Habemus ceiba
Por Óscar Domínguez Giraldo
Los antiguos patos del andén de Envigado andamos con el corazón a media caña desde que fuera abatida la centenaria ceiba del parque, la única en el mundo con libro dedicado: Don Mirócletes, del brujo Fernando González.
Menos mal, la Corporación Otraparte, en procesión de fernandólogos, se propone resembrar en el mismo lugar la ceiba «Simona» que se mece altanera en la sede del Museo Otraparte, adonde fue trasladada, con el imprimátur del padre Eugenio Villegas, por Sergio Restrepo, quien la encontró, tierna, en el techo de la iglesia de Santa Gertrudis. Fecha de la siembra de «Simona» no hay. Decisión, sí.
Un popurrí de hongos, excesiva humedad ambiente, y una manifestación de cucarachas, dieron al traste con el declinante vigor de la ceiba, una de las tantas que fue sembrada en tiempos de mi general Rengifo hace más de cien años.
Parte de esa historia se lee en la monografía-biblia de Envigado escrita a cuatro manos por el dueto de Vedher Sánchez y Julio Jaime Mejía. Nada de lo que ha ocurrido en Envigado les ha sido extraño a este par de prolíficos y sonrientes historiadores que conspiran desde su sanctasanctórum en Sabaneta.
De tiempo atrás, sus días estaban contados (los de la ceiba, no los de Vedher y Julio). El departamento de ciencias forestales de la Universidad Nacional se encargó de mirar la ceiba con lupa de relojero. Finalmente dictaminó que no había otra opción que decretarle una ruidosa eutanasia. Una sierra oficial, que hizo las veces de despiadada guillotina, se encargó de pasarla al papayo. Dejarla en pie equivalía a poner en peligro edificios, parroquianos, turistas y piperitos que circulan en sus predios.
La ceiba quedaba a una jaculatoria de la iglesia de Santa Gertrudis, remodelada hace tiempos por don Suso Vélez, padre del rotario y dirigente Mario Vélez Calle, a un aguardiente del bar Las Nieves, a una canción de Margarita Cueto y Juan Arvizu que se oían en desaparecido bar La Yuca, a media libra de sal de la tienda de Tatán.
Lamentamos la desaparición de la ceiba quienes en sus tiempos de esplendor fuimos condecorados alguna vez con los etcéteras fisiológicos arrojados por las palomas.
Menos mal que ni las vacas ni los elefantes vuelan. En el ocaso de sus días, el maestro Rodrigo Monsalve le metió arte a la ceiba y, sobre lo que quedaba de ella, talló los rostros de ilustres envigadeños.
El escultor inmortalizó fugazmente nombres como los de Débora Arango, Fernando González y el médico Manuel Uribe Ángel.
Muchos lagartos intrigaron para quedar perpetuados en la ceiba, pero no les alcanzó su biografía. Algunos tuvieron que contentarse con figurar en el mural de la alcaldía donde no son todos los que están, ni están todos los que son. Decir Envigado, el andén, las palomas, la morcilla, las heladerías con sus merenderos y la Ceiba (este computador insiste en escribirla con mayúscula), es hablar de la historia patria del municipio.
Las palomas, logotipos de la paz, quedaron más perdidas que serpista en elecciones.
De pronto se tengan que ir con sus condecoraciones fisiológicas a otra parte.
Menos mal que a ceiba muerta, ceiba puesta, «Simona». Según escribió alguna vez Ernesto Ochoa en una de sus bellas columnas en El Colombiano, «Simona es la última descendiente directa de las viejas ceibas de la plaza de Envigado». Un apretado responso por la fallecida ceiba que fue cómplice de más de un romance que terminó en hartos muchachitos.
Fuente:
El Colombiano, columna de opinión «Columna desvertebrada», jueves 22 de junio de 2006.