiempo) desde la ciudad jardín de Maracay. Allí, el dominador (que tiene ideas renacentistas y lee a los clásicos) construye la Plaza Bolívar más grande que hay en el mundo. Es una plaza racional (hecha con base en la geometría), al estilo de las parisinas, en las que las simetrías establecen un orden por entre el cual las personas se mueven para verse más bellas. Juan Vicente Gómez piensa en la belleza, en los órdenes necesarios, en el estar bien para que las ideas no salgan apresuradas, viciadas o muertas. El orden estético necesario para pensar bien. Y este orden en Sudamérica es brujería, pues debe ser que el espíritu de Bolívar se ha apropiado del alma de Juan Vicente. Y como es brujería, los poderes ocultos lo han llevado a ver el siglo XX. Sus enemigos (que no dejan de ser propios de un siglo XIX mal entendido) se consuelan hablando del diablo, de las trampas que pone, de la imagen seductora que crea para engañar. Esos enemigos no aceptan que ellos son el diablo (un diablo cojuelo como el de Guevara, que se la pasa espiando a los demás por encima de los techos de las casas).
En Juan Vicente Gómez, Fernando González ve la vitalidad del hombre de todas las sangres (el propio de Sudamérica) y asiste con él a un sueño de amplitud, al inicio, al fin, del sudamericanismo (de un nuevo espíritu renovado), idea proclamada por Bolívar aun en sus peores momentos. La unión, antes que todo, el trabajo como acción para construir algo nuevo, la identidad que se vale de las circunstancias, mejorándolas. Sin embargo, esto ha sido sólo un sueño. Juan Vicente Gómez es un hombre y no ha podido ser un conglomerado, una multitud cambiante. Al poco tiempo de su muerte, todo vuelve a las antiguas condiciones y, ahora sí el diablo, ese Lucifer sin luz, vuelve a sus amaños. Juan Vicente Gómez ha sido un sueño de opio, como diría Teófilo Gautier. Sin embargo, el compadre queda en la historia como referente de que, si hay espíritu, se pueden crear novedades y bienestar. Como referente de que Bolívar, cuando es bien entendido, necesariamente crea un cambio, una manera de vivir, un espacio de identidad.
El compadrazgo entre Juan Vicente Gómez y Fernando González nace de la similitud de ideas, de que al menos son dos los que creen en Bolívar, aunque esta creencia sea tenida como una gran herejía en estas tierras del desorden, el calor, el dolor y la falta de independencia. O donde se aparenta la independencia fallando incluso en el simulacro. Quizá sea cierto lo de Hegel: que en estos sitios el calor nos impide mirar hacia delante. Es que nos gusta más estar a la sombra. O en las sombras.
Pequeño anexo, a manera de conclusión
Para este trabajo usé una edición pirata de Los negroides. El libro carece de editorial y pie de imprenta. Seguro fue impreso en algún lugar oscuro, en los que hay almanaques de muchachas desnudas anunciando cerveza o amortiguadores. Y usé esta edición sólo para tener en frente mío una confrontación: lo ilegal. Porque de la independencia que pregonamos, lo que más ha hecho carrera es la ilegalidad, la cultura de lo oscuro, de que lo que hay por ahí es mío y puedo hacer negocio de él. Esa ilegalidad nace del desamparo, del no tener horizontes, de la supervivencia y del egoísmo que anula la egoencia, esta necesidad de sabernos de un lugar y ser en él.
La edición pirata de Los negroides puede deberse a dos hechos: 1. Que conseguir los libros de Fernando González no es fácil, pues desde la guerra civil española su nombre fue sambenitado (8), y ese sambenito que le colocan lo cataloga como loco, resentido, medio paria, etc., y sus escritos pasan a ser despreciados, al igual que su persona. Hay que ver de lo que es capaz la envidia y el temor a tenerse que reconocer. 2. Los libros son caros y los pobres no pueden acceder a ellos sino a través de la ilegalidad. Encarecer un producto es una manera de prohibirlo. Recuerdo la entrevista que Philip Roth le hace a Iván Klima en su libro El oficio. Allí se cuenta que los libros de Klima corrían por Checoslovaquia en ediciones mimeografiadas. Ésa fue la única manera de leer a alguien que denunciaba las desmesuras del Estado totalitario.
En suma, siguiendo a Fernando González, nos hemos independizado sin independizarnos.
Y esta contradicción es lo que legitima el realismo mágico que cubre a Sudamérica. Y es lo que asusta cuando un indio o un mestizo o un negro llegan al poder. Llevamos doscientos años tratando de ser esos españoles que hoy nos tratan como sudacas.
Escrito en Medellín, ciudad que ha creado los escritores más contestatarios de Colombia. Es que la búsqueda de la identidad duele y produce iras.
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* José Guillermo Ánjel. Escritor y PhD en Filosofía. Profesor del Centro de Humanidades de la Universidad Pontificia Bolivariana.
Notas:
(1) | Texto citado por Curzio Malaparte, en “Historia de un manuscrito” (introducción a la novela Kaputt). La traducción es: “Así, en fabulosos tiempos, después de las inundaciones y los diluvios, surgieron de la tierra hombres armados y se exterminaron”. |
(2) | Acerca de la definición del nombre para esta parte del continente, ver: Don Mirócletes. A lo largo del presente texto se hará énfasis en el término usado por Fernando González, Sudamérica. |
(3) | Recurro a los dos apellidos porque en estas tierras son necesarios para adquirir legitimidad. |
(4) | No nos pasa en Sudamérica lo que sucede en Brasil, que al hablar portugués se unen y establecen una ley de aduanas para permitir el desarrollo de la nación. Brasil se separa de Portugal sin un solo disparo. Su método fue un asunto de ideología y de asimilación del siglo XIX. |
(5) | En Fernando González la metafísica es la trascendencia, el ir más allá de lo que en un momento somos. |
(6) | La escena no es textual, la narro como la recuerdo. |
(7) | Para enterarse más de Alejandro López, leer la biografía que hizo sobre él Alberto Mayor Mora (2007): Técnica y Utopía. Biografía intelectual y política de Alejandro López, Medellín, Editorial Eafit. |
(8) | A Fernando González lo publicaba la Editorial Juventud de Barcelona, una editorial de corte liberal. Cuando los republicanos pierden la guerra, las editoriales catalanas son perseguidas y con ellas los autores que publican. Esta purga llega hasta nosotros y aquí se aprovecha para prohibirlo o, al menos, excluirlo. |
Fuente:
Ánjel R., José Guillermo. “Fernando González y la independencia”. En: archivo multimedial Conmemoraciones Bicentenarias: Todos Somos Historia, tomado del documento en formato pdf disponible en el disco compacto. Proyecto dirigido por el investigador Eduardo Domínguez para el Canal Universitario de Antioquia.