Boletín n.º 147
Septiembre 5 de 2017
Óscar Hernández
(1925 – 2017)
Óscar Hernández Monsalve
Otraparte, 2 de junio de 2016
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La Corporación Otraparte lamenta profundamente la muerte de Óscar Hernández Monsalve (Medellín, 1925-2017), poeta, narrador y periodista. Estudió en las Universidades de Antioquia y Pontificia Bolivariana. Durante su vida desempeñó numerosos oficios: autor de libretos para radio y de canciones populares, actor de cine (“Rodrigo D. – No futuro”), boxeador y futbolista en su juventud. Fue cofundador del diario El Sol, donde escribían Manuel Mejía Vallejo, Fernando González y otros escritores de la época. Durante más de 50 años llegó a los lectores de El Colombiano con su columna “Papel sobrante”. Algunos de sus libros son “Poemas del hombre” (1950), “El día domingo” (1962), “Al final de la calle” (segundo lugar Premio Esso 1965; 1966, 1975), “Las contadas palabras” (1958, 1986, 2007, 2010), “Poemas de la casa” (1966), “Cristina se baja del columpio” (2009), “Dos poetas colombianos” (en compañía de Luis Arturo Restrepo, Sílaba, 2010), “Casa sin puertas” (2016) y “Papel sobrante y poemas del siglo XXI”. Sílaba Editores incluyó en 2011 en la colección “Letras Vivas de Medellín” la obra “Óscar Hernández M. – Un hombre entre dos siglos”; y en noviembre de 2015 entregó el libro “De vida, ángeles y ozono”, que contiene 89 poemas bajo el apartado “El otro paraíso”, además de la novela “Fondo de hormigas”, varios cuentos y un puñado de crónicas publicadas entre 1959 y 1962 en el diario El Correo de Medellín.
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El día domingo
(1962)Libro de originalidad absoluta: son vivencias. Hombre inteligente que describe sencilla, verídica y responsablemente su continuo sucediéndose en la vida. —No fue manoseado por pensamientos ni por sabios en su niñez y primera juventud—. El pensamiento, el pensar llaman a esa paja con que se tapa la Inteligencia y nos convierten en eruditos o embrutecidos.
Óscar Hernández Monsalve es el escritor colombiano de quien debemos jactarnos; entre los demás de antes y de ahora los hay distinguidos pero todos son pintarrajeados de “otros”, pretenden ser “otros”; escriben como “otros”.
“Napoleón y los totes” son dos páginas que sólo puede escribir el que haya vuelto al Paraíso, es decir, el que no esté manchado por envidias, por ambiciones de ser “otro”; por el orgullo satánico de eso que llaman “pensamiento” y “pensar”.
Mejores que esas dos páginas, más realidad que esas dos páginas no hay en la literatura americana.
Y por ese estilo son todas las vivencias, las realidades de que se compone este librito inmortal.
¿Por qué no ha sido muy alabado? Porque no aprecian sino a las rameras pintarrajeadas, a los estafadores.
Salones de bonitura son las escuelas y los libros de arte de esta vida de los animales vestidos. Animal vestido; animal avergonzado; animal que se esconde: ésa es la verdadera definición de los literatos y pensadores.
Óscar Hernández es como casa sin puertas y por eso vive o está en él La Realidad, La Vida. Óscar Hernández es uno de aquellos de quienes se dijo: Bienaventurados los limpios de corazón porque ven a Dios.
El libro más limpio, más vida, más estrella en el cielo que se haya escrito en América es este de Óscar Hernández.
(Fragmento de una libreta inédita,
domingo 30 de junio de 1963).
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Alberto Aguirre, Óscar Hernández
y Fernando González (circa 1959).
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Nuestro Fernando González
Por Óscar Hernández Monsalve
—Ese es. Aquella es la cabeza del maestro.
Cualquiera de nosotros dijo la frase. La maravillosa cabeza de Fernando González es algo que no se olvida. Al lado de su noble cabello florecían naranjos y contaba gotas una fuente de bronce. La misma vitalidad de siempre. El maestro no envejece sino que se acerca a la muerte con la más clara naturalidad que pueda imaginarse. Allí estaba, sobre su silla, como uno de aquellos personajes absolutos de William Saroyan. Estaba, como dijera el mismo armenio americano de una criatura suya que murió limpiamente, perfecto.
Yo sé que Fernando González no necesita de ayudas exteriores para vivir. Una visita más o menos no va a agregar una maravilla a su alma. Pero la visita fue hecha con el ánimo de no quedarnos solos nosotros. Después de tanto espíritu menudo ensayando poses torpes de inmortalidad, nada mejor que hundirse en la sabia mansedumbre del extraordinario envigadeño. Además, en mucho asunto es padre nuestro, profesor silencioso de protestas, profeta criollo que empezó a acertar con sus dedos desde que se hizo fotografiar con el índice taladrando la sien derecha.
No sé por qué miraba al gato del filósofo, y le encontraba un hálito pascaliano. Repito, no sé por qué, pero pensaba en el gato, y repetía en mis interiores: Pascal. Luego, recordando también que alguna vez nos encargó conseguirle en París las obras completas de Spinoza (encargo que no cumplimos), relacioné su figura con la de Pablo Picasso y le pregunto:
—¿Usted lo conoce personalmente, maestro?
—No…, ¿al español ese…? No, sé que anda con un loco llamado Dalí, unos bigotes largos y retorcidos, enmelotados. Algo así…
—Tiene usted gran parecido con la cabeza del español ese… ¿No le gusta Picasso?
—Hay mucha comedia en todo eso. Yo no acepto amorosamente sino la verdad. Lo malo o lo bueno, pero la verdad. Son detestables esos hombres que sonríen todo el día y al anochecer se quitan un puente que les maltrata. Esa gente de sombreros redondos, tan honorable, tan decente, tan circunspecta, debe tener mucho que ocultar.
De Picasso derivamos a las verdades suyas. Pasamos por un leve recuerdo de Juan Vicente Gómez. Llegó a las manos infantiles de Fernando González el nombre de Kalinin y luego comenzó a hablar de un hombre “misterioso”:
—Un gran hombre. Es lo mejor que ha producido España.
Unía sus dedos, llamaba hacia sí aquel nimbo especial y de él solo, que llega cuando sus manos quisieran ser dos nuevos labios, y entonaba, como un salmo encantado la palabra.
La espada y el hábito de San Ignacio le absorbían. Desde hace veinte años anda tras la huella del santo, y hoy está ya en posesión del secreto. Lo dicen sus ojos. El maestro tiene al santo de hierro como una vivencia propia, tal como él dice de las experiencias que hacen la vida. Se sumó a Loyola, ya lo respira y le anda por la sangre. Entró en el territorio de sus pertenencias espirituales.
Pero vuelve a salir de sus pensamientos. Se apoya en una alegre escalerilla de humor, y comienza a parearse, otra vez, como siempre lo ha hecho, con las cosas menudas que tiene el existir. Hace chistes buenos a sus buenos amigos. Se ríe del politburó y vuelve a emocionarse, enamorado, con la pelusilla negra que nace en el cogote de los estudiantes jóvenes.
—Eso…, eso que se encrespa detrás de la nuca (recuerdo a un joven en un tranvía), es lo más hermoso que tiene la juventud.
Pasa el tiempo. El agua. Pasa la felpa gris encorvando su espinazo pascaliano. A todos nos dice que nuestras producciones son hermosas.
—Su novela, Manuel, es muy buena.
—Usted, Arturo, ha luchado. Quevedo, cómo está de gordo. No será la conciencia, ¿no?
—Muy hermoso aquel drama suyo, Hernández. Lo recuerdo mucho.
Yo también lo recuerdo y sonrío al hacer memoria de lo que Fernando González me decía en una carta:
“Usted es usted, usted se afirma. Usted es un imaginero. Imagineros eran Dante y Miguel Ángel…”. Yo me sentía con alas.
Nos íbamos y comencé a sentir vergüenza de esta vejez de treinta años frente a ese adolescente sexagenario. Con una sonrisa (también me aprieta un poco el puente) dije un sincero: “Hasta pronto, maestro”. Y adentro, allá donde crecen el absurdo y el ridículo, hablé con cierta seriedad:
—Adiós, Pascal.
Fuente:
Hernández Monsalve, Óscar. El día domingo. Ediciones La Tertulia, vol. 4, Imprenta Departamental de Antioquia, prólogo y edición a cargo de Manuel Mejía Vallejo, Medellín, diciembre de 1962, p.p.: 92 – 95.
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Óscar Hernández
Foto © El Colombiano
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Hablar de Óscar Hernández no es fácil, pues muchas son las palabras que con él hemos aprendido: sencillez, verdad, inocencia, insistencia… Y todas ellas las conoce como a la palma de su mano, como quien habita desde hace años una casa, es decir, con regocijo, con certeza, con amor. Él ha visto a muchos poetas levantar la mirada y decir No cuando había que hacerlo, y decir Sí, sonrientes, cuando todo estaba en contra y sólo quedaba resistir invocando el horizonte abierto de la poesía. Él mismo marchaba con ellos desde la soledad y el silencio de sus propias palabras, desde su atención siempre activa, desde su actitud de paciente jardinero que no desdeña ninguna hoja, ningún tallo, ninguna flor por oscuros y pequeños y frágiles que estos sean. Óscar sabe que la poesía habla en voz baja, que vuelve la mirada cómplice sobre aquello que nadie ha visto y quiere nombrarlo con fervor, como si fuese por primera vez.
Sus palabras, discretas como el musgo, fuertes como la piedra, jóvenes como el mar de las orillas, antiguas como el mar a medianoche, son el anuncio de la plenitud y la fortaleza de su espíritu. Nada tan difícil como abrir el mundo y mirarlo de frente, saber descubrir su belleza y su carencia, su enigma. Esto sólo pueden hacerlo quienes han comprendido, antes que cualquier otra cosa, la importancia de ser un Hombre, ese milagro en manos de la muerte. Cuando leí a Óscar Hernández por primera vez, supe que estaba frente a uno de los más vigorosos poetas de Colombia, y me regocijé por ello, y me propuse hacer en mi corazón y en mi oído una bóveda donde resonara mejor esa herencia. Hay que aprenderlo todo, olvidarlo todo, decir las palabras con amor, con espanto, ir en la dirección que nos señalen, porque las palabras saben mucho más de nuestra verdad que nosotros mismos.
Lucía Estrada
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