Boletín n.º 184
23 de diciembre de 2020
¡Feliz Navidad!
Y un saludo agradecido…
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Estoy leyendo «Cuento de Navidad» por Carlos Dickens, en edición hecha por Almacenes Ley para regalar a los niños en propaganda de sus juguetes que vende. Ayer lo trajo mi nieta Marcela, de 6 años. Tiene esa ternura y sugerencia que son el distintivo de Dickens. Nadie superior para describir avaros, bandidos y, sobre todo, niños abandonados. Todos son muy humanos, muy espacio-temporales, pero le quedan al lector «sub specie aeternitatis», y, lo más sublime, avaros, endurecidos, rateros y banqueros, etc.…, le quedan a uno en el alma como niños abandonados. Esto es lo eterno en Dickens. Porque todos, sin excepción, realmente somos el niño abandonado, perdido y maltratado. De ahí que orar sea «ir siendo como niño o polluelo asustados que buscan la madre». Dickens poseía el don de ver lo atemporal en este mundo. Él mismo fue un niño maltratado. Dostoyevsky y Dickens son la cima de las visiones de «este mundo» y del «otro» que se desvelaba para ellos. Y ese «otro» resulta que es este mismo, pues si parecen dos es a causa del Bien y del Mal o abandono del Niño.
(Las cartas de Ripol, 1989)
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~ La pesebrera de Otraparte ~
Las vacas regresaron a Otraparte. «Nocturna» de Jansel Figueroa y «Medellín» de Laura Muñoz pastan en la casa de Fernando González desde el 12 de noviembre de 2020. Su amable y colorida presencia fue posible gracias a la «CowParade», la exhibición internacional que desde 1999 se ha realizado en más de 77 países y en la que artistas locales decoran esculturas en fibra de vidrio con forma de vacas en tamaño real. La iniciativa fue patrocinada por la Alcaldía de Medellín, el Bureau de Convenciones, la Corporación Perpetuo Socorro y Comfama.
También regresó «La Huerta del Alemán», el nombre-concepto-práctica que le dieron Fernando González y Margarita Restrepo a su nueva casa en 1941, llamada luego «La Colmena de Ramiro» y rebautizada en 1959 como «Otraparte». Estamos cultivando algunas hortalizas y en convenio con Comfama realizamos cuatro talleres sobre orquídeas, pacas biodigestoras, jardines ambulantes y cuadros verdes vivos.
El sentimiento solidario no regresó, pues nunca se ha ido, siempre ha estado aquí. Pero sí se hizo más fuerte gracias al apoyo del Municipio de Envigado, al Premio Germán Saldarriaga del Valle, a diversas entidades culturales y fundaciones, a los invitados que nos han regalado su sabiduría y su tiempo, y a todos los amigos y visitantes que nos han acompañado durante este año tan difícil para todos. Va un saludo especialmente agradecido a quienes nos apoyaron en abril por medio de la plataforma «Ayuda a la carta» de Bavaria y Diageo. No fue posible agradecerles personalmente porque no tuvimos acceso al listado de los donantes.
En consecuencia, las vacas, la huerta y la solidaridad son símbolos destacados en nuestra tarjeta de Navidad de 2020. Esas manos unidas que manipulan una plántula, las orquídeas, las vacas en el pesebre de Otraparte y la hermosa ilustración de la casa por Daniel Gómez Henao para un maravilloso proyecto artístico y pedagógico que pronto anunciaremos.
Esto también lo expresamos en un mensaje público enviado recientemente a los amigos de Confiar Cooperativa Financiera: «La Confianza nace del sentimiento de solidaridad, del ánimo al que nos invita Fernando González en Viaje a pie, y del sembrar alegría, según lo propone en la revista Antioquia. Es necesario alegrarse y alegrar a los demás, Confiar día a día, paso a paso, en la generosidad de la vida. No en el futuro incierto, sino en la eterna bondad y generosidad del presente a pesar de las permanentes dificultades. Aun en las grietas y en los abismos más profundos impera la Vida, “diosa de los ojos maliciosos”».
Esa vida que se manifiesta en «¡Es bello, Señor, tu Pesebre colombiano!», la primera frase de El Pesebre, la novena que escribieron al alimón Fernando González y el sacerdote benedictino Andrés Ripol en diciembre de 1963.
Esa vida que se manifiesta en la amistad del Brujo de Otraparte con las vacas, amistad que palpita en los textos suyos y de sus amigos que les compartimos a continuación.
Esa vida con la que les agradecemos y les deseamos una feliz Navidad.
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Hoy es martes 29. Voy a sembrar ya la mitad de la finca de yerba imperial y a poner las seis vacas mejores del Valle del Aburrá. Como Antoñito González, mi abuelo, y Daniel, mi padre, eran vaqueros por excelencia, me retoñó a los 57 años este amor a los animales de ojazos de bondad y madres de los niños todos. La vaca, Simón, es nuestra madre.
Fernando González
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Fernando González creó un mundo simbólico. Entre los otros y él se levanta lo que pudiéramos llamar «el telón de asceta». Para definir mejor esta distancia mental que existe entre él y los colombianos, a su finca —sembrada con veinticinco árboles y donde pasta una sola vaca— la bautizó con el nombre de «Otraparte», o sea el lugar habitado por un «filósofo desnudo».
Enrique Posada Cano
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«Gris, amigo mío, es la teoría, pero eternamente verde el árbol de la vida», decía Goethe. El pensamiento de González es, primero, en su raíz, una vivencia: su idea brota de la vida y no de los libros, ni de otras ideas. Palpitante, por eso, su presencia, la presencia de su idea. «Recuerdo muy bien que fue al pasar una vaca cuando comprendí a Manjarrés». La vida le hace brujitos, y le enseña: le dispara el pensamiento.
Alberto Aguirre
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Aunque bolivariano y americanista, y aunque antioqueño por encima de todo, Fernando González se siente, en primer lugar, hijo de Envigado. La aldea veraniega, que se une hoy a Medellín por una pintoresca carretera asfaltada y arborizada, es su tribuna, desde la cual aspira a que le oiga el mundo entero. Allí le ha construido, el gran arquitecto Pepe Mejía, con el fruto de la labor literaria, una preciosa residencia estilo misión, donde los sauces y naranjos comienzan apenas a crecer, y la vaca grávida pasea por el llano con sagrada mansedumbre indostánica.
Luis Enrique Osorio
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Alrededor de las cinco de la tarde, lo acompañaba al establo para ordeñar a su vaca. Era uno de los momentos que más me gustaba. Después de ese largo silencio en la biblioteca, al atravesar el jardín para llegar al establo todo parecía vestido con un nuevo color, con una nueva presencia, los árboles, las flores, la hierba, los pájaros parecían recién inventados, cristalina sinfonía de la vida. Feliz, se sentaba en su butacón y ordeñaba a su querida vaca. Yo regresaba a mi casa, y me ponía a hacer mis cosas. Estaba en el colegio, en primero o segundo de bachillerato, tenía doce años y unos grandes deseos de ser escritor.
Gustavo Mejía Fonnegra
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Habla de las hormigas, las abejas, los perros, los gatos, las vacas, los caballos, y en general de todos los animales que conoce, de modo tan familiar y con tan hondo y claro conocimiento acerca de sus hábitos de vida, sus amores y sus almas, que da la impresión de que en otros mundos o en remotos tiempos él mismo hubiera sido ellos. Mirando dos novillas, ahí en un corral, cerca a su casa, mientras éstas se lamían entre sí, me dijo, sonriendo: «No pueden estar solas, porque como los hombres se mueren de tristeza en la soledad. Es la forma como se comunican. La una lame a la otra. Pero hay dulce ternura y bella inocencia en esa recíproca caricia. ¿Qué secretos se estarán diciendo? No hay nada que carezca de sentido ni de expresión en la naturaleza».
Félix Ángel Vallejo
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En el transcurso de estos complicados días —días llenos de extraños e indigestos encuentros, conversaciones, «fiestas», «deberes»— la lectura de los libros que usted me dio ha sido la única cosa que he hecho constantemente, y la única que ha sido significativa para mí. Leyendo primero una cosa, luego otra en los cortos fragmentos de tiempo que me es dado encontrar. Y siempre asombrado en la variedad, en la diversidad de sus talentos. La «Semana Santa en Envigado», las historias cortas, la historia de la vaca (¿es la misma que yo vi?), más del Santander. Vaya buen humor, vaya un buen oído para el habla (¡el coloquio de los curas viejos!). Qué precisión en el realismo —esa única salvación por el realismo—, un realismo que, por su precisión, se torna cósmico. Pero ante todo la franqueza, el sólo-puedo-decir-la-verdad.
Thornton Wilder
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Los pasajeros del bus lo descubren a veces podando los naranjos, cepillando una ternera que se llama «Paturra», sembrando una huerta que se llama «El arracachal de las ánimas», o sentado a la sombra de un árbol, meditativo, escribiendo en una libreta de «carnicero». Evidentemente no hace cuentas. Anota sus vivencias, sus reflexiones. Cuando los pasajeros del bus no lo divisan, es porque el Maestro está en una casita pequeña que oculta la casa grande en la cual se encierra a escribir, a leer, a dirigir sus «viajes pasionales» del día o de la noche. Si no está en esa casita, es porque está en otra parte. Y el pasajero lo sigue buscando a lo largo de la carretera. Si es de mañana él va para Envigado, ágil como una espiga, en traje de verano, de boina vasca, camisa deportiva, apoyado en un bastoncito delgado de bambú con el que juguetea o retira basuras de los desagües.
Helena Araújo de Albrecht
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Porque la mejor literatura de Fernando González es quizá la que no escribió, la que él padeció y paladeó cuando se vio ante el hecho de un Medellín de los años treinta creciendo y él situado en un Envigado quedándose chiquito —no estancado— frente a la capital y unos valores deleznándose, o sea aquellos de la sociedad tradicional que se moderniza, y Fernando, hombre de rancia cepa aburraceña, pero de aquellos que no nacieron en el parque de Berrío (ni hubiese querido nacer), contesta ordeñando todos los días la vaca en la manguita de la casa y viéndose entre las gentes con la satisfacción inmensa de provenir de la cepa más pura del pueblo y estar casado con el vástago de una de las familias más notables del valle de Aburrá, una hija del expresidente Carlos E. Restrepo; y mira el mundo desde lejos. Hubiera podido ser un «greco-quindiano de Manizales», o un «filipichín de Bogotá», o un «fundillón de Medellín». No lo fue así. Después de haber trasegado medio mundo arrebujado en los consulados de Colombia en Europa, dominar el francés, ser un lector de Pascal, de Molière y un causeur, no quiso dejar de saberse ni punto más ni punto menos que eso: un envigadeño.
Jorge Rodríguez Arbeláez
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«Medellín» de Laura Muñoz
y «Nocturna» de Jansel Figueroa.
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Infancia de Fernández
(Tercer capítulo de Don Mirócletes)
En la carretera que conduce de Medellín a Girardota, cerca de Bello, hay una casa vieja. Las puertas parecen de tablas de ataúd, según se las comió el tiempo, el viento, el sol y la luz. Es una casa pobre. En las tablas de una de sus ventanas se lee lo siguiente, escrito con lápiz y muy borroso: «El 24 de abril de 1905 murió el ternero de Manuelito». La letra es infantil, y el sentimiento que trasciende de la casa abandonada, las puertas decaídas y el letrero, es metafísico. Cuando leí eso, me quede en el silencio de la carretera, mirando a los cañales del río Aburrá, como en éxtasis. Yo andaba reuniendo datos acerca de Manuel Fernández, con quien partía para Venezuela, «en busca de estímulos vitales».
Allí nació Manuel, en 1895, a las tres de la mañana, con dientes, o sea el filósofo de Suramérica y de la personalidad.
Tenía Fernández, cuando escribió eso, siete años. Fue lo primero que escribió. «El 24 de abril de 1905 murió el ternero de Manuelito». Nótese, como lo dice él, que en el hecho de llamarse a sí mismo en diminutivo revela su falta de dureza, de firmeza de voluntad; se revela que mordió a su madre y que no tuvo sus cuidados y que el ebrio de don Mirócletes lo abandonó al trato cruel del tío materno, Abrahán Urquijo.
El hecho de morir el primer ser querido lo dejó aterrado y grabó la fecha. No hay ahí ninguna consideración expresa: es la constancia de un hecho; pero tácitamente dice el deseo de grabar el dolor en el tiempo y el espacio. Comentando esta frase, me decía Fernández:
«Es una frase sencilla de niño y me sucede ahora con ella exactamente igual a lo que me pasa con Emerson o Carlyle: que no puedo leerlos, porque cada proposición repercute en mí, en serie de ecos espirituales…, como si yo fuera un atambor y ellos fueran bolillos.
Poco importa, para lo trágico del dolor, que el primer ser querido que muere sea la madre o el animal doméstico, pues lo esencial es que ese primer dolor es el que nos libra, en poco o en mucho, de las apariencias y nos hace anímicos. El mundo de los sentidos es una apariencia desvaneciente, y detrás está la esencia, dice el que se hace filósofo con el primer dolor. A costa de lágrimas es como se intuye a Dios. Así, yo perdí a los siete años un ternero en quien había puesto mi amor filial, y escribí una frase sincera y profunda. Todo lo que brota del alma tiene necesidad de expresarse, ya sea en el gesto, ya en la actitud o con tiza, sobre las puertas. Y mira lo que soy yo. Durante mis euforias, cuando salgo del vicio, cuando saco a la luz mi cabeza, así como aparece la lombriz cuando se levanta el cespedón, me veo un hombre frío, controlado, capaz de todo, y he soñado que mi biógrafo, el biógrafo del Fernández que deseo ser, escribirá: “Me admiro de que Fernández, a quien vi vestir el cadáver de su padre con la misma sonrisa con que miraba los árboles, a los cinco años diera ese grito doloroso por la muerte de un ternero. ¡Cuán bella es la filosofía, que hace a los hombres inmutablemente dulces y tolerantes! Tan grande fue su reacción por la muerte del ternero, que se desprendió de las apariencias”. Este niño sería el que después me habría de recordar lo que dice Jenofonte de Sócrates: “Ninguno gustaba más de la belleza y ninguno se apartaba más fácilmente de los seres bellos”».
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En los cuadernos de Fernández encontré esto:
«El 24 de abril murió el ternero de Manuelito». Si esta frase tiene ecos en mí, debo analizarlos:
1.º Ternero. Tierno. Los ojos de un ternero mamón son el círculo de la divinidad. Sus correrías en el espacio de cien metros de prado, alrededor de la vaca, son gracia. Ahí se forma y refresca el concepto de gracia. El olor de su vaho es el concepto de leche y de campo durante la mañana. Semejante a un ternero conozco apenas un burro y un ratón recién nacidos. Pues yo tuve mi primer amor por un ternero. Ahí revelé lo heredado de mi madre, lo que duerme en mi cuerpo de alcohólico hereditario y que de vez en vez rompe la capa de hielo de mis embolias. Ansia de belleza, belleza social, belleza interior, aspiración a lo perfecto.
2.º Gran dolor por la muerte del ternero, al punto de actualizarse el deseo de eternizar ese dolor. Murió el ternero que me descubrió a mí mismo, en cuanto soy Dios. ¿Cómo pudo morir la ternura, la alegría, la adoración ante el universo? Eso significa mi frase de niño.
Todos estos seres del mundo y estos sucesos del mundo nos descubren al Dios escondido en la zarza. Lo mismo pasa con la muerte de los padres, hermanos, maestros y amigos.
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Fernando González y la Paturra
Foto © Guillermo Angulo (1959)
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Agradecimientos 2020:
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(Toda lista es incompleta…)