El abuelo nadaísta
Fernando González
Lleva 30 años predicando en el desierto y es nuestro deber abrirlo a las mentes. Así hablaba Gonzalo Arango en el año 59.
Por Jotamario Arbeláez
Cuando tenía 16 años, en el colegio de Santa Librada de Cali, por debajo de la tapa del pupitre, leía una biografía, Santander, de un autor que —según me decía mi adelantado condiscípulo Armando Holguín, era el verdadero panfletario y rebelde de este país, amén de filósofo—. Yo nadaba por entonces en las luces de la Ilustración, en Nietzsche y Schopenhauer, además del Conde de Volney, cuyas Ruinas de Palmira me aportaban todas las pruebas para cancelar de por vida el enojoso asunto de la existencia de Dios.
En realidad me gustó que el singular libelista despotricara del fundador del colegio, don Francisco de Paula, convicto de atentar contra el héroe caraqueño, a quien consideraba punto menos que a un Dios. El libro era trepidante, pasional, atrevido. Desde las primeras páginas describía al paladín bienhechor de nuestro claustro: «Podemos intuir su lejana niñez. Desde que principió a gatear, sus padres admiraban la limpieza: cagaba, pero se comía la caca…».
El poeta Eduardo Escobar suele burlarse de mí porque en alguna parte manifesté mi deuda por Vargas Vila por encima de la del brujo de Otraparte. Pero hay que tener en cuenta que Eduardo era en su primera juventud un seminarista de Ignacio de Loyola, mientras yo fungía de camaján volteriano. Él había sido seducido por Kierkegaard, yo me iniciaba con Klossowski. Él ya llegaba a Otraparte, mientras yo a duras penas rastreaba por Malaparte. Su agnosticismo sospechoso de nadaísta de la montaña lo ha matizado con el estudio moroso de todas las órdenes religiosas, mientras a mí me ha tocado el trabajo sucio de seguir predicando que Dios ha muerto.
Cuando llegó a mi ciudad el profeta Gonzalo Arango con su invento del nadaísmo, colgué el taco de billar y acudí presuroso a su conferencia. La sala donde proclamaría su oscuro evangelio era La Tertulia, un templo de burgueses librepensadores, pero quién sabe por qué presiones oficiales o clericales las directivas pusieron un grueso candado para impedir el ingreso del seco y macilento conferencista. Entonces se pronunció en la calle, sobre un escaño de cemento, ante un público pávido y divertido, hasta que hizo su aparición un tanque para disolver la algarada.
Nos escondimos en una catacumba para dejar fundada la secta disidente caleña de la realidad de este mundo. Los catecúmenos debíamos mantener cierta veneración por el maestro Fernando González, dijo el profeta, quien tenía en preparación un libro que sería la hecatombe, el Libro de los viajes o de las presencias. Fernando González es el maestro que esperaba Latinoamérica, el único pensador que trasciende las roñosas fronteras de la inmanencia. Lleva 30 años predicando en el desierto y es nuestro deber abrirlo a las mentes. Así hablaba Gonzalo Arango, y era en el año de 1959.
Ese año apareció el libro, revelación hirviente, la última grada en la evolución de esta creatura de la Presencia, de Aquél cuya esencia es la Presencia. Allí vine a comprender cómo este altísimo maestro aplicaba al Cristo para traernos hacia nosotros mismos, para hallarnos en la Presencia, ya que toda creatura es un conociendo en las moradas de la casa del Padre. Cómo la religión de que hablaba consistía en buscarse en la Intimidad.
En una carta escrita al poeta Amílkar U, por los mismos días, a propósito de la publicación en El Espectador de la «Plegaria nuclear de un cocacolo», le dice: «Ahora puedo morir tranquilo porque al fin vi nacer la poesía en mi patria…».
Hace 40 años murió el abuelo, calentado por su vaca «Paturra». Doce años lo sobrevivió el padre del nadaísmo (porque el nadaísmo no tuvo madre), quien nunca olvidó el 16 de febrero entonarle su responsorio. Algunos intelectuales de bastardilla lo continúan negando como pensador, título que le adosan al infatigable escoliasta Nicolás Gómez Dávila, y le siguen escamoteando su condición de filósofo para aplicársela, ¡ánima bendita!, a la marmota de Gutiérrez Girardot.
Si algún día vuelvo a Dios como está contemplado en un códice, y como me reveló San Nicolás de Tolentino en un trance mediúmnico que es esperado en lo alto, será en gran parte conducido por el brujo de Otraparte, creatura de la Presencia, Aquél cuya esencia es la Presencia. Y esa sí se la daré por ganada a Eduardo Escobar.
Fuente:
El Tiempo, columna de opinión «Contratiempo», 18 de febrero 2004.