Librero sin remordimiento
Por Diego Aristizábal
Esta semana Alejandro Torres de la librería Árbol de Tinta me volvió a sorprender.
“Tengo algo que te puede interesar”, me dijo, y sacó nada más y nada menos que la primera edición de El remordimiento de Fernando González. Yo, que no soy muy amigo de las primeras ediciones porque casi siempre son costosas, observé con cuidado ese librito que a pesar de los quiebres en el lomo y la portada, algunos rasgos de humedad en sus hojas, el desgaste natural del tiempo: casi 80 años encima, estaba intacto.
Abrí sus páginas y volví a leer un aparte de esa carta aclaratoria de Fernando González que dice: “Tú dices que mi libro, tal como nació, es pornográfico e ilegible, y yo te contesto que pornográfica es toda Suramérica hijo de clérigos, hombres tapados por la vergüenza a la vida. Por eso, nuestra raza es estéril, avergonzada: raza de hombres que hacen las cosas y se esconden, avergonzados de estar vivos. Miguelángel y yo sentimos todos los instintos agrandados y no hacemos nada perverso; creamos seres con pechos, pene, ano, piernas, brazos, pies y manos, tronco y cabeza”. Recordé la historia de mademoiselle Tony, las reflexiones profundas del narrador sobre la lucha por dejar a un lado la carne para poder crecer en el espíritu: “El hombre asciende en virtud del remordimiento”, aunque luego diga: “Entiéndase que lo que me está matando es el remordimiento de haber dejado virgen a la vida”.
Apenas volví en sí levanté la cabeza y me topé con la pared de libros y con un silencio momentáneo que amplificó en mi mente la frase: “Sin el mecanismo del remordimiento, el hombre no sería el que es. Sería un ser tranquilo, sin porvenir, como el caballo”. Fue entonces cuando mi librero me dijo: “Ese libro es tuyo”. Claro que quería que fuera mío pero los cálculos hipotéticos en mi cabeza no me daban. Sin entender la situación, todavía abstraído estúpidamente en la profundidad del remordimiento, en los vericuetos de la moral y de los santos que también se han creído malos, no quería preguntar cuánto valdría, no quería quedarme sin dinero cuando todavía le faltaban tantos días al mes. Sin imaginármelo Alejandro agregó: “El libro no tiene ningún costo, es tuyo”. Sentí vergüenza mas no remordimiento.
Mientras caminaba rumbo a casa pensé que definitivamente no hay nadie más altruista ni tampoco más preocupado porque el otro aprenda que un librero, incluso, poniendo en riesgo las finanzas de una librería.
Definitivamente el librero es aquel que mira el libro no como mercancía sino como depósito de cultura, esa es su esencia. Recordé entonces la anécdota que alguna vez me contó Alberto Aguirre: Un jovencito, que iba normalmente con su madre a la Librería Aguirre en Medellín, un día entró solo y se quedó horas absorto en la lectura de uno de los libros más bellos que se ha hecho en Colombia, las obras completas de León de Greiff editado por Aguirre. Después de un rato Alberto se le acercó al jovencito y lo único que le dijo fue que si le gustaba mucho ese libro se lo podía llevar para la casa. El jovencito, que era nada más y nada menos que el poeta Darío Jaramillo Agudelo, quedó sorprendido y feliz y se lo llevó. Al rato llegó la madre con el joven porque no entendía lo que había pasado. Alberto le dijo: “El que ama el libro lo toca y se apasiona por él porque intuye un contenido. Eso pasó con ese libro y con el joven, y como el libro es mío yo se lo regalé porque me dio la gana”.
Ahora, de los tres mil ejemplares que imprimió el editor Arturo Zapata en Manizales en 1935 de El remordimiento, yo tengo uno. Intuyo desde luego una historia, un contenido. Me siento en un café del centro de Bogotá y vuelvo sobre el tema. “Hay que despertar la atención, la crítica, romper el hábito, abandonar la monotonía, para que nazca el remordimiento, acicate de la perfección. Al hacerlo, hay lucha interior. Hay sacudida”, leo, y poco a poco intento poner en “orden” mi conciencia.
Fuente:
El Espectador, lunes 18 de marzo de 2013, columna de opinión.