Introducción a la
Revista Antioquia

Por Alberto Aguirre

Fernando González era la búsqueda de sí mismo. Todo su conato creativo, así como su presencia de hombre en el mundo, tenían esa meta, marcada ya en el Templo de Delfos como el primer impulso filosófico.

En el número 2 de la Revista Antioquia, al decir que el 1 se había agotado, anota: «No esperábamos tanto, pues esta revista es hija nuestra y nosotros vivimos a la enemiga». Para eso hizo esta revista, para vivir a la enemiga. Pues no de otra manera se puede vivir en una sociedad podrida. Ante todo, se precave de la adulación: «El admirador desea que seamos como él, que nos convirtamos en servidores de sus gustos; de ahí la esclavitud en que caen los alabados: pierden la agilidad, esencia de juventud, esencia de quien vuela, del andarín y del celícola» (p. 40) (1).

No escribía para la gloria. Por eso vivía a la enemiga, pues los colombianos no hacen cosa alguna, ni escriben cosa alguna, ni intentan cosa alguna que no sea para asegurarse el pedestal y una fama aldeana. En un país así, Fernando González no tenía «copartidarios». Ni escribía para ganar medallas. Al escribir a la enemiga, desechaba adeptos y condecoraciones. Escribe que si el Creador le propusiera eternizarse sobre la tierra, le pediría que lo dejara siempre enjuto de vientre, y añadía: «Eternízanos enamorados de todo, pero solitarios, jamás copartidarios» (p. 41).

Lo que pretende es desnudar a esos de los que no quería ser copartidario: «Esos que están robando y estafando al pueblo, piensen que todo se sabrá en el día del juicio. ¿Qué importa que lo sepan desde ahora?» (p. 42). Para eso escribía, para que lo supieran desde ahora, tanto ellos, los estafadores y ladrones, como el pueblo robado y estafado. Su revista es un panfleto. En los primeros números lleva este mote: «Manera nueva de panfleto filosófico»; luego, «Panfleto de Fernando González»; y el último, que hace enteramente solo, «Panfleto amoroso». Para poder desnudarlos tenía que ser duro. La ira con que remata el último número es ira santa: «Este país dejará de ser la casa de los taitas, cuando entienda, y no entenderá sino cuando padezca. Padeceréis hambres caninas. Pagaréis el delito de haber explotado el dolor universal. ¡Ya viene la “crisis”, la crisis del latrocinio! ¡Pueblo de “gerentes” y de zambos de la cuchillada!».

Había padecido a Colombia, quizá como nunca en su vida, durante estos años de la publicación de la Revista Antioquia. Porque eran textos que iban brotando de su confrontación con la realidad, a la cual ponía su oído como los Pieles Rojas para advertir la presencia del lejano jinete. Terminó lacerado. En el primer número les pedía a los hombres públicos —los que serían desnudados—, que no se enojaran: «Recuerden que el pueblo tiene los derechos de espectador y que la vida de los pobres sería infernal si nos prohibieran la risa». Y hacía suyo el lema de Voltaire: «Marchad siempre por el camino de la verdad… burlándoos».

Desde entonces se sabe que ni la burla nos defiende. Sólo quedan la ira y la lágrima. Pero, siempre, en cualquier circunstancia y contra cualquier dardo, ese es el camino que nos señala: la verdad. Pero esta gente compuesta de gerentes y cuchilleros es dura de oído. En el prólogo al número 12, que pone en la pluma de Cronio, el gerente, pero que sin duda es suyo, dice: «Sostiene F.G. que una gran nacionalidad no aparece sin que la preceda el creador de mitos. Y como él cree que Antioquia será un gran pueblo histórico, desea consagrarse a los mitos, o por lo menos ser el iniciador. Esta revista ha estado dedicada a ello desde el primer número, pero la gente no ha entendido bien los altos fines que aquí se persiguen».

Puede que ahora sí entiendan. Lo dudo.

Aquí, en seguida, en esta suma que es la revista de Fernando González, está in nuce el autor. Es como un vademécum de su pensamiento, como mirar por el revés de un catalejo, y advertir, en síntesis, su idea, múltiple, variada, contradictoria. Aquí se manifiestan sus dotes, sus valores, su estilo, sus ideas, su filosofía, sus tendencias. Es ocasión singular, pues fue siempre alguien que no se dejó encasillar por el concepto. Al tiempo que buscaba el mundo, se buscaba en el mundo. Buscaba el ser. Y la revista, por su misma condición de apego a la actualidad, indica esa búsqueda en la palpitación del mundo.

Porque el pensamiento de Fernando González va adherido a la realidad. El concepto deriva de la realidad, no de otro concepto. Por eso es que le tienen ojeriza los filósofos de cátedra, aislados en su estrado como en una cápsula del tiempo. Como vivía atisbando el mundo, con la curiosidad de un animal o de un niño, sus conceptos están preñados de realidad. Como untados aún del barro vital. No es impoluto Fernando González. Por lo menos, para el paladar de los profesores de filosofía.

Por eso es que resulta delicioso leerlo. Y excitante. Aquí, con tan variados sesgos y ángulos y reflejos —un poliedro—, va uno viviendo, a salto de mata, un pensamiento. Y la delicia se acendra al leerlo de corrido, saltando de uno a otro campo, de la novela al poema, a la biografía, al ensayo filosófico, al atisbo sociológico, al análisis político de la realidad inmediata, a la punción de las costumbres, a la descripción de los modos populares. Es un perpetuo asombro. Y, al remate, se sabe que se ha leído UN libro, no el arrume de textos disparatados.

Funciona como texto de historia de Colombia. Porque no es la simple revista o repaso de los acontecimientos, sino su perforación. Cava hondo, cava hondo, decía Nietzsche. Y Fernando González cavó. Leído hoy, sesenta años después, tiene la condición del texto histórico. Porque logró ese milagro de la levitación que aconsejaba Ortega para entender el propio tiempo: distanciarse, elevándose, para así apreciar, en frío y en conjunto, el fenómeno.

Y se empieza a comprender un país que arrastra lacras desde sus inicios. Esto que decía Fernando González en mayo de 1936 vale hoy: «Colombia tiene pueblo y no tiene clase directiva» (p. 3).

Al apreciar el fenómeno político, forzando una perspectiva histórica, componía también una sociología. Esto es, un texto que permitiera asomarse a la sustancia de esta sociedad.

Por atisbos, una y otra cosa. Y el que quiera sistema, no es sino que arme o amarre los diversos textos. González iba siempre disparado por el acontecimiento. Buscaba a la gente para encontrarse entre la gente. Y así descubrió a Colombia. «La putería invade a la sociedad mulata, al mismo tiempo que el míster agarra coños y minas». Es esa la sustancia de este país prostituido, y de una casta vendepatrias. «Las minas de esmeralda han sido para Colombia como la belleza para una obrera: causa de corrupción».

Los partidos han sido la máscara de esa sumisión; la máscara de una democracia. Sobre la sucesión de los partidos en el poder, que aquí toman por demostración democrática, decía González: «Se trata de un cambio de propietarios». Denosta ese espíritu de partido, ese faccionalismo, que no es sino división, y que produce el alineamiento de los odios. No se comprende al otro, ni se intenta. Se le odia, y se rechaza lo que dice, por ser otro.

Y los políticos, reyes de la trapisonda. En 1936 el presidente de la república era Alfonso López Pumarejo, y el jefe de la oposición, Laureano Gómez. Fernando González decía de éste que era «una hortera de la moral», y en el otro señalaba su «carencia de preparación moral e intelectual». ¿No es cierto que no es sino cambiar los segundos apellidos para quedar situados en el presenta? Colombia da la impresión de avanzar, pero es como el tiovivo, que gira sobre un eje, pasando siempre por los mismos puntos. Los muñecos son los mismos. Y repiten las mismas trapacerías: «La aduana de Buenaventura está en las garras de Garcés, y también el consulado de Nueva York, y el Garcés tiene droguerías, porque le dio a mutuo mucho dinero al presidente López para su vivir dispendioso. ¡Hombres-rameras!» (p. 107). Tal vez lo único que ha cambiado es la temperatura de los dineros.

De esta verificación de un mundo vicioso y rapaz surgen por fuerza, una idea y una postura:

Bueno pero ¿qué somos políticamente? Somos anarquistas. El objeto de la vida es disciplinarse hasta no necesitar gobierno. Un filósofo está por encima de las leyes. Creemos que el gobierno es medio para conducir a los hombres al anarquismo, o sea, al paraíso. Para eso deben ser las escuelas, leyes, caminos y casas disciplinarias. Por consiguiente, el primitivo necesita que lo gobiernen mucho. Suramérica necesita gobiernos muy fuertes. […] Personalmente vivimos en la anarquía. Hemos conseguido la buena conciencia; decimos todo lo que pensamos y hacemos todo lo que sentimos; para nosotros no existe el gobierno sino como tema para escribir. Nadie nos importa ni se cruza en nuestro camino. No tememos, no odiamos y amamos la VIDA por sobre todas las cosas.

El ideal del hombre es ser como rosa abierta, que no tiene nada oculto; ser desvergonzados, por inocencia y no por odio (p. 175).

Esta idea o posición moral —y política— del anarquismo, como afirmación individual y rechazo del poder, es esencial en el texto de Fernando González. En otra parte dice: «Es en el corazón y en el espíritu donde residen las dificultades y donde está la solución de los problemas; con estos directores colombianos, bien podéis expedir mil leyes y ordenanzas, y la vida continuará desagradable, difícil y fea». (p. 240). Hoy es aún mayor la maraña de lees y ordenanzas. Y aún más fea la vida.

Tenía cabal conciencia de la política y de sus oficiantes y sacristanes. No se perdía en deliquios, ni fabricaba delirios. Conocía y reconocía la realidad: «Es un postulado que el político maneja fuerzas sociales; el político no es maestro de escuela, moralista ni pensador. Es artífice que maneja al hombre en cuanto gregario. La política podemos definirla así: arte de conducir al pueblo a sus destinos latentes» (p. 152).

Por aquí va apareciendo la idea del conductor, del duce, que le hizo dar a González uno que otro traspiés. Quizás inspirado en Bolívar, y con el asco del faccionalismo, pensaba en el conductor. Pero es que ningún pensamiento es monolítico, ni el que lo piensa. La esencia del ser es la contradicción. Y el que lee también tiene que entrar en contradicción. No se trata de comulgar.

Es que conocía a los políticos colombianos y a la política colombiana. Su diagnóstico es una anticipación:

A causa de este período biológico presentista en que vivimos, resulta que el colombiano es variable y que no se puede confiar en él. El presentista es simiesco: exagera y es inconstante. De ahí la exactitud de esta frase: «En Colombia nadie se desacredita bien desacreditado». […] Se puede observar en nuestro congreso el caso frecuente de que «prueben» que fulano es «ladrón» y entonces congresistas y barras desean «matar» al «acusado convicto». Al día siguiente habla «el ladrón» y todos lloran y abrazan «al hombre más grande de Colombia» (p. 373).

Por eso es que cada semana, desde entonces, aparece «el hombre más grande de Colombia». Y aparecen cada semana más ladrones. Como no se desacreditan, siguen robando. Ayudados por su vanidad, que no los deja verse. Esta escena es como de la picaresca; « “¿Con quién estás acostada?”, diz que preguntó don Luciano a su mujer, doña Josefa. “¡Pues con Luciano!”: “No, ¡estás acostada con el Gobernador de Antioquia!” « (p. 11). Por eso se hacen nombrar gobernadores: para darse bomba hasta en la cama. Los políticos colombianos no despliegan cola de pavo real, sino humilde y arrugada cresta de gallo.

Cada pueblo se merece los gobernantes que padece, es cosa bien sabida. «Por ejemplo, la Compañía Colombiano de Tabaco goza de hecho de un monopolio y para conservarlo tiene que vivir haciendo equilibrios políticos, comprando constantemente la opinión pública, al Presidente, congresistas y ministros» (p. 348). Esto no lo escribe hoy, lo escribió hace sesenta años. Se ha vivido en medio del soborno, en este dañado y punible ayuntamiento entre gobernantes y empresarios. Y el pueblo, esquilmado.

Escribió Fernando González en 1945, al reanudar la publicación de la revista, que había suspendido en 1939: «El pueblo colombiano está en legítima defensa. Para ejercerla, reanudo estas publicaciones. Puede el individuo renunciar a defenderse y sacrificarse. Pero el pueblo no. ¿Por qué? Porque no se puede renunciar al derecho ajeno: el de los niños y las generaciones futuras». Ejemplo del intelectual comprometido. Conciencia de la obligación que tiene de analizar la realidad concreta y de salir a la defensa del pueblo, abandonando la torre de marfil. Y es novedosa esa tesis de derecho político, de que a la defensa colectiva no se puede renunciar. Tan distinto González a los intelectuales a la violeta que habitan a Colombia, de espaldas a su pueblo y de rodillas ante los poderosos.

El problema en 1945 se llamaba Alfonso López Pumarejo. Había perdido lo que hoy llaman «gobernabilidad», y gruesas capas del país, así como estamentos de la clase dirigente, pública y privada, le pedían la renuncia, en razón de trapisondas y trapacerías cometidas bajo su mandato. Escribe Fernando González:

Es cierto que el delincuente no se aparta del lugar de la fechoría: ronda por ahí como Raskolnikoff por la casa de la vieja. El delincuente quiere dejar al cómplice al lado de la piedra que cubre el cadáver, y a este tormento lo llaman continuismo… Les diremos que no es necesario dejar un paje ahí, cuidando el entierro; que ya todo lo sabemos; que no somos vengativos; que se vayan con el dinero y con el remordimiento; que los muertos viven en sus asesinos y no necesitan ayuda de los vivos para que la justicia se cumpla ¡Váyase con su conciencia! No lo odiamos. Lo compadecemos. Váyase, pobre hombre, que usted asesinó al sueño, como Macbeth (p. 543).

Parece escrito para lo de hoy. Y era que López Pumarejo quería dejar al «cómplice al lado de la piedra que cubre el cadáver». Y este (el cómplice, no el cadáver) era Alberto Lleras Camargo. Se fue al fin López, pero dejó a ese.

No es que González tuviera el don profético sino que sabía cavar hondo en la realidad. Y en ésta se encuentra, in status nascendi, el porvenir.

En 1936 decía: «Así, los yanquis nos tienen cogidos y hacen de nosotros lo que se les antoja». Al Negro Cano le aconsejaba: «Si continúa de librero, traiga libros de “ciencias ocultas”, redomas para mirar el futuro, amuletos y posiciones de Pompeya». Así se ha cumplido, aunque no exactamente por el Negro Cano. Pero los yanquis sí son los mismos, e igual el apretón.

Escribió el 7 de agosto de 1942: «Acaba de terminar Eduardo Santos su vanidad. ¿Para qué, ya? Todos son ladrones. Y acaba de subir al taburete el rey de los ladrones, Alfonso López» (p. 578). Era un verbo duro, como un latigazo. Algo también insólito en este país de la pompa y el besamanos, donde los periodistas y los filósofos y los intelectuales se inclinan reverentes ante todo lo que trasunta poder y dinero. De ahí ese lenguaje melifluo que aquí reina. El verbo descarnado de González los asustaba. Y, claro, los irritaba. Bregaban por callarlo. Era como un azote, porque Colombia sigue siendo un prostíbulo. Vea lo que escribía, en especie de sermón demoniaco dirigido a este mulato ladino:

¡Animo, ladrón…! No permitas que te domine el pánico de la Cosa infinita: te perderás económicamente. En la economía burguesa no puede entrar el pánico nocturno, el alma llevada en la noche como pajuela de viento huracanado. […] ¡Sé duro, hijo del dios Mammon…! Sordo a la voz de la Cosa infinita, si quieres ser gerente del Monopolio del Tabaco y del Prostíbulo… ¡La voz de la conciencia…! ¡Huye de la voz de la conciencia! […] ¡Ciegos seremos al temblor de la conciencia…! Somos los colombianos, los hijos de Mammon. […] ¡Oh, bendito rey nuestro colombiano, has dado a tus hijos la seguridad! ¡Ya no temblará la conciencia, ya no temblará, ya no existirá esa bruja! ¡Hemos matado la conciencia! ¡Somos hijos tuyos y de la tierra! ¿Qué nos importa el Otro, el Sacrificado? «¿Acaso soy guarda de Abel?». ¡Hace siglos que se dio la gran respuesta a la conciencia…! ¡Colombia! ¿Quién eres? ¡Sepulcro de la conciencia! (p. 622).

Aplicando el oído a la realidad, sin pedantería —sin la pedantería de los conceptos—, logró hacer una sociología de Colombia. Que la visión crítica de una realidad ha de surgir de ésta y no de las teorías. «Voy a bregar por hacer, en pequeños capítulos, un cursito de sociología colombiano al alcance de todos los bolsillos y de todas las inteligencias», decía en el número 9 (p. 370). Era claro su conato, y sin aspavientos. González vivía a flor de piel, la suya y la de su país. Agregaba: «Entiendo por sociología colombiana la descripción y explicación de los modos de manifestarse nuestra patria».

Auscultó al hombre colombiano desde su raíz. O desde su circunstancia, que viene a ser lo mismo. El colombiano, dice, es presentista: «Entiendo por tal, aquel en quien la impresión del instante ocupa todo el yo» (p. 372). Y añade:

En los pueblos en formación, como el nuestro, no pueden comprender que comunismo es un estado de conciencia en que sentimos que todo el universo es nuestro, porque el yo posee todas las doctrinas, vive todos los aspectos y ama a todos los seres […] El hombre primitivo necesita de la escritura pública para amar los bienes terrenos, del cerco de púas, para emocionarse con árboles y animales y de la partida de matrimonio y de nacimiento, para amar y respetar a la mujer y a los niños. El presentista vive únicamente su instante, su odio, su gana de ahora: es un epifenómeno.

Como el colombiano es presentista, no hay aquí conciencia histórica. Ni hay memoria. Se vive la anécdota. Se vive sólo desde las coyunturas, sin entender ni atisbar siquiera las estructuras fundamentales. De ahí que la rencilla, y su producto genérico, la violencia, sean el dato del hombre colombiano. Es que no entiende. Y los remedios que concibe para sus postemas son todos tópicos. No se llega a la raíz. El colombiano no ve más allá de sus narices.

Por eso es que no ha visto a Fernando González. Ni ha entendido su método. Es muy claro:

Pero sigamos describiendo hechos que todos puedan comprobar. El razonamiento apriorístico está desterrado de nuestra ciencia y de todas; nosotros, suramericanos, latinos, debemos cuidarnos mucho de este vicio de seminario; no nos cansemos de repetir a la juventud, así: observar, observar, observar; experimentar, experimentar, experimentar. Repitiendo de a tres veces estas palabras, llegaremos al fin a no ser viciosos solitarios en sociología, pues ya vemos cómo se llega a la presidencia, repitiendo tres vivas (p. 375).

(López Pumarejo, orador de plaza, agitaba a la muchedumbre con tres estentores: ¡Viva el partido liberal!, y eso le bastaba).

Es esencial aquello de que «todos puedan comprobar». Porque la intelligentsia colombiana se ha rodeado siempre de hermetismo para simular el conocimiento. Lo que no se entiende, lo que se expresa de modo confuso y alambicado, es porque debe ser muy profundo. El texto de González era rotundo y transparente. Lo que quería era que entendieran, comprobando sus decires. Pero bien se sabe que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Y en Colombia no han querido oír. En fin, Fernando González no era académico, a Dios gracias.

Desde esta plataforma veía a los colombianos. Y así, como con rayos X, los penetraba y desnudaba. Ya en Cartas a Estanislao, libro de 1934 —y lo recuerda aquí— había dicho que a «Colombia la gobernaban unos púberes con barbas». La puerilidad, el capricho, el rencor, la mezquindad, la envidia, como motores del gobierno. Ninguna conciencia del destino. Sólo la conciencia de la ventaja. Apunta:

Ayer no más veía que los periodistas están admirados de que hayan nombrado ministro de educación a un jovencito que no es bachiller. ¡Lo «raro» sería que Alberto no fuera ministro! Uno de los inconvenientes de la sociología es que nos quita la capacidad admirativa al mostrarnos la determinación de los sucesos. Coged un retrato de Alberto y miradlo detenidamente: la vivacidad de los ojos, pequeños, de animal efímero; el acabado menudo de las facciones; los mamones prognatas; la sonrisa de muchacho malicioso; toda la figurita nos conduce a la conclusión de que a los tres años ya tenía pelos e instinto de gobernar (p. 376).

Es preciso el retratico de Alberto Lleras Camargo. Y la historia ha establecido esa certeza. Ahora nombran ministra a una señora porque educó a seis hijos. Nacen colocados, viven colocados y mueren colocados. Se trepan al poder, no por voluntad popular, sino por una fementida vocación ancestral o por muñequeo burocrático. Por eso gobiernan para beneficio de las castas.

Esta suma de vanidades y paramentos se da en un contexto. Con el afán sólo de designarlo habla así Fernando González:

El mundo, a cada instante, es nuestro estado de conciencia. Por ejemplo, todo lo perteneciente a Eduardo Santos huele y tiene la forma de la hipócrita virtud: toda Colombia huele a El Tiempo. Oigan la manera como hablan los jovencitos desdentados que envían noticias desde ese periódico:

«Ayer nombraron por unanimidad a Eduardo Santos para director del liberalismo. A la salida del Senado, sólo el luto riguroso por la muerte de doña Polita libró al doctor Santos de ser conducido en hombros».

¡Abrid los esfínteres para que no habléis apretado, oh jóvenes bogotanos! (p. 237).

Dice que la capital «es igual a su fundador, a ese Jiménez de Quesada, que se robó las donaciones para obras pías, según leemos en Juan de Castellanos». Allí la ley es asesinar y robar: tolerar el crimen o suscitarlo o cometerlo. Pero su denuesto a Bogotá y a la casta de lanudos que la pueblan no es enemistad, ni reacción regionalista, que González está lejos de todo faccionalismo. Es que la capital no sólo es símbolo y recinto de la podre que corroe a la nación, y a los colombianos, sino que desde allí se riega la plaga por toda la república. Y el remedio, si quiere ser eficaz, tiene que atacar el núcleo: «Nuestra lucha no es contra Bogotá, como ciudad, sino contra “el espíritu de Santander” que allí reina. No es contra los santafereños, sino contra los periodistas y los políticos» (p. 114). Contra la hipocresía. Dice:

Las debilidades, los titubeos y el retraso de Colombia proceden del error de haber establecido la capital en Bogotá, pueblo situado en cima y clima impropios bajo todo punto de vista, sobre todo impropio para capital, que quiere decir ciudad de todos, corazón de un país. Bogotá es aldea incomprensiva, aislada, costosa, lanuda y chocolatera; es clima proclive a los vicios contra natura (p. 484).

Esto no es inquina sino análisis sociológico. Pero los colombianos lo han entendido como inquina —en particular los bogotanos—, y por eso en realidad nada han entendido. Y este país sigue con el pecado a cuestas. Y está podrido.

«Medellín, dominada por inhóspites vendedores de rollos de tela; Medellín, guarida de hoscos fariseos hipócritas» (p. 152). Como un aguafuerte. Qué nitidez en el retrato, con tal economía de palabras. Y, como en general en los textos de González, qué presciencia, que es resultado de cavar hondo. Metido en la realidad —no en el concepto— y penetrándola hasta lo hondo, logra descubrir la esencia histórica. La que pertenece a eso que se llama la historia larga. Así, lo que dijo hace sesenta años vale hoy. Y más, porque la podre, al durar, se acendra y se extiende. Medellín es hoy igual. La única diferencia es que ya no sólo venden rollos de tela los cachivacheros.

Esto no es auto-flagelación sino distancia crítica. Y conciencia libre. González no era «patriota». González, recuérdese, vivía en Otraparte. Denosta: «Lo cierto del caso es que el antioqueño es un mío y un tuyo con calzones. ¡Caramba, qué hombre burdo es el antioqueño! […] Los enemigos de Arredondo son ese grupo de familias cachivacheras del Parque de Berrío, en Medellín, que desde el tiempo de Rafael Reyes vienen explotando la política para enriquecerse» (pp. 241-242). Y más adelante:

El latrocinio propiamente antioqueño es la estafa. Aquí se trabaja con la inteligencia. Por eso el Diablo es de Medellín. Antioquia es pueblo comerciante, y el comercio casi, casi se confunde con la estafa; por lo menos se parecen mucho. Pongan a Santo Tomás a que diga en determinado caso en dónde terminó la habilidad comercial y comenzó el engaño, y verán que se les queda pensando (p. 517).

De esos análisis, de esa penetración de tejidos sociales patógenos, hecha con escalpelo, iba saliendo su teoría del mulato suramericano y del complejo de bastardía que signa a estos países, que habría de explayar en Los negroides. Esto lo escribió en Marsella: «En Europa, el sucederse de las estaciones hace apreciar mucho la existencia; en el trópico se confunden morir y nacer; carecemos allá del reloj vital» (p. 520).

El drama es vivir en el trópico. Habría que entender esto, sin pujos ni lamentaciones, y caminar algún día el camino que Fernando González iluminó. Por lo menos, tomar su método, que es una actitud. Más que una enseñanza o una lección, es un camino. Vivía al vaivén. Lo cual también tiene sus peligros.

Encomia a Mussolini («calvo, duro, casto, sobrio, jinete, ciclista»), que está a punto de conquistar a Etiopía «a pesar de Inglaterra, a pesar de Europa y a pesar de la cobardía de los italianos» (p. 32). Y elogia la política del dictador italiano de que «el capital y el trabajo estén bajo la autoridad suprema del Estado». Pero pone esta glosa en la página 77: «Con esto, Mussolini puso fin al individualismo. Acabó con la originalidad, con la iniciativa, con todo lo bello. La libertad, belleza, todo lo cercano a Dios se refugiará durante siglos en las cavernas». Por eso, sería trivial calificar a Fernando González, como hacen algunos púdicos —más ignorantes que púdicos—, de inclinaciones «fascistas» (recuérdese que, años atrás, había sido expulsado de Italia por sus escritos contra Mussolini). En realidad, aquí, en este mismo párrafo, hay un dato: ni encomia ni elogia, verifica. Por ahí cita a Spinoza, en lema que es el suyo también: «El filósofo, que entiende, ni ríe ni llora». Y quería entender. Y entendía —es la idea de Bolívar, que González explicó bien en un libro— que pueblos gregarios e informes necesitan gobiernos fuertes. Lo más funesto es la corrupción de naciones hipócritas e inicuas, amparadas en un fofo paramento democrático.

Quizá por eso llama «revolucionario» a Franco, cuando se alza en 1936 contra la República Española. Excitó, en principio, su instinto anarquista, y creyó que se trataba de un revolucionario. Error garrafal. Luego vio claro. En texto posterior, página 427, llama a Mussolini, a Hitler, a Stalin y a Franco, «azotes del espíritu». Y más adelante: «Mussolini y Hitler venían predicando y practicando la doctrina alemana de que la guerra hace parte de la naturaleza del hombre. Con Mussolini no discutiremos, porque se ha revelado como un fantoche, ha aceptado el papel de celestina».

Lo que pasa es que González no es una de sola pieza, ni va encarrilado. Su maestra es la realidad. Y ésta es mutable. A ella va adherido.

Termina por ver claro: «Lo cierto del caso es que el catolicismo les está haciendo la olla gorda a las dictaduras y, por otra parte, que la religión de Cristo está fundada sobre las nociones de libertad y responsabilidad individuales. Y desde el tratado de Letrán la libertad no puede esperar nada de la Curia de San Pedro» (p. 524).

González no está por complacer a nadie. Ni a nadie teme.

Ni es su lenguaje engolado. En este país formal se utiliza el verbo pomposo y se huye de la expresión vulgar, para simular así el conocimiento fino y abstruso, con lo cual el discurso termina por alejarse del mundo. Fernando González utiliza expresiones vulgares, esto es, las del vulgo, las del común. Porque va pegado al mundo. No anda, delirante, en la estratosfera de las ideas, sino que estas van atadas a la realidad y de allí derivan. Eso de la olla gorda es expresión popular para decir complicidad. Por allá dice del cura que le pegó un guascazo a un borracho atravesado en una procesión; el académico hubiese dicho «puñetazo» o, a lo mejor, «un duro golpe con su mano empuñada». ¿No es cierto que suena más fino? Y se regodea con los dichos del pueblo: le decía Aniceto, en la feria, de una vaca: «Da más leche que una ladilla parida». En Colombia, país alambicado, eso no es serio, ni puede ser serio libro que utilice tales voces. El presidente del concejo de El Sitio —hoy Copacabana— le decía al secretario, al empezar la sesión: «Uribito, lete lata». «Sírvase leer el acta, señor secretario», dice la Colombia constitucional.

Y qué bella su prosa; límpida, traslúcida, de un sobrio hálito poético. No por floritura, sino para decir mejor la cosa, que, dicha bellamente, resulta más certera. «Cuánta humillación hubo de sufrir Marco Fidel Suárez para que le perdonaran el haber sido hecho allí do las aves organan y el agua hace manso ruido, es decir, en una zanja de una mangada de Bello» (p. 6).

Y este texto es límpido:

La tarde moría sobre el valle del Aburrá, lentamente, como se muere una santa; las figuras de los judíos, de Poncio Pilatos y de San Juan se desvanecían en la penumbra; indudablemente que se desvanecían para no ver lo que iba a pasar, pues eran de palo, eran santos de palo… Candelaria fue dejando caer una mano sobre el sofá, con la palma para arriba, implorante… Al rato, el P. Pachito dejó caer al descuido su mano encima de la paloma, es decir, de la mano de Candelaria, y luego, lentamente, acarició aquella mano mientras hablaban de la congregación (p. 146).

Candelaria tenía diecisiete años: «El eje cigomático, largo; mandíbula inferior, fuerte. Era caricuadrada, llena en todo su cuerpo; pechos virginales, erectos, poderosos…».

Y este himno a Jehová, al cumplir 41 años: «¡No me dejes, Señor, pues mis dientes caerán y mi vientre se hará como mofletes de hombre carnívoro! ¡Ven, Señor, porque estoy llorando al sentir el frío de la vejez! Sin ti, mi cabello se torna como el pelo del pubis de la momia de la puta que me mostró el enterrador Urquijo» (p. 125). Es un deleite leer la prosa de Fernando González.

«Sólo hay un estilo verdadero y consiste en decir lo que uno piensa». Y añade:

Hay también otros estilos falsos, entre ellos el «bello estilo» y «el estilo de matones de café». Ahora vamos a tratar del «bello estilo». El origen de éste fue Cicerón; de él lo tomaron los italianos; de estos pasó a España y de aquí a las Américas, en donde culminó, pues los americanos son híbridos, o sea, falsos. Podemos llamarlo también estilo suramericano (p. 180).

Ese estilo ampuloso, al llegar a Suramérica, «cayó como semilla de hongo en boñiga». El discurso suramericano —en literatura, política, ensayo, poesía, economía, etc.— es hojarasca. Remata: «De suerte que Colombia está prostituida: por todas partes reina el estilo hipócrita en los escritos y en las intenciones». Porque el estilo no es costra, sino manifestación orgánica. Aquí se comprende el dicho de George-Louis Buffon, «Le style est l’homme même» (2).

Pone como ejemplo del estilo peinado suramericano los editoriales que escribe en El Espectador «Luisito, el hijo que hizo en Sabaneta don Fidel Cano». Esto se lee en un editorial de don Luis Cano:

El abundante raudal de lágrimas con que amargaron ayer el vino de su mesa los anfitriones del fúnebre banquete organizado para celebrar el cincuentenario y la muerte de la constitución del ochenta y seis (86), no será suficiente por sí solo para modificar en ningún sentido la realidad de que ese estatuto continúa rigiendo al país con las modificaciones que éste mismo le ha impuesto en un constante y metódico proceso de adaptación (p. 182).

Da lástima. Leed hoy el editorial del bisnieto. Es de notable semejanza. Pues son levísimos los cambios que, en estos sesenta años, han tenido el país, el hombre colombiano, Colombia y los Canos.

También le da otra nota a ese estilo en la página 329: «Leed la Revista de la Universidad para que sepáis lo que es aguamasa».

En su estilo está el hombre Fernando González. Por eso decía las cosas sin regodeos ni esguinces; derecho al blanco. «Fernando González no está con nadie, no es copartidario de nadie. Es anarquista ex-sanguine» (p. 367). Su estilo desnudo y su vida desnuda. «No se consigue el con qué. Eso es lo más grave de la vida ésta, así. La gente va junta y lo consigue; una va derrotado, escotero, y no lo consigue. C’est le côté le plus terrible de la philosophie et, surtout, de la poesie. El argento y el auro no se amalgaman con la vida pícara» (p. 624). «Me conocen tan poco en mi patria», exclama en otro sitio.

Porque era mago, y por eso no lo conocían. Y esto es lo que dice: «El gran mago Baruch Spinoza resumió su gran experiencia en las siguientes palabras; la beatitud no es consecuencia de vencer las pasiones, sino que cesan las pasiones cuando somos beatos».

Como aquí son cortos de vista —y de espíritu— creen que cuando Fernando González se dice mago alude a esoterismos. Alude es a beatitud. Pero como aquí las palabras son engoladas (turbias), tampoco entienden eso de que era beato. Y lo toman por un chupacirios. Volvamos al estilo del hombre: es el que ha domeñado sus pasiones.

Era beato y mago. Y también era poeta. Y novelista. Y filósofo. Aunque éstas son simples etiquetas, buenas sólo para clasificaciones de manual universitario.

Su poesía es vivencial, y como su vida se manifestaba ante todo en el pensar, aquella tiene este trasunto. Pero no es filosofía, sino canto desde la entraña (lo que viene a ser lo mismo). Sólo esta estrofa:

Triste equivale a viejo:
Inútilmente pasan las horas;
metal sin eco, campana rota,
vaso con fisura
es el cuerpo viejo.
El cansancio del viejo es anticipado:
es desgano
como de líquido espeso en el tubo
(p. 566).

Y era novelista, o sea, que el mago también hacía novela. Don Benjamín, jesuita predicador, que aparece en sucesivos números de la revista, es novela pura. Riqueza y autenticidad del mundo creado, precisión en el detalle, visión global, descripciones de fuerza visual, diálogo fresco y fluido, mediante lo cual logra hacer presente una vida y su entorno. Y novela que pone a pensar porque pone a gozar. Crea un personaje, Don Benjamín, que encarna un mundo. Ahí está el mundo del sacerdote en propiedad —el que no podía ser removido sino por causas extremas—, que se constituía en pivote del pueblo. En la historia de Antioquia, en particular, no se ha hecho hincapié en el peso del cura párroco como cifra en el desarrollo de las comunidades, y en la fijación de su carácter. Esta novela recoge ese mundo, lo hace legendario (que es la virtud del novelista).

Dice: «Aquellos curas en propiedad, de la Marinilla, de Neira, de Abejorral o de Envigado, ¡pues esos sí eran curas y esos sí eran tiempos! ¡Qué personalidades, qué caridad, qué culos y qué voces!». Eran como profetas, dice luego.

Cómo penetra la vida sacerdotal y cómo conoce al sacerdote, y cómo los revela. Es otro de los tesoros de esta Revista Antioquia, que es como una mina de múltiples vetas: «El sacerdote es el hombre que más se deja querer; jamás aman; siempre son amados; por eso reconocemos humildemente que cometimos un error al no ordenarnos… No aman porque no pueden amar sino a Dios; a los hombres y a las mujeres “les tienen compasión”… Y se dejan amar porque son representantes de la Divinidad» (p. 133).

La primavera es novela encantadora, de amor, de remordimientos, de pulsiones y deseos. Y hace una singular trasposición del mundo animal al propio mundo anímico: es la presencia de la gata Salomé y de Mademoiselle Tony, suscitando amores, deseos y retiros. Es un esbozo de El remordimiento.

La Semana Santa en Envigado, descrita con todo detalle como si fuera un cuadro de costumbres, tiene también la calidad de la creación literaria. Porque Fernando González penetra la costumbre, la encuentra palpitante, reveladora. Y la explaya como marco para la reflexión, para ese pensar incesante a partir de la realidad, aún la más menuda. Veía el mundo con curiosidad insaciable, y pensaba en el mundo y a partir del mundo.

Profundamente religioso, esto es, empapado de la Divinidad, de ese Deus absconditus que nadie conoce. Pero qué torpe es ese juicio apresurado (es de quienes no lo han leído), que pone a González como un simple cristero. Por lo pronto, tenía clara conciencia del riesgo clerical: «Los problemas clericales de Colombia son debidos a la mala educación del pueblo y de los ministros del Altar. Hay idolatría y cierta estafa: la primera por parte del pueblo y la segunda por parte del sacerdote» (p. 158). Y este puede ser el resumen de su credo: «Nada sé de Dios ni de los dioses, pero los reverencio; tengo mucho respeto a ellos, los temo y los invoco. Soy, pues, religioso por naturaleza, pero nada sé de ellos, ni siquiera si existen» (p. 217).

Podría decirse que Fernando González también era jesuita. Vamos a tratar de explicarlo. Escribe: «En Envigado todos somos gente de iglesia, sacerdotes o sacerdotes frustrados. Mi primo, el monaguillo, por ejemplo, es un obispo en formación» (p. 304). Y este texto transparente: «Me fui triste. Terminó mal este jueves para mí. Por la carretera iba soñando en mi frustrado sacerdocio. Comprendí que esa era mi vocación, y por eso he fracasado, me han quitado los empleos y no aman mis libros» (p. 308).

Y esta proclama señala mundos recónditos de su alma, sus palpitaciones más íntimas: «El dios está escondido. El dios inmane y está dormido en todos nosotros. Lo malo estuvo en haberme casado, pues la familia necesita mucho y me hace santista y lopista. El filósofo no debe tener sino una donna di tempo, una “dentroderita” impetuosa. Lo demás es para ganaderos o para los del almacén, gentes sin cerebro» (p. 573).

Fernando González era todo aquello —poeta, novelista, etc.— porque era filósofo. Y esas son manifestaciones de su ser. Pero veamos antes qué se entiende por filosofía.

Los anestésicos sirven para el dolor físico y la filosofía para el alma. Yo me siento alegre en esta esquina del Parque, antigua esquina de «don Paila». De todo se puede sacar alegría. Ayer filosofaba en un tranvía, teniendo al frente, repantigado en dos asientos, ahíto, en mangas de camisa, a un motorista parecido al mono grande que había en Marsella: él estaba allí, echándole el vaho, bregando por convencer a una muchacha, hija de un «blanco» de Envigado (p. 15).

Aquí está una primera seña. La filosofía brota de la vida y no de los infolios casposos. González filosofaba en los tranvías y debajo de los yarumos blancos, pero no por fugas esotéricas, sino por la observación de la realidad en torno. Decía Platón, en La República: «En cambio, hay que llamar filósofos, y no amigos de la opinión, a los que en todo van a la esencia de las cosas».

Dice González: «La filosofía es arte sencillo; es el arte de observar cautelosamente, agrupando hechos que luego se enuncian como proposiciones madres» (p. 255).

En abril de 1936 fue secuestrado, cerca a Nueva York, el hijo de Lindbergh, el primer hombre en cruzar el Atlántico en avión. Un héroe. Ese secuestro sacudió al mundo. Fue acusado Bruno Hauptmann, un modesto carpintero de origen alemán. En su revista, González sigue el suceso y lo comenta, denotando la falacia de los cargos, la crueldad de la justicia y la inocencia del acusado. Hauptmann fue llevado a la silla eléctrica. Escribe entonces:

Apenas lo electrocutaron, dejamos de sufrir por él, así como él dejó de sufrir. Era, pues, simpatía, participación. Somos solidarios. Hay atmósfera sensitiva. Los días tristes, ciertos días negros ¿provendrá el estado triste, en mucho, de sufrimientos o de crímenes que tienen lugar en otros puntos de la tierra y de que no tenemos conocimiento consciente?

Teoría: todo acto es común; toda emoción es de todos; todo heroísmo, ídem, etc. ¿Qué parte del mundo hay ahora que no esté caótica? ¿Podría haber un país feliz, existiendo Mussolini, Hitler y Stalin?

¿Será el universo un solo ser? La aparente separación, ¿será por incapacidad de la conciencia para percibir la unidad? ¿Nos parecerá que hay variedad porque no tenemos conciencia aún de la unidad? (p. 82).

Esta colección de la Revista Antioquia, recogida aquí por primera vez entre dos tapas, es un libro de filosofía, escrito a veces en clave de poesía o de novela o de sociología o de crónica de la realidad. Fuera de todos aquellos atisbos y manifestaciones, a cada paso brotan las observaciones penetrantes, los asedios, las propuestas, las interrogaciones, las inquietudes. El filósofo se manifiesta por múltiples modos. Y lo que nos propone es la inquietud, el desasosiego. El permanente asombro.

Es actitud que tiene sus riesgos:

El filósofo es un enfermo: incapaz del humilde deber de vivir, busca un deber trascendental. ¡Pretencioso impotente! ¿Qué heroísmo, si eres incapaz de vivir tus humildes veinticuatro horas diarias? ¡Vive tu vida placenteramente, para ti y para los otros, y deja esos histerismos, oh filósofo! Mira: ¿qué mujer podrá amar a un hombre examinador? ¿Cómo podrá ser agradable para la cama un ser que no se contenta con los cinco sentidos? Hombres ansiosos de que Dios los distinga con el honor de hablarles de hito en hito. Hombres que esperan a que Dios los secretee para obedecer. Eso son los filósofos, seres impotentes para vivir el humilde presente. La impotencia de los sentidos es la causa de esta locura que se llama filosofía. Un hombre sano se contenta con los sentidos y con el mundo-universo. El problema de la supervivencia del yo ha sido puesto por los delirantes (p. 282).

El era de los delirantes. Y se dolía. Es una vocación, un llamado que no puede ser resistido:

Quien escribe para conseguir dinero, se llama comerciante; si honores, político; si para convencer, sofista; si para propagar doctrina y otra cosa, propagandista, etc. Quien escribe por exigencia de su espíritu, para manifestarse, así como pare el animal, es artista, vive divinamente. Dios se manifiesta en todo; la actividad divina es la manifestación: Deus sive natura (p. 427).

Fernando González vivió divinamente, en el sentido sutil y vario que tiene esta voz. Porque su vida fue manifestación. Y la palabra que escribió es del todo manifiesta.

Medellín, julio de 1996

Notas:

(1) En éstas y en todas las citas posteriores que se hagan de la Revista Antioquia, la referencia es a las páginas de la presente edición.
(2) G.L. Buffon (1707-1788), Discours sur le style.

Fuente:

Aguirre, Alberto. «Introducción». En: Revista Antioquia, Fernando González, Editorial Universidad de Antioquia, marzo de 1997.