El síndrome de Siracusa
en Fernando González
Por Eduardo Escobar
Los estudiosos de la obra del maestro envigadeño Fernando González, obtusos, tibios y apasionados, desde el hermoso ensayo de Alberto Saldarriaga publicado hace años en la revista de la Universidad de Antioquia con el título De la parroquia al cosmos, y Javier Henao Hidrón, y el boliviano Jorge Órdenes, y María Helena Uribe de Estrada, que convirtió el trabajo del maestro en un delirio mariano, exploraron en el estilo del autor de El remordimiento, en saludable equilibrio entre la lengua literaria y el habla, acentuaron sus virtudes venenosas de panfletario, sus dotes de humorista, su talento de novelador inspirado, y como sicólogo, como educador y como pensador cristiano y místico.
Sin embargo todos olvidaron definir y señalar en esa obra las motivaciones y los razonamientos que llevaron a Fernando González a ligarse a las frustraciones del poder y el gobierno, tan próximas a los resquebrajamientos de la poesía. A eso que alguien, cuyo nombre olvidé, llamó una vez el síndrome de Siracusa, en recuerdo de las aventuras de Platón con Dionisios, el Tirano, y el Joven, que acabaran proporcionándole sinsabores y burlas y hasta la pérdida de la libertad, alguna vez, vendido como esclavo, para redondear la amargura de la fábula de los poetas en el jardín de uvas del poder.
Los malquerientes de la presencia de Fernando González en la literatura y el pensamiento colombianos interpretaron su acercamiento al venezolano Juan Vicente Gómez como una veleidad de tintes fachistas. Y les parece que corrobora la inclinación irracional El Hermafrodita dormido. Uno de sus libros más claros, dulces y significativos. Y Los negroides, publicado en 1936, donde hace el elogio de José María Velasco Ibarra, varias veces presidente del Ecuador y varias veces derrocado.
Las apreciaciones sobre Benito Mussolini en El Hermafrodita dormido, como en Mi Compadre, las dedicadas a Juan Vicente Gómez, padrino por poder de bautismo de su hijo Simón, y como el elogio de Velasco, sin embargo, están menos imbuidos de ideología, en las mecánicas pedestres de la política, que en el hechizo. Mussolini, Gómez y Velasco atraen a Fernando González como manifestaciones de lo que él mismo nombró como la egoencia, como encarnaciones de unas ideas en unos individuos excepcionales. De la fuerza interior y la salud.
Los poetas desde Platón encuentran escasa suerte en estas ficciones de la buena fe. Mi Compadre, como El Hermafrodita dormido, disgustaron a sus modelos. El Hermafrodita dormido le ocasionó la destitución de un cargo diplomático en Italia. Si bien recuerdo, Mi Compadre fue sentido como una ofensa por el gobernante venezolano, que se consideró desdeñado con el calificativo de brujo. Velasco Ibarra… derrocado.
Es imposible entender la admiración de González por Juan Vicente Gómez, y José María Velasco Ibarra, como ejercicios de la ambición rastrera. Toda su vida y su obra son testimonios de un espíritu independiente y audaz, certero y voluntarioso, enfrentado con las personalidades más influyentes de su tiempo. En González la fascinación por el poder es la ilusión de realizar unas ideas sobre la educación, el orden social y el futuro de las naciones bolivarianas cuyos horizontes virtuales exploró con inmenso amor.
En Los negroides, Velasco Ibarra se convierte en esperanza del surgimiento del Gran Mulato sudamericano. De la patria latinoamericana según los mitos de los tiempos de Nietszche y Spengler: la educación y la raza. Y la conciencia. La conciencia continental. Cuyas esencias había intuido González en Mi Simón Bolívar.
El Ecuador de Velasco Ibarra, dice González en Los negroides, es homogéneo. Velasco es expresión de un alma antigua. Venezuela, por otra parte, se le convirtió en obsesión. Gómez es fuerza pura. Magnético. Allá iría, a Venezuela, se dijo, a documentarse, para escribir la segunda parte de Mi Simón Bolívar.
Valdría la pena verificar en las cartas de Fernando González a los líderes latinoamericanos, Velasco y Gómez, si es que existen, si como Platón estaba convencido de que la política y la creación de realidad son demasiado importantes para dejarlas en manos de políticos y reyes.
En todo caso, sabemos que en Los negroides, como en Mi Compadre, de 1934, Fernando González se afirma primero como un formador. El maestro de escuela. Después, no tiene más remedio que reconocerse, en su destino de solitario, de grande hombre incomprendido, en el ostracismo, voluntario a medias, de su casa de Otraparte.
Siempre sucedió así. Desde Platón. El poeta pone en evidencia la calidad de su sueño con el tamaño de su soledad y su fracaso. El mundo fue hecho de este modo.
Fuente:
Escobar, Eduardo. «El síndrome de Siracusa en Fernando González». Suplemento Generación de El Colombiano, domingo 24 de abril de 2005.