Nos queda la voz

«¿En qué costados de nuestras inquietudes intelectuales y existenciales estamos paradas?». Una disquisición íntima (y política) sobre la urgencia de una perspectiva de género para hacer evidentes las violencias a las que se enfrentan las mujeres que piensan y hablan críticamente.

Por Manuela Lopera

Hace un tiempo, mientras leía Viaje a pie (1929) del antioqueño Fernando González, me encontré con este párrafo que se me quedó dando vueltas:

«El Pensador, de Rodin, piensa con los bíceps, y con los músculos todos; para pensar hay que inhibir casi todo el sistema nervioso; cesa la energía de la digestión; los riñones dejan de filtrar; todo el organismo está incómodo como en casa ajena. Es aún tan impropia de la especie humana esta función, que produce dilataciones violentas de las arterias cerebrales, várices, aneurismas, dispepsias. Quien se haya dado a pensar, termina en una constante cefalalgia […]. Las funciones verdaderas del hombre, tales como respirar y caminar, mientras más ejercidas, mejor. ¡Pero pensar! No se puede pensar después de comer. Pensar es casi un vicio… ¿Por qué es más hermosa específicamente la mujer? Porque hasta ahora no ha tenido que pensar y el pensamiento no ha retorcido su cuerpo. Por eso mismo todos los buenos mozos, hasta aquel Alcibíades, son semiidiotas. ¡Cuán feo es el pensador! ¡Cuán feo era Sócrates, el prototipo del pensador, el hombre que vivió pensando en los arrabales de Atenas!».

Leo esto y hago estas reflexiones. La primera, sobre el acto de pensar, y el esfuerzo físico y el desgaste energético que conlleva. Es algo que ya había experimentado con cierta imprecisión, de un agotamiento que después deriva en migraña, sobre todo cuando trabajo durante muchas horas, leyendo y escribiendo, dos de mis oficios principales. Creo que de esa cuestión surge mi inquietud sobre las mujeres que dedican tanto tiempo a actividades físicas en gimnasios (de las que no obtienen ingresos), me da la impresión de que esa energía perdida se lleva posibilidades valiosas —en términos creativos— y que de algún modo esa conducta le sirve al sistema para tenernos dóciles, controladas. Me gusta caminar y lo hago con cierta frecuencia, pero sé que cuando las caminatas se extienden más de la cuenta, luego sentiré más cansancio y dificultad para concentrarme. También sé que tomé la decisión de no reproducirme más —tengo una hija—, un poco con el ánimo de dedicar más tiempo a mis inquietudes intelectuales, abandonando a tiempo la culpa por dejar a mi cría sin hermanos. Pienso en estas palabras de la escritora chilena Mercedes Valdivieso: «Me dolió, me desgarró, me aplicaron calmantes, nació sano y hermoso. Lo vi al volver de la anestesia un par de horas después. El cansancio era muy grande para tener manifestaciones de alegría y estaba contenta, libre otra vez al menos, sola con mi propio cuerpo. Apreté las manos contra mi vientre, nunca más, haré lo necesario para impedir que esto se vuelva a repetir, nunca más».

En estas reflexiones se entrevera la que es más esencial para mí: la de una perspectiva de género.

Fernando González dice: «¿Por qué es más hermosa específicamente la mujer? Porque hasta ahora no ha tenido que pensar y el pensamiento no ha retorcido su cuerpo». Aquí el pensamiento que reluce como un acto de carácter masculino, que ha representado y exaltado el hombre a lo largo de la historia. Es también el de la cosmogonía de las civilizaciones antiguas: la mujer representada en la tierra y el agua; el hombre, en el aire y el fuego como elementos superiores, los que corresponden a la iluminación, a la mente. Esa concepción que nos traslada, de forma clásica, al no lugar, al margen, a la periferia. Me pregunto: ¿La mujer que piensa entonces, como excepción? ¿Somos, aquellas que pensamos, la desviación? ¿Qué significa esto? ¿En qué costados de nuestras inquietudes intelectuales y existenciales estamos paradas?

Se me vienen a la cabeza las frases de Chimamanda Ngozi Adichie sobre el cambio de significado en comportamientos similares en hombres y mujeres: «En nuestro mundo, un hombre es seguro de sí mismo, una mujer es arrogante; el hombre es asertivo, la mujer agresiva. […] Y hay muchos motivos sobre los que sentir rabia. Uno de ellos es el sexismo». Las palabras de Fernando González me hacen pensar en Mary Beard, la inglesa experta en la Roma antigua, la feminista, a la que han tildado de «vieja apestosa, mal vestida, mal oliente», y que ha dicho que «toda la definición de la masculinidad dependía del silenciamiento activo de la mujer». ¿Acaso es su aspecto personal el que de verdad la convierte en un monstruo? ¿O se trata más bien de la incapacidad de apreciar, sin desconcertarnos, la belleza de un intelecto, su sofisticación, cuando es una vagina, el órgano sexual que la identifica?

Pienso en Claudia López, en las críticas despiadadas que recibe: «machorra», «marimacha», «gritona», «urraca», «histérica»; en los insultos y el matoneo del que ha sido víctima Carolina Sanín; en esto que dice Marta Sanz: «Confío en que mis gritos sirvan para que egoístamente no me llamen fea por mi trabajo». Estos juicios construyen perfiles distorsionados y erróneos: el de unas señoras amargadas, insatisfechas —casi siempre sexualmente—, incapaces de tomarse la vida con humor. ¿De verdad el pensamiento crítico de una mujer puede reducirse a semejantes insultos (que vienen tanto de hombres como de mujeres)? ¿Cómo es posible que no sobresalgan las inmensas luchas, las denuncias valientes, la formación, la claridad de las ideas?

Vivo perdida entre mis propias dudas, pero soy consciente de que estas cuestiones me determinan: soy mujer, leo, escribo, soy mamá, menstrúo y pienso hasta el punto de incomodarme con mis propios pensamientos. Mi papá es un hombre de ciertas ideas progresistas, que, sin embargo, hace mansplaining —lo hace de forma inconsciente porque piensa que de algún modo a las mujeres hay que educarlas—. Es una persona curiosa y por eso, a pesar de saber que vamos a discutir, le gusta tocarme temas sensibles. Hablamos de homosexualidad, de derechos LGBTI, de política, de religión. Llegamos al tema de mi hija —que tiene 9 años— y el año entrante sus compañeros harán la primera comunión. Ella no es bautizada porque en nuestra casa hemos establecido una sana distancia con respecto a los credos religiosos. A pesar de eso, tiene ganas de unirse a sus compañeros aunque nosotros —los papás— no tenemos ningún interés en que comulgue con las ideas del catolicismo. Le expliqué a ella y a mi papá que mi deseo es que sea libre, que pueda formar un criterio propio a través del conocimiento y su mirada sensible del mundo. Nos motiva poco —voy a ser sincera— arrastrados además por los escándalos de pedofilia encubiertos en el mundo que ya son suficiente razón para preservar su fe y sus creencias de una religión que no va a salvarla ni a regalarle ningún cielo. Mi papá me dice que le evitemos un mal momento —él no es practicante— pero sigue pensando que es mejor caminar sin desviarse del rebaño. Le explico —¿esto sería un womansplaining?—, aunque de pasada, que decidir caminar por fuera del rebaño tiene un precio, que a veces la consecuencia es la soledad; otras, el rechazo —muy pocas pueden ser las Beyoncé y abanderar causas sin perder popularidad—, y que la opinión crítica nos saca automáticamente de nuestras mullidas poltronas. Justamente eso quiero: que aprenda a incomodarse y pueda decirlo.

Pienso en las voces que me han rondado este año. En esas voces disidentes, incómodas, que cuestionan, que piensan, en esas ovejas negras, en esos bichos raros de sus sociedades, de sus clanes. En Pilar Quintana, que en su novela La perra se atrevió a cuestionar el carácter sagrado de la maternidad, y puso por encima a la mujer, liberándola con inmensa justicia de aquello que se esperaba de ella. En Margarita García Robayo y Lo que no aprendí, una novela en la que se rio de las ínfulas arribistas de su familia cartagenera, también con ternura, con la mirada del amor. En Andrea Mejía, que narra en su libro de cuentos La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad las sombras de las relaciones de pareja, la maternidad y la simbiosis de los seres humanos con la naturaleza, de esa presencia que pareciera hacerse más intensa cuando llega el sufrimiento. En Clarice Lispector, que narró, en La hora de la estrella, la insignificante vida de una mujer casi sin rostro, a lo mejor recordando el pasado lejano de ella misma, cuando todo lo importante, lo culto, lo valioso, no había llegado a su vida. En Margaret Atwood y El cuento de la criada: una novela inquietante que es capaz de recrear, aunque sea a través de una distopía, las tragedias por las que hemos pasado y seguimos pasando las mujeres. El horror que subyace en el hecho de ser mujer. Chimamanda Ngozi Adichie en Americanah, que habló del asunto de ser inmigrante, mujer, africana, negra, en los Estados Unidos; y el de ser una mujer de clase media, educada, culta y feminista en Nigeria. Siri Hustvedt en Los ojos vendados, que habló de la tensión que hay en ella entre ficción y realidad, y del desafío de la estabilidad mental; la argentina Magalí Etchebarne —con su ópera prima Los mejores días—, construyó unos relatos en los que entretejió experiencias relacionadas con el amor, el abandono, el engaño, las adicciones, las relaciones familiares, la vida en la ciudad, su relación con la naturaleza; Teoría King Kong, de Virginie Despentes, con la historia sobre su violación, el testimonio tenaz sobre su experiencia en la prostitución y la cruda mirada que tiene acerca de la cuestión de ser mujer y las injusticias que nos rodean. En Marta Sanz y su relato en Clavícula acerca de la menopausia y el dolor, desde los extramuros en que se encuentra el cuerpo femenino. Vera Giaconi y su libro de relatos Seres queridos, en el que habla de la extrañeza que puebla la convivencia de las familias, del miedo a la enfermedad y la vejez, y de cómo el infierno se cuela silenciosamente en la vida cotidiana.

Todas intentando abrirse camino entre las convenciones sociales. Algunas, congraciándose también con la maternidad, la belleza, la promiscuidad, la frivolidad, la nimiedad que existe en la intimidad de las vidas. Trazando líneas que son declaraciones de principios. Ese pararse en el mundo que es un gesto político, que es sus propias obras, el anhelo de vivir sin guardar nada bajo la alfombra. Enfrentándonos a la anomalía, al monstruo de lo que somos —«¿Soy un monstruo o esto es ser una persona?», escribió Lispector en La hora de la estrella—. En palabras de Marta Sanz: «Nos estamos pensando. A nosotras mismas y el mundo en que vivimos». O en las de Elvira Lindo que dice que encontrar nuestra voz es encontrar nuestro lugar en el mundo. Mientras tanto seguimos. Viviendo con la urgencia de dejar rastro. Con esa materia, a veces gaseosa, a veces rotunda: nuestra voz.

Fuente:

Lopera, Manuela. «Nos queda la voz». Revista Arcadia, Bogotá, 18 de diciembre de 2018.