Fernando González
Foto © Guillermo Angulo (1959)
Vi su cadáver: ¡qué paz! ¡Qué consentimiento con la muerte! Qué dichosa beatitud. Descansaba con una serenidad y una confianza de santo. Yacía pleno de amor divino, como si al morir hubiera realizado sus bodas con Dios. Ni un rastro de turbación, ni de duda, ni de espantosas incertidumbres. Estaba todo él identificado con la Otra Vida. Me alegro que lo hubiera encontrado. El se había hecho digno de Dios, porque lo había buscado con pasión, con fe y desesperación. Para mí era un espíritu inmortal, el más santo y el más humano de los hombres que conocí. A él le debo lo mejor que hay en mí, espiritualmente. Su presencia me elevaba hasta lo más profundo y puro de mí mismo.
Gonzalo Arango