Boletín n.º 110
Septiembre 5 de 2012

Alberto Aguirre

(1926 – 2012)

Alberto Aguirre (1926 - 2012) - Fotografía por Julián Roldán Alzate

Alberto Aguirre
Foto por Julián Roldán A.

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La Corporación Otraparte lamenta profundamente la desaparición del polifacético intelectual Alberto Aguirre Ceballos, editor del Libro de los viajes o de las presencias (1959). En su homenaje reproducimos diversos textos y fotografías relacionados con su cercanía a Otraparte, al maestro Fernando González y a doña Margarita.

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LEÓN DE GREIFF - OBRAS COMPLETAS - “Para Fernando González, único hombre y único escritor sin vanidad en esta tierra mestiza”. —Alberto Aguirre

“Para Fernando González, único hombre y único escritor sin vanidad en esta tierra mestiza”.

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Uno de los visitantes del silencio —un sol silencioso— es Alberto Aguirre. Estar en su corazón es como estar en un trono.

Fernando González

Implacable en sus críticas, generoso en sus afectos. La estirpe aparentemente provinciana de Aguirre ocultaba a un cosmopolita sin estridencias. Parecía haberlo leído todo. Tenía el pausado acento de un antioqueño escéptico y sabio, a la manera de Fernando González, encendido desde dentro por una razonable furia iconoclasta.

Óscar Collazos

Ya no recuerdo cómo conocí a Alberto Aguirre. Él vive en mí como una historia sin pasado. Podría decir, sin exagerar, que lo conocí justo en ese momento terrible de soledad en que un amigo nos salva de la catástrofe. La catástrofe era… yo mismo. Sólo recuerdo que los años más negros, más pútridos de mi juventud, están bellamente, dramáticamente ligados a su amistad. Sin él, es muy posible que otro Gonzalo escribiera estas letras. No yo, que hoy sería un espectro. Pues antes de conocer a Alberto Aguirre, mi porvenir era el suicidio. Alguna vez, en los albores del nadaísmo, un periodista me preguntó qué se necesitaba para ser nadaísta. Yo le dije que tener un hermano que trabajara por uno, y para uno. Era una broma. Pero en cierto sentido, si tomamos el rábano por las hojas, era verdad. Para mí ese hermano era mi amigo Alberto Aguirre. Él me pagaba el bus y me rescataba de la cárcel cuando me metían por turbar el orden moral y laborioso de la Villa de la Candelaria.

Gonzalo Arango

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Alberto Aguirre Ceballos

Abogado, periodista, editor, librero, fotógrafo, traductor, crítico de cine y ensayista colombiano nacido en Girardota, Antioquia, en 1926. Juez del trabajo a los 23 años y magistrado del Tribunal Superior de la Sala Laboral a los 30 años. Docente durante siete años de derecho en la Universidad de Medellín. Durante su ejercicio como abogado introdujo doctrinas y tesis novedosas a la jurisprudencia nacional. Se entregó con pasión a la investigación del genocidio de Santa Bárbara, donde 28 trabajadores del cemento fueron muertos a manos del ejército.

Posteriormente se dedicó al periodismo, poniendo al servicio de este oficio el conocimiento de su formación jurídica. Fundó y dirigió en Medellín la Agencia France Presse (AFP). Fotógrafo, editor, columnista en los periódicos El Mundo, El Espectador, El Colombiano y El Diario, en las revistas Universidad de Antioquia, Ideas y Valores, Eco, Cromos y Soho, entre otras publicaciones. Exiliado en Madrid en la década de los ochenta por amenazas de muerte.

Conocido no sólo por ser un cinéfilo y lector apasionado, sino por sus esfuerzos para avivar el interés en otros hacia el cine y la literatura. Aguirre Editor, su sello editorial, publicó obras tan importantes como la primera edición de El coronel no tiene quien le escriba (1961) de Gabriel García Márquez, el Libro de los viajes o de las presencias (1959) de Fernando González, las Obras Completas (1960) de León de Greiff y Marea de ratas (1960) de Arturo Echeverri Mejía. Alrededor de la Librería Aguirre (1959-1997) se formó toda una generación de escritores e intelectuales antioqueños como Manuel Mejía Vallejo, Carlos Castro Saavedra, Mario Rivero y Fernando Vallejo. Gonzalo Arango y el grupo de los nadaístas también se reunían allí.

Fundó el Cine Club de Medellín y creó “Cuadro”, la primera revista especializada en cine en Colombia.

Numerosos escritores colombianos recibieron su apoyo discreto, gracias a su inmensa cultura literaria, unida a su calidad humana y a su conciencia moral.

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Alberto Aguirre, Fernando González, Manuel Mejía Vallejo y Carlos Castro Saavedra

1959. Librería Aguirre, en Maracaibo con Palacé. El maestro Carlos Castro Saavedra firma ejemplares de su nuevo libro. Le acompañan, de derecha a izquierda, Manuel Mejía Vallejo, Fernando González, Alberto Aguirre y Olga Elena Mattei.

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Carta a Alberto Aguirre
de Fernando González

Otraparte, Agosto 12/59
Mi amigo doctor Alb. Aguirre-
Librería y editorial Aguirre-
Medellín-

¡Qué noche anoche! Clara, nítidamente vi que los nadaístas son etapa en mundos infernales que tendrá que vivir Suramérica— Luego le cuento o narraré cómo y qué vi anoche en mi angustia— Pero no es de la Intimidad el aprobarlos, alabarlos, mentarlos— Yo cometí el “delito” “inconciente” de querer rellenar esa nada cuya motivación es la publicidad no más, con mundos sagrados… y cometí ese “delito inconcientemente” porque todos padecemos eso, somos eso… Ay!—

Luego le narraré más largamente. Todo esto se lo escribo para pedirle esto encarecidamente: que no publique, por Dios, lo que le di para la edición del HK23 y que no vaya a darle copia a Gonzalo Arango, pues con eso que tan desagradablemente hicieron en El Espectador con mi boletica a Amílkar, estoy aterrado de que me pongan y pongan mi vivir solitario y el librito que tanto amo y que Ud. edita con tanto amor, como al lado de la “hoja del infierno de la publicidad” y de la dialéctica de para abajo.

Hasta que venga, que sus visitas son mi alegría.

Fernando González

El que no tenga remordimiento de sus actos, carece aún, en su vida de unos diez años… o en toda, de presencia superior…, es decir, está de para abajo… y como en todo hay dialéctica, los que viajan de para abajo tienen remordimientos de que no haya aplausos a sus “desafueros” o de que no haya cárcel, etc. Ese es el mundo de Eróstrato. Vale. Abrazos, F.G.

En El remordimiento está eso de que hay o puede haber remordimiento de no haber ejecutado un “acto malo”. Vale. F.G.

Fuente:

Suplemento Dominical de El Colombiano. Medellín, sábado 23 de octubre de 1993. Ver, también, Gonzalo Arango y el nadaísmo.

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Alberto Aguirre, Fernando González, Manuel Mejía Vallejo y Carlos Castro Saavedra

Gonzalo Arango y Alberto Aguirre
Circa 1953

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Carta a Alberto Aguirre
de Gonzalo Arango

Mi camarada y editor Alberto:

Te saludo muy cordialmente y te deseo que tus asuntos sigan con tanto éxito como hasta hoy. Sin duda que tus labores por estimular el nacimiento y desarrollo de una auténtica cultura en Medellín, el hecho a la larga tendrá una importancia nacional. No es exagerado decirte que yo pienso y escribo con la única esperanza de que tú seas el editor, este sentimiento se va a generalizar en todos los intelectuales de mi generación, silenciados por serias y casi invencibles dificultades para publicar.

Tus gestiones en Bogotá fueron muy eficaces, pues toda persona con quien hablo está a la espera de la aparición del Libro de los viajes o de las presencias. La reaparición del Maestro en la literatura será el acontecimiento de este año, y lo mejor es que ya se podrá registrar a través de la crítica de ciertos órganos escritos el valor de la obra. Toda la gente nueva de este país admira y quiere al maestro González, y ve en sus obras el único testimonio humano y colombiano que merece ser estudiado y seguido.

Yo estoy escribiendo y terminando una nueva y difícil obra de teatro, que posiblemente se llamará: Adorno marca una hora en el reloj. Hablaré allí de la libertad como “presencia y camino”, no como valor metafísico y abstracto. Criticaré la organización social capitalista a través de un banquero, de un ladrón de alcancía parroquial; criticaré y ridiculizaré el fanatismo comunista en la persona de un líder sindical, y como fondo de estas existencias que se pudren en la celda de una cárcel, hablaré de la muerte. El plan es vasto e interesante, el segundo acto es complejo y lo he destruido ya varias veces, estoy trabajando en esto con mucho amor y deseo que resulte algo bueno. Espero lograrlo.

Allí te mando la foto para la edición de HK-111. Ojalá ya esté marchando. ¿Te dieron la carta en el Tequendama para el maestro? ¿Está dispuesto a hacer la notica de presentación?

La semana entrante viajo a dictar unas conferencias a Cali y Manizales, mi deseo es regresar a Medellín después. Sería estupendo que al volver encontrara ya el librito. ¿Te das cuenta lo que representa para uno ver su primera obra publicada? El maestro es versado en este tipo de sensaciones, el goce es maravilloso.

Cuando vayas a “Otraparte” entrégale un cariñoso saludo al maestro Fernando y a Doña Margarita.

Te abrazo hasta entonces,

Gonzalo Arango

Fuente:

Cartas a Aguirre (1953 – 1965). Fondo Editorial Universidad Eafit, Colección Rescates, Medellín, 2006, p.p. 236 – 238. Edición y prólogo de Alberto Aguirre.

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Alberto Aguirre, Fernando González, Manuel Mejía Vallejo y Carlos Castro Saavedra

Alberto Aguirre, Óscar
Hernández y Fernando González

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Cuadro

(Muerte de
doña Margarita)

Por Alberto Aguirre

Ortega dice que las mujeres de los grandes hombres son como el gálibo que nos permite conocerlos más íntimamente. Son ellas especie de plantilla que los señala en el detalle esencial, ése que no es aparente. Trazar la biografía del grande hombre por esa mujer, que no es sombra ni duplicado ni reflejo, sino quintaesencia, detalle purificado de esa grandeza.

Hace algunos días, con la misma discreción con que vivió, murió Margarita Restrepo, la mujer de Fernando González. Y se viene al alma, de nuevo, súbitamente, como duro acicate, la figura de este hombre genial. A Colombia no le ha pasado nada tan grande como Fernando González. Y eso es la grandeza: acicate para seguir vivos. Estar vivo es tener ganas: de pelear, de penetrar en el mundo, de buscar el conocimiento, de asediar placenteramente a esa presa furtiva que es la verdad.

Qué bueno que haya existido Fernando González. Ahí está. Puede ser existencia para otros. ¿Lo es ya? Quizás. De todos modos, aunque la moda no lo lleve hoy en la cresta de la popularidad, ahí está como un tesoro, como acopio de armas y vituallas para el combate que algún día librará Latinoamérica por su libertad y su destino. Es un signo para la vida.

Doña Margarita era la pasión suave y contenida. Una presencia impalpable, que reforzaba la grandeza. No era imagen agachada o sumisa, sino la comprensión pura, limpia de toda vanidad y de toda escoria. De esa presencia arrancaban la fuerza y la pasión de Fernando González. Y allí volvían.

No ha de definirse a doña Berenguela como intelecto sino como intuición, algo que abarca la plenitud del espíritu. Se lee en el Libro de los viajes o de las presencias: “Hacía veintisiete años que no veía  a la señora Berenguela, y era la misma que conocí, pues las mujeres que padecen a un hombre de estos desarrollan tal capacidad de sufrir y de intuición, que no envejecen; son como ángeles que saben que ‘esos locos’ son niños grandes”.

Qué suavidad la suya allá en esa banca del corredor de Otraparte, cuando Lucas de Ochoa —burlón y alegre y sarcástico y triste y placentero— iba nombrando las cosas y la vida. Doña Berenguela era la firmeza impalpable: qué presencia tan aguda la suya. Nos envolvía, y parecía que no estaba con nosotros.

Por Margarita Restrepo se ve la grandeza de Fernando González.

16 de julio de 1979

Fuente:

Cuadro. Medellín, Editorial Letras, septiembre de 1984.

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Alberto Aguirre, Fernando González, Manuel Mejía Vallejo y Carlos Castro Saavedra

Fernando González y Alberto Aguirre
Fotografía © Guillermo Angulo (1959)

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Vivencia de
Fernando González

Por Alberto Aguirre

Así empieza el Libro de los viajes o de las presencias: “Al regresar a mi tierra y gente me sentí como en casa y me di nuevamente a callejear, caminar por la carretera, sentarme en las barrancas y en los cafés de las aceras, para atisbar agonías, entierros y mujeres, que son mi vocación. Primero son las agonías; segundo, los entierros; tercero, las muchachas y, como si en ellos estuviesen estos temas, los tipos como idos, que se quedan por ahí parados, mirando sin ver y de quienes la gente se aparta desde lejos y dicen que vinieron no se sabe de dónde y les atribuyen todo lo que les asusta y presienten. Son agonizantes. En realidad, las cuatro son una sola vocación”.

Aquí está, in nuce, el estilo de Fernando González, que estilo no es sólo el modo como se enlazan las palabras, sino el modo de estar en el mundo y, luego, de expresarlo. Porque FG primero está en el mundo y luego lo expresa. Su percepción no dimana de ideas sino de vivencias. Por eso es un pensamiento vivo. En muchos que dicen pensar, el pensamiento, aunque aflora, es sarmiento seco: repetición o modulación o reproducción de ideas ajenas, o de las que alguna vez fueron originales. Sucede que el alambique propio ya no las alcanza a destilar. En Fernando González las ideas brotan, o digamos mejor, se elaboran a partir de una vivencia. Quizás no haya otro tan vivo en América Latina. Pero en un medio aún en agraz, hay que llenarse de cautelas. No por lo dicho, era un empírico. Su pensamiento no era especie de artesanía, ni producto sólo de iluminaciones. Nacía de un conocimiento y de un ensimismamiento, esto es, de una reflexión. Había realizado la imprecación de Nietzsche: “¡Cava hondo! ¡Cava hondo!”. Había leído mucho. Conocía mucho. Y en esta misma medida había pensado en continuidad y en abundancia. Pero este conocimiento no se vertía apenas en erudición para exponer, sino en légamo para sembrar. Brotaba así su propia planta, alimentada de muchos alimentos.

Ante todo, FG era un vivo. Y así había de ser, puesto que para pensar había tenido antes que vivir. Y vivía pensando. Sentado en la tienda de don Joaquín, en Envigado, parecía un simple vecino que tomaba tinto. Y esto era y hacía, porque no se daba ínfulas de sabio. Pero estaba era hurgando: “Al rato vi que Isaac Lotero, caminando lento y espernancadamente, como los prostáticos, muy cegato ya, entraba también, teniéndose del muro. Intuí el cadáver. Isaac, pensé, agoniza”. Por eso digo que era un vivo. “En la plenitud fisiológica, en las bodas y aun en los bautismos, los machuchos percibimos la cadaverina, los cadáveres, las heridas boquiabiertas y oímos a los demonios”.

Cómo lo atormentaban. Dice que en 1941 cayó “al Hoyo de los Animales Nocturnos”, a causa de mucha pobreza económica y de la enfermedad y muerte de su hijo Ramiro, más “el complejo de grande hombre incomprendido”. Aquí no sabían quién era Fernando González. Aún ahora sufría al recordar que en la casa no tenían nevera, para poder darle bebidas heladas a su hijo, que moría “… y hubo que prestar el lugar para enterrar su cadáver”. Se fue de Colombia, como quien huye. En 1941 se había publicado su libro, El maestro de escuela. Era el último. No quería nada. No quería más. Lo firmó: ex-Fernando González. Cayó a los infiernos. De allá “me sacó Zaqueo”.

Ahora regresaba. Habían pasado dieciocho años. Y había completado en los últimos meses un nuevo libro, con ese modo suyo, vivencial: iba escribiendo en las que llamaba “libretas de carnicero”, que guardaba en el bolsillo de atrás del pantalón. Y escribía en cualquier sitio (en una mesa de café, en un barranco, en el tranvía, en la mesa del comedor), cuando lo acosaba la idea. Se habían juntado veinte libretas, y brotaba un texto unitario y de seguras coordenadas: el Libro de los viajes o de las presencias. Lo había llevado a la Tipografía Bedout, para que se lo imprimieran. Era un escritor conocido y afamado, sus libros habían sido publicados en España y en Francia, y en la Bedout le dijeron que sí se lo publicaban, pero a costa suya, para lo cual le exigieron una cuota inicial de dos mil pesos. Les giró un cheque. Llevaban casi dos meses, embolatándolo con las pruebas de imprenta, y ese día le habían devuelto los originales (y su mismo cheque): que en Bedout no publicaban ese libro, porque “usaba palabras groseras”.

Ese día llegó un amigo que él no conocía. Fue un milagro, para ambos. Estaba angustiado, con los ojos encharcados, y deambulaba de un extremo a otro del corredor de su casa en Envigado, como extraviado. Le había dicho a doña Margarita, su mujer, que se volvían de algún modo para Europa. Aquí no se puede vivir. De nuevo lo habían arrojado a los infiernos. Sin experiencia alguna en eso de ediciones, el amigo mentado se comprometió a publicar el libro. Sí, lo hacemos. Sí, aquí mismo, en Medellín. No lo podía creer. De repente, sus ojos, antes entenebridos, se iluminaron, y exclamó: “Margarita, Margarita, nos quedamos en Colombia; Alberto va a hacer el libro”. Parecía un niño que hubiese encontrado de repente un Jardín de las Delicias. Eso fue lo más lindo de ese día milagroso: el gozo infantil de Fernando González al ver que sí sería publicado el Libro de los viajes o de las presencias. Y fue publicado, en ese mismo Medellín de rigores, sin cortes. Le agregó una nota: “Hideputa. —Se emplea este vocablo para insultar a la mentira, que es la vanidad, la nada de una representación, con respecto a la superior en jerarquía. En el sucediéndose, al ir siendo glorificada la nada por la Presencia, la ignorancia por el conocimiento, aparece la emoción y se manifiesta por insultos a la nada”.

Es un libro de ensimismamientos y teologías, el más agudo y hondo y trascendente de todos los suyos. Pero —dígase de una vez— no es posible encasillar ninguna de sus obras en un género determinado. Porque ahí también hay novela y crónica y análisis político y de caracteres; está iluminado de poesía; hay indagación de mente y espíritu; hay penetración de cielos. Y brotan las intimidades. Pero el hilo conductor es el desespero de Dios: “¡Muéstrame al Padre! ¿Pero no me habéis visto a mí? Al Padre nadie lo conoce, sino el Hijo, y aquellos a quienes el Hijo quiera revelárselo. No es causa, sino que todo lo creó de la nada: el Creador creó el sucederse, o sea, las causas”.

Como su pensamiento no es sistemático, ni tampoco era él un erudito, aquí dicen que no es filósofo. A ése, a Fernando González, que cavaba hondo y en todas las latitudes. El Viaje a pie es un libro de introspección, y una apología de la amistad, y un libro de viajes, y una reflexión sobre Colombia. Y, por encima de todo, es una novela, pura y simple. El maestro de escuela es el libro de la angustia y de la miseria burocrática colombiana. Santander y Mi Simón Bolívar son textos que resumen el origen de la historia patria. El mundo del caudillo tropical está pintado en Mi Compadre, sobre Juan Vicente Gómez, donde, en medio de claridades, se notan ciertos extravíos. Porque era niño, también era ingenuo. Y, a veces, iluso. Novelas, y crítica política, más excursión sociológica, Don Mirócletes, El remordimiento, El Hermafrodita dormido, Benjamín, jesuita predicador. En fin, lo dicho, Fernando González no soporta ninguna etiqueta. Y resulta un atrevimiento tratar siquiera de esbozar el análisis o aun la mera presentación de esa vasta y variada obra, en tres páginas y cinco adjetivos. Apenas, una provocación. Hay que agregar algo sobre ese opus magnus que es la Revista Antioquia, hecha y dirigida y redactada por FG, de aparición irregular (al principio, mensual) entre 1936 y 1945. Diecisiete números, ahora publicados en un solo volumen. Es un tesoro. Ahí está, vivo y múltiple y contradictorio, el pensamiento de González, y está la vida de Colombia, como historia y como política y aun como anécdota.

Todo lo nombraba, porque tenía esa curiosidad incesante del niño, y su disposición al pasmo, para luego articular el conocimiento. A través de un heterónimo habla de doña Berenguela, como nombraba a su mujer: “Ese tipo de mujeres no envejecen nunca; son como ángeles, ángeles que saben que ‘esos locos’ son niños grandes. En todo caso, caí en la cuenta de que ella no lo tenía por hombre raro, sino por niño”. Una vez, caminando por esas montañas de Envigado, vio una araña que arrastraba un insecto agarrado con sus dos pinzas delanteras, quizás, un grillo. Durante largo rato, más de una hora, siguió a la araña y su presa, explicando su modo de inocularle veneno y jugos gástricos para poder devorarla. Curiosidad y amor a la naturaleza, y conocimientos vastos. Decía que dejar el cigarrillo era muy fácil: “Yo lo he dejado once veces”. Una tarde lo acosó el remordimiento, y decidido a desistir, cogió una barra y abrió un hueco hondo en la manguita frontera de su casa, y allí enterró el paquete comenzado. Ahora sí enterré el vicio. A las tres de la mañana, insomne, fue y lo desenterró. Se lo fumó enterito. Era vivencial, en todo. Defendía, en audiencia —también era abogado—, a un campesino de Puerto Berrío, acusado de haber matado a machete a un vecino. El procesado presentaba un herida en la planta del pie derecho, y FG, para demostrar que había sido herido antes de él herir, y en condiciones de indefensión, se acostó en el piso, frente al señor juez y a los señores del jurado.

Era muy vivo, Fernando González; un ser vivo para pensar y también para vivir. Al pie suyo uno no sentía el tufillo de la cadaverina, sino la vibración de la vida y el impulso de seguir vivo. Leyendo sus obras se tiene esa misma sensación y se padece este mismo impulso.

Fuente:

Revista Verus, número cero, Bogotá, enero de 2005, p.p. 104 – 108.

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Alberto Aguirre Ceballos (1926 - 2012)

Alberto Aguirre en Otraparte
Febrero 16 de 2005

No escribía para la gloria. Por eso vivía a la enemiga, pues los colombianos no hacen cosa alguna, ni escriben cosa alguna, ni intentan cosa alguna que no sea para asegurarse el pedestal y una fama aldeana. En un país así, Fernando González no tenía “copartidarios”. Ni escribía para ganar medallas. Al escribir a la enemiga, desechaba adeptos y condecoraciones.

Alberto Aguirre

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Alberto Aguirre
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Cortesía de Gustavo Bustamante