Vivencia de
Fernando González
Por Alberto Aguirre
Así empieza el Libro de los viajes o de las presencias: “Al regresar a mi tierra y gente me sentí como en casa y me di nuevamente a callejear, caminar por la carretera, sentarme en las barrancas y en los cafés de las aceras, para atisbar agonías, entierros y mujeres, que son mi vocación. Primero son las agonías; segundo, los entierros; tercero, las muchachas y, como si en ellos estuviesen estos temas, los tipos como idos, que se quedan por ahí parados, mirando sin ver y de quienes la gente se aparta desde lejos y dicen que vinieron no se sabe de dónde y les atribuyen todo lo que les asusta y presienten. Son agonizantes. En realidad, las cuatro son una sola vocación”.
Aquí está, in nuce, el estilo de Fernando González, que estilo no es sólo el modo como se enlazan las palabras, sino el modo de estar en el mundo y, luego, de expresarlo. Porque FG primero está en el mundo y luego lo expresa. Su percepción no dimana de ideas sino de vivencias. Por eso es un pensamiento vivo. En muchos que dicen pensar, el pensamiento, aunque aflora, es sarmiento seco: repetición o modulación o reproducción de ideas ajenas, o de las que alguna vez fueron originales. Sucede que el alambique propio ya no las alcanza a destilar. En Fernando González las ideas brotan, o digamos mejor, se elaboran a partir de una vivencia. Quizás no haya otro tan vivo en América Latina. Pero en un medio aún en agraz, hay que llenarse de cautelas. No por lo dicho, era un empírico. Su pensamiento no era especie de artesanía, ni producto sólo de iluminaciones. Nacía de un conocimiento y de un ensimismamiento, esto es, de una reflexión. Había realizado la imprecación de Nietzsche: “¡Cava hondo! ¡Cava hondo!”. Había leído mucho. Conocía mucho. Y en esta misma medida había pensado en continuidad y en abundancia. Pero este conocimiento no se vertía apenas en erudición para exponer, sino en légamo para sembrar. Brotaba así su propia planta, alimentada de muchos alimentos.
Ante todo, FG era un vivo. Y así había de ser, puesto que para pensar había tenido antes que vivir. Y vivía pensando. Sentado en la tienda de don Joaquín, en Envigado, parecía un simple vecino que tomaba tinto. Y esto era y hacía, porque no se daba ínfulas de sabio. Pero estaba era hurgando: “Al rato vi que Isaac Lotero, caminando lento y espernancadamente, como los prostáticos, muy cegato ya, entraba también, teniéndose del muro. Intuí el cadáver. Isaac, pensé, agoniza”. Por eso digo que era un vivo. “En la plenitud fisiológica, en las bodas y aun en los bautismos, los machuchos percibimos la cadaverina, los cadáveres, las heridas boquiabiertas y oímos a los demonios”.
Cómo lo atormentaban. Dice que en 1941 cayó “al Hoyo de los Animales Nocturnos”, a causa de mucha pobreza económica y de la enfermedad y muerte de su hijo Ramiro, más “el complejo de grande hombre incomprendido”. Aquí no sabían quién era Fernando González. Aún ahora sufría al recordar que en la casa no tenían nevera, para poder darle bebidas heladas a su hijo, que moría “… y hubo que prestar el lugar para enterrar su cadáver”. Se fue de Colombia, como quien huye. En 1941 se había publicado su libro, El maestro de escuela. Era el último. No quería nada. No quería más. Lo firmó: ex-Fernando González. Cayó a los infiernos. De allá “me sacó Zaqueo”.
Ahora regresaba. Habían pasado dieciocho años. Y había completado en los últimos meses un nuevo libro, con ese modo suyo, vivencial: iba escribiendo en las que llamaba “libretas de carnicero”, que guardaba en el bolsillo de atrás del pantalón. Y escribía en cualquier sitio (en una mesa de café, en un barranco, en el tranvía, en la mesa del comedor), cuando lo acosaba la idea. Se habían juntado veinte libretas, y brotaba un texto unitario y de seguras coordenadas: el Libro de los viajes o de las presencias. Lo había llevado a la Tipografía Bedout, para que se lo imprimieran. Era un escritor conocido y afamado, sus libros habían sido publicados en España y en Francia, y en la Bedout le dijeron que sí se lo publicaban, pero a costa suya, para lo cual le exigieron una cuota inicial de dos mil pesos. Les giró un cheque. Llevaban casi dos meses, embolatándolo con las pruebas de imprenta, y ese día le habían devuelto los originales (y su mismo cheque): que en Bedout no publicaban ese libro, porque “usaba palabras groseras”.
Ese día llegó un amigo que él no conocía. Fue un milagro, para ambos. Estaba angustiado, con los ojos encharcados, y deambulaba de un extremo a otro del corredor de su casa en Envigado, como extraviado. Le había dicho a doña Margarita, su mujer, que se volvían de algún modo para Europa. Aquí no se puede vivir. De nuevo lo habían arrojado a los infiernos. Sin experiencia alguna en eso de ediciones, el amigo mentado se comprometió a publicar el libro. Sí, lo hacemos. Sí, aquí mismo, en Medellín. No lo podía creer. De repente, sus ojos, antes entenebridos, se iluminaron, y exclamó: “Margarita, Margarita, nos quedamos en Colombia; Alberto va a hacer el libro”. Parecía un niño que hubiese encontrado de repente un Jardín de las Delicias. Eso fue lo más lindo de ese día milagroso: el gozo infantil de Fernando González al ver que sí sería publicado el Libro de los viajes o de las presencias. Y fue publicado, en ese mismo Medellín de rigores, sin cortes. Le agregó una nota: “Hideputa. —Se emplea este vocablo para insultar a la mentira, que es la vanidad, la nada de una representación, con respecto a la superior en jerarquía. En el sucediéndose, al ir siendo glorificada la nada por la Presencia, la ignorancia por el conocimiento, aparece la emoción y se manifiesta por insultos a la nada”.
Es un libro de ensimismamientos y teologías, el más agudo y hondo y trascendente de todos los suyos. Pero —dígase de una vez— no es posible encasillar ninguna de sus obras en un género determinado. Porque ahí también hay novela y crónica y análisis político y de caracteres; está iluminado de poesía; hay indagación de mente y espíritu; hay penetración de cielos. Y brotan las intimidades. Pero el hilo conductor es el desespero de Dios: “¡Muéstrame al Padre! ¿Pero no me habéis visto a mí? Al Padre nadie lo conoce, sino el Hijo, y aquellos a quienes el Hijo quiera revelárselo. No es causa, sino que todo lo creó de la nada: el Creador creó el sucederse, o sea, las causas”.
Como su pensamiento no es sistemático, ni tampoco era él un erudito, aquí dicen que no es filósofo. A ése, a Fernando González, que cavaba hondo y en todas las latitudes. El Viaje a pie es un libro de introspección, y una apología de la amistad, y un libro de viajes, y una reflexión sobre Colombia. Y, por encima de todo, es una novela, pura y simple. El maestro de escuela es el libro de la angustia y de la miseria burocrática colombiana. Santander y Mi Simón Bolívar son textos que resumen el origen de la historia patria. El mundo del caudillo tropical está pintado en Mi Compadre, sobre Juan Vicente Gómez, donde, en medio de claridades, se notan ciertos extravíos. Porque era niño, también era ingenuo. Y, a veces, iluso. Novelas, y crítica política, más excursión sociológica, Don Mirócletes, El remordimiento, El Hermafrodita dormido, Benjamín, jesuita predicador. En fin, lo dicho, Fernando González no soporta ninguna etiqueta. Y resulta un atrevimiento tratar siquiera de esbozar el análisis o aun la mera presentación de esa vasta y variada obra, en tres páginas y cinco adjetivos. Apenas, una provocación. Hay que agregar algo sobre ese opus magnus que es la Revista Antioquia, hecha y dirigida y redactada por FG, de aparición irregular (al principio, mensual) entre 1936 y 1945. Diecisiete números, ahora publicados en un solo volumen. Es un tesoro. Ahí está, vivo y múltiple y contradictorio, el pensamiento de González, y está la vida de Colombia, como historia y como política y aun como anécdota.
Todo lo nombraba, porque tenía esa curiosidad incesante del niño, y su disposición al pasmo, para luego articular el conocimiento. A través de un heterónimo habla de doña Berenguela, como nombraba a su mujer: “Ese tipo de mujeres no envejecen nunca; son como ángeles, ángeles que saben que ‘esos locos’ son niños grandes. En todo caso, caí en la cuenta de que ella no lo tenía por hombre raro, sino por niño”. Una vez, caminando por esas montañas de Envigado, vio una araña que arrastraba un insecto agarrado con sus dos pinzas delanteras, quizás, un grillo. Durante largo rato, más de una hora, siguió a la araña y su presa, explicando su modo de inocularle veneno y jugos gástricos para poder devorarla. Curiosidad y amor a la naturaleza, y conocimientos vastos. Decía que dejar el cigarrillo era muy fácil: “Yo lo he dejado once veces”. Una tarde lo acosó el remordimiento, y decidido a desistir, cogió una barra y abrió un hueco hondo en la manguita frontera de su casa, y allí enterró el paquete comenzado. Ahora sí enterré el vicio. A las tres de la mañana, insomne, fue y lo desenterró. Se lo fumó enterito. Era vivencial, en todo. Defendía, en audiencia —también era abogado—, a un campesino de Puerto Berrío, acusado de haber matado a machete a un vecino. El procesado presentaba un herida en la planta del pie derecho, y FG, para demostrar que había sido herido antes de él herir, y en condiciones de indefensión, se acostó en el piso, frente al señor juez y a los señores del jurado.
Era muy vivo, Fernando González; un ser vivo para pensar y también para vivir. Al pie suyo uno no sentía el tufillo de la cadaverina, sino la vibración de la vida y el impulso de seguir vivo. Leyendo sus obras se tiene esa misma sensación y se padece este mismo impulso.
Fuente:
Revista Verus, número cero, Bogotá, enero de 2005, p.p. 104 – 108.