Mis cartas de
Fernando González
Fernando González
(1944 – 1963)
—Edición póstuma 1983—
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En 1943 Fernando González conoce al sacerdote jesuita Antonio Restrepo Pérez, quien en ese año era profesor de literatura de su hijo Fernando en el Colegio San Ignacio de Medellín. De esa amistad, que se prolongará hasta su muerte, surgió una correspondencia recogida en Mis cartas de Fernando González, donde se agrupan cuarenta y una de ellas, escritas entre 1944 y 1963. El padre Restrepo obsequió uno de los ejemplares a su amigo el historiador Eduardo Lemaitre, quien a propósito escribió un artículo titulado «Una gran sorpresa», en el que deduce que «el filósofo de Envigado, el demoledor, el rebelde, el irreverente, no sólo era un místico angustiado por la incógnita de Dios y del Hombre, sino un católico convencido y, encima de ello, un practicante».
El Fernando González buscador de Cristo, no por motivos confesionales sino por urgencias íntimas y hondas, más allá de credos y fidelidades institucionales, queda plasmado en su identificación con Zaqueo, el personaje evangélico que, dada su pequeña estatura, se subió a un árbol para conocer a Jesús. Se lo decía precisamente al padre Antonio Restrepo en una carta del 27 de abril de 1959, año en que publicó el Libro de los viajes o de las presencias, donde se califica como «un nadie, un yuquero envigadeño, un transeúnte, peón azadonero, que desde que lo parieron está subido en aguacates, mangos, guayabos, atisbando para conocerlo de vista».
Y en carta del 2 de agosto de 1945 dice que no es nada fácil «ganar la vida», pero se muestra contento y optimista: «Así vivo, enamorado de todo, en paz con Dios en cuanto se puede… Y no se puede, porque es infinito y nos dio infinita posibilidad».
(Reseña basada en textos de Javier Henao Hidrón y Ernesto Ochoa Moreno).
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«Créame que el Padre dispuso que estas nuestras órbitas se cruzaran durante estos días que preceden a su teologado y a mis bodas de oro en la tierra. Ni un cabello cae sin su voluntad. Por mi parte, su amistad me ha rejuvenecido y espero (Esperanza) que nuestro encuentro fue en Eternidad. Qué raros esos “fue” y “Eternidad”. Una cosa sé, ya con seguridad, y es que Dios es lo único que presta sentido a todo lo que hacemos. No, no es eso. Quiero decir que lo que no esté fundado en la voluntad de Dios no tiene valor verdadero, es ilusión. Por ejemplo, ¿que me den los “honores” mayores, qué? La misma angustia, el mismo desespero. Mientras que si me quedo solo y humillado y uno mi soledad y humillación al Infinito, soy rey de reyes, o sea, beato».
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Primera edición: Bogotá, Consorcio Editorial Colombiano, 1983.