El árbol del brujo
Quien no se haya robado un mango,
que tire la primera pepa.
Por Ana Cristina Restrepo Jiménez
¿Cómo subestimar la presencia del generoso árbol de mango en nuestras vidas? Sus frutos han permitido el sustento de familias en la economía callejera, apaciguan el antojo de la embarazada, sacian el hambre del caminante “desplatado”. De sus fuertes ramas cuelgan columpios. La copa de un palo de mango ha sido escenario del primer “delito” —inocente— de muchos: escondite, trinchera, refugio del solitario.
Agitadas por el viento, las hojas de su cúpula frondosa arrullan a los amantes: “Ay, debajo del palo e’ mango / donde yo quiero abrazarte”, cantaba el Cacique de la Junta. Y, con menos decibeles, José Manuel Arango: “Mientras la ciudad oscurece / y contra la sombra azulada de los mangos / el día ruidoso se apaga / adivinando sus gemidos entre el recio viento del anochecer / iríamos por el linde del bosque donde se acarician los / enamorados / y su fuego nos encendería”.
Buda se sentaba a meditar bajo su sombra y se valía de su prodigalidad para crear metáforas e impartir enseñanzas. En India, donde llaman al mango “la fruta del cielo” y al “árbol de los deseos”, perdura la leyenda de Akbar El Grande, emperador mongol, de quien se dice llegó a sembrar cien mil mangos en su jardín imperial.
En nuestro entorno, un palo de mango es símbolo cultural en la plaza Alfonso López de Valledupar.
El “paraguas de la llanura” pertenece a la familia Anacardiaceae, y su nombre científico es Mangifera indica linneaus. El mango —suspendido, caído— no es un privilegio de jardines privados o solares sin dueño: durante las frecuentes temporadas de cosecha, el Valle de Aburrá es choto de mangos en algunos espacios públicos como la Avenida Las Vegas, o la 65, junto al cerro El Volador.
Al sur, en la carrera 43A, antes de llegar al parque de Envigado, está Otraparte, la casa del filósofo Fernando González. En su jardín frontal, varios palos de mango se disputan el espacio para acaparar los rayos del sol. Entre ellos, uno: diagonal a la fuente de los azulejos, su tronco grueso, bifurcado con sensualidad, crece abrazado por las hojas de un filodendro limón, parásito verde nacarado, que si no se poda con disciplina a la altura de 1,50 metros puede devorar a su anfitrión.
Sobre una alfombra de bromelias y custodiado por abejas angelitas, este árbol es la rayuela de un par de ardillas de cola roja. Y el restaurante de una que otra chucha.
—¿Mucha gente viene a robar mangos? —le pregunto a Juan Restrepo, jardinero de la casa-museo.
—A robarlos, no. A cogerlos—me corrige, iluminado por el espíritu bondadoso del maestro.
Si el Brujo de Otraparte escribió con fervor sobre sus naranjos, ¿cuál es su relación con el palo de mango bifurcado que plantaron después de su muerte?
Tres jardines
“Todos son aquí más jóvenes que yo porque yo los planté con mis propias manos […]. Me sé la historia de los dos [carboneros] y la de todos mis árboles y plantas. Muchas veces me siento árbol a su lado y me limito a dejarme calentar por el sol y me parece sentir que mi sangre es la misma savia que se mueve por ellos y que estoy plantado en la tierra hasta las rodillas”, comentó Fernando González al cronista Juan Salas, veinte días antes de morir.
Buena parte del jardín original del Brujo ha desaparecido. Ya no existen los naranjos. Sergio Restrepo, director cultural y también jardinero de Otraparte, dice que las plantas de la casa han pasado por tres momentos:
El jardín original, del cual poco queda, comienza en la carrera 43A (prolongación del “Túnel Verde”) que solía ser parte de la finca: conserva dos cedros y un algarrobo, sembrados por el viejo hace más de cincuenta años. Adentro, guayacanes, cedros (hijos de los de afuera) y un guadual que también corresponden a la misma época. Los nietos del filósofo jugaban bajo los guayabos del Café y, como si el tiempo se hubiera detenido, esos árboles aún presencian juegos… amorosos.
Un segundo momento estuvo a cargo del Municipio de Envigado, que sembró varios árboles, entre ellos el mango bifurcado. Don Jaime, del antiguo vivero La Campiña, inició la última etapa del jardín con amigos de la casa-museo.
Entre naranjos, ceibas, mangos, guaduas, carboneros, cañabravas, balsos, guamos, guayabos y algarrobos, el Brujo repetía: “Lo único que me gusta hacer es pensar, por ahí debajo de los árboles”.
¿Pensar y nada más? Es famosa aquella historia que narra cómo el dueño de casa, en sus intentos por olvidar su dependencia de los Pielroja, escondía los cigarrillos en los huecos de los árboles de mango y de naranja.
Gonzalo Arango contaba que en las tardes, los jóvenes de su generación se congregaban en torno a Fernando González “bajo un cielo de pájaros y naranjas, a emprender su Viaje a pie por los maravillosos mundos del conocimiento”. El periodista Óscar Domínguez recuerda que en su infancia robaba frutas de los árboles en algunas fincas envigadeñas, incluida Otraparte. En una oportunidad, de regreso a la casa, “con la sospechosa alegría que produce alcanzar el fruto prohibido”, el Brujo lo vio pasar y lo detuvo: “Joven, solo los ladrones entran por la puerta de atrás. Tenga”. Y le encimó algunas naranjas.
De la India a esta parte
Nativo de la India, Birmania y parte de Malasia, el mango recorrió una larga ruta antes de llegar a nuestros jardines.
En el siglo X los persas lo llevaron al este de África, y con los portugueses cruzó hasta el oeste del mismo continente.
El Simón Bolívar de Gabriel García Márquez en el manuscrito original de El general en su laberinto comía mango. Después de leerlo, el historiador Vinicio Romero señaló un error histórico: en los días de El Libertador, todavía no había palos de mango por estos lares. Entonces, Gabo cambió las hilachas del mango por los gusanos de las guayabas…
¿Cuándo descubrió el Nuevo Mundo? Sobre la llegada del mango a América hay varias teorías: que a mediados del siglo XVI, en el Galeón Manila, los españoles lo llevaron de Filipinas a México y a las Indias Occidentales. Que en el siglo XVIII, unos navíos lusitanos sembraron el primer árbol en Bahía, Brasil. Que en 1841, según Agustín Codazzi. Que no, que fue en 1849, según Carl Ferdinand Appun. Adolfo Ernst lo incluyó en sus apuntes en 1869.
Es decir, es posible que el prócer sí haya comido mango… no sólo en la imaginación del Nobel de Literatura.
Busca la luz
El árbol de mango es agresivo con otras especies, puesto que ocupa gran espacio en su desesperada búsqueda de la luz. Su sombra no sólo es inmensa sino que humedece el jardín: “Por eso elegí plantas epicúreas, bromelias, orquídeas, tilancias, helechos arbóreos, pata de conejo”, explica Sergio Restrepo.
Lucas, el gato de Otraparte, deambula con sigilo entre las especies vegetales que se conservan detrás de la reja —con candado— que da al patio lateral de la casa. Estas plantas permanecían afuera, listas para la siembra; sin embargo, se descubrió que algunas señoras que pedían que les regalaran un “piecito” estaban cargando con el “cuerpecito” entero del jardín.
Como el dueño de casa, quien buscaba alimentar su pensamiento entre la naturaleza, el palo de mango bifurcado sólo es regado con agua natural, de pozo.
Las ramas de este árbol han sido podadas una y otra vez, para evitar su crecimiento, para detener su camino hacia la luz. Cada nuevo corte se convierte en una suerte de ojo atento… Réplica sutil que hace la naturaleza del efecto que la censura, la excomunión y el rechazo social causó en el hombre.
En la copa hay un mango. Maduro. Amarillo no, dorado. Solo. Listo para la caída.
Un abanico de haces de luz solar vence las hojas tupidas y brilla sobre las bromelias. Las abejas angelitas buscan, persiguen. Revoloteo incesante. Afuera, los carros pitan. Un celular suena. Los turistas saludan en estruendo. “El silencio no es un don sino un fruto difícil”. Es la vida del Brujo en un árbol bifurcado.
Fuente:
Restrepo Jiménez, Ana Cristina. “El árbol del brujo”. Periódico Universo Centro, n.º 55, Medellín, mayo de 2014.