Simón y la brujería
«Yo propiamente no soy novelista, ni ensayista, ni filósofo (¡qué asco la filosofía conceptual!), ni letrado, sino brujo: brujería, el mahatma, el dios, el hijo de Dios. ¡Oh felicidad!».
Fernando González
Por Javier Henao Hidrón
El hijo menor de Fernando González, Simón González Restrepo, conocido como el brujo Simón —digno heredero de su padre—, falleció el 22 de septiembre a la edad de 71 años, durante los cuales se hizo primero ingeniero, después poeta y administrador y por último aprendiz de brujo en convivencia con el silencio, las diosas de la mar y con la barracuda de ojos verdes y lágrimas azules.
Intendente por espacio de seis años y gobernador durante un trienio de las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina —de las que se consideró su consejero espiritual y loco enamorado—, utilizó la suma de cuatro ingredientes: imaginación, ternura, poesía y amor, convertido en antorcha que alumbra el camino y enseña. Es decir, gobernó con sentimientos y prácticas muy diferentes a los que han predominado en la burocracia colombiana, invadida de esa grave enfermedad llamada «doctoritis».
Brujo, lo llamaron, porque organizó y dirigió el Primer Congreso Mundial de Brujería (Bogotá, agosto de 1975), promocionado con el lema: «A la sombra de lo desconocido, con amor y asombro».
Aprendiz de brujo, prefirió llamarse. Y dio a esta expresión el significado concebido por su padre, cuando en 1930 escribiera Mi Simón Bolívar, en donde la brujería es un arte divino, abandonado a causa de la «civilización de cocina», apto para permitir que el hombre ascienda en los diversos grados de conciencia hasta la completa evolución del yo, cuando se unifica, casi, con el universo; con el fin de medir esta posibilidad de superación, su alter ego, Lucas de Ochoa, inventa el concienciámetro o metro psíquico, en el cual el biografiado alcanza la conciencia continental pura, quinto grado. Pero, ¡oh desilusión! La mayoría de los hombres se mueven entre la conciencia orgánica y la conciencia familiar, que representan los grados inferiores.
El precepto esencial consiste en ser padre e hijo de sí mismo.
En su etapa de formación, el brujo requiere inhibir tendencias y deseos para que aparezca el espíritu inmortal que embellece el cuerpo; «es el vaho divino». Lo distinguirá entonces la ancha presencia, ésta se advierte en sabios, santos y conductores, preferible si ellos no lo saben, pues de lo contrario puede caerse en la simulación. Su piedra de toque es el sentimiento de libertad, euforia y exuberancia. «Sólo es maestro el que a sí mismo se hizo, pues entonces enseña sin palabras a los otros a sobreponerse», F. G.
Los brujos son seres escasos y como de leyenda, que adquieren el arte de acordar su voluntad con la cósmica, consiguiendo así cierto imperio divino sobre el universo. A modo de ejemplo, Fernando González menciona a Moisés, Elías y Samuel, Francisco de Asís e Ignacio de Loyola, y al guía superior, Jesucristo. El primero, un brujo egipcio-hebreo; los segundos, grandes brujos históricos; los otros dos, grandes brujos católicos. Jesucristo es lo más alto en armonía. «Mi padre y yo somos una misma cosa».
Ese arte, el de brujería o magia, conduce al ser humano a un estado superior. Es, además, el fundamento de una filosofía caracterizada por el estudio y vivencia del mundo interior y sus relaciones con motivos que nos inciten a la perfección.
La despedida terrenal de Simón es ocasión propicia para recordar ese «extraño» libro que nos legara, oficiando en la escuelita del silencio y del viento: Sin amor todos somos asesinos…
Fuente:
El Colombiano, columna de opinión «Tema libre», jueves 9 de octubre de 2003.