Fernando González y el
padre Jesús María Mejía
¡Nada como el padre Mejía!, contestóme. ¡Nada como unas siete palabras del padre Mejía! —¿Eran muy buenas? —¡Ah!… La voz, atronadora; como sufría de la garganta, Julián le llevaba al púlpito una media de ron y, cuando se ocultaba, al terminar una palabra, se metía su trago. ¡Siete! Por eso acabábamos siempre llorando él y nosotros. ¡Esas sí eran Semanas santas!… —¿Le gustaba el trago? —Como vicio, no; pero era hombre de gusto. En su casa tenía buenos licores. Jamás se embriagaba, pero amaba todo lo bueno y lo bello.
Me conmoví. En realidad, el padre Jesús María Mejía, neirano, cura de Envigado durante medio siglo, era un hombre: amaba todo lo bueno y lo bello. Nadie enterraba un cadáver como él. ¡Y cuánto gozó en sus viajes a Tierra Santa y a Roma! Tenía pasión por los viajes. Vino de veinticinco años, hermoso; durante las guerras civiles del siglo pasado, recorrió todos los campos envigadeños, todas las cañadas, boscajes y abras, huyendo de la persecución liberal. Tocaba la guitarra y cantaba, cantaba con su voz semejante apenas a la voz de Aarón…
Fernando González