Viviente a la enemiga

Por Eduardo Escobar

Este febrero se cumplió otro año del fallecimiento de un hombre singular por la vida que vivió y los libros que escribió para compartirla, cuerpos extraños en la bibliografía colombiana, en primer lugar porque tienen que ver poco con la literatura como se entiende, como un oficio, o un ejercicio de vanidad, como demostración de unas habilidades, para distraer un lector.

Sus libros despertaron más interés en el exterior que entre sus conciudadanos. Estos lo convirtieron en un nudo de malentendidos: loco, demonio, santo descarrilado, cínico que se las daba de piadoso. Y él disfrutó y sufrió el papel de la piedra de escándalo. Un crítico lo llamó místico de pacotilla. Otro personaje del folclor antioqueño. Fue sobre todo un hombre de una sinceridad devastadora. Vivió, decía, a la enemiga, en un doble sentido, oponiendo a un medio mezquino una personalidad poderosa, y en lucha también consigo mismo. Abogado, juez, diplomático, político (derrotado), lo que le gustaba, dijo, era pasear bajo los árboles y hablar con los súperos. No fue un escritor profesional. Aunque publicó quince libros y cuarentaitantos números de una revista que redactaba él solo.

Su obra surgió de la urgencia de la experiencia vital, secretada bajo las ceibas de Envigado a las que dedicó un libro que duró más que las ceibas que ya se secaron. O en las plazas de Europa. En Italia se enamoró del Hermafrodita Dormido. En Marsella, de una niñera. Y casi lo mata después el remordimiento de haberla dejado virgen. Está contado en una novela breve que subtituló, tratado de teología moral.

Fernando González inventó un modo de escritura entre la ficción y el testimonio personal, en un lenguaje lleno de fuerza y elegancia, parecido al coloquio. Coloquio doble: con el lector y del escritor consigo mismo, que se espía en el acto de escribir. Su obra como la de Montaigne es la exposición del hombre que es él mismo, semejante a todos, con una distinción. Él se contempla y se juzga, situado ante sí mismo. Al atisbo de la clave de una santidad fuera de moda en su tiempo ya, para no hablar de este despreocupado de metafísicas, inhábil para cualquier cosa que no sea devengar y robar si dejan y hartarse, en una obscena exhibición de la hartura en el vacío, en extraño adormecimiento. Entre su primer libro que tituló con la arrogancia de los veinte años, Pensamientos de un viejo, y el último, La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera, donde canta la juventud, y se lastima en la digestión de lo mío y lo tuyo, el brujo de Otraparte como lo nombró un nadaísta, dio a luz —aquí cuadra la expresión obsoleta—, quince libros de confesiones, humildes y orgullosas. Las de uno que apoyado en sus demonios, usándolos para avanzar, caminó hacia lo que llamó el entendiendo. En El maestro de escuela, novela minimalista, de sencillez amarga, en las cartas, en las biografías de Bolívar, Santander, Juan Vicente Gómez. Se le acusó de fascista por su libro de Mussolini. Admiró la energía animal, la fuerza manifestada en el poder menos que sus frutos, la irradiación de la personalidad. Y también en el mendigo el guiño de la conciencia. Le gustó definirse como uno que defeca mirando al cielo.

Suena ridícula la palabra conciencia en una época de muertos borrachos de gasolina que corren a ninguna parte. En el hartazgo o el hambre rastrera que son dos formas de la miseria. La pregunta por lo que cada uno es o lo que significa pasó de moda. La conciencia de la situación. La cultura que era dinámica se rebajó a costumbre. Fernando González fue un místico en el sentido en que todos los grandes pensadores son místicos cuando preguntan por lo que oculta lo que puede describirse. Alguien dijo que fue el primer americano en encarnar el cristianismo como camino existencial. Y es mucho una interioridad que se expone este tiempo que transformó en masa confusa los yoes y los individuos en clientela y apuro.

Fuente:

Periódico El Tiempo, martes 21 de febrero de 2012, columna de opinión Contravía.