Boletín n.º 87
Febrero 13 de 2010
Inauguración
La Librería de Otraparte
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En el cuadragésimo sexto aniversario de su muerte, martes 16 de febrero, y en su “casita-biblioteca”, inauguraremos La Librería de Otraparte para celebrar la vida y obra del maestro Fernando González, cuya palabra nos acompaña hoy plena de sentido, juventud y belleza. De esta forma, la Corporación agradece a todos los que han creído en este proyecto de permanencia y nos han acompañado con sus voces. Para todos y junto a todos emprendemos este nuevo camino que se abre al sol de la mañana. Libros que esperan por nosotros para iniciar un diálogo íntimo como el que sostienen el viento y los árboles. Nos acompañarán para la ocasión Cristóbal Peláez González (Teatro Matacandelas) y los poetas Carlos Vásquez, Juan Manuel Roca, Pedro Arturo Estrada y Víctor Gaviria. Estarán a la venta en La Librería de Otraparte los libros de estos autores. Precios especiales de inauguración. Los esperamos.
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Programa
—Martes 16 de febrero—
6:30 p.m.
Lectura de Cristóbal Peláez G.7:30 p.m.
Lectura de Juan Manuel Roca
y Pedro Arturo Estrada8:30 p.m.
Lectura de Víctor Gaviria
y Carlos Vásquez
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“Como no había sino libros, nada robaron”.
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Esta mañana llegué del café de la carretera a las 11 ½ y me cuenta Margarita que acababa de venir un hombre que ella cree hermano del loquito Arango Londoño; que entró y dijo, colocando un paquetito en el poyo del corredor: “Esto es para ustedes, esto lo compré yo para ustedes”, y salió; que ella se levantó de la silla y le dijo: “¡Venga, espérese!”, y contestó: “No, eso es para ustedes”, y siguió… Margarita llamó a la sirvienta Lucía y la envió en su alcance, pero el hombrecito le gritó: “Eso lo compré yo para ellos; que si no quieren comérselos que se los echen a las gallinas…”. Inmediatamente intuí que era la restitución de las cosas que se llevaron hace año y medio de la casita de la biblioteca: el escusado, la billetera de Ramiro con 8 pesos y las cosas de éste y otros enseres vendibles… ¡Qué bien empleados los $8 de mi amado Ramiro! Éste elevó con ellos un espíritu hasta la Intimidad, al purificarse (Libreta 1958b).
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Puse en el corredor y alrededor de la casita-biblioteca un ejército de hijos míos para que defiendan de los ladrones la entrada y el lugar (Libreta 1959b).
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Qué será esto, que estoy con una intranquilidad, una angustia indeterminada, miedo indeterminado, aburrición indeterminada, miedo a todo: gobierno, bandidos, mundo, guerras, impuestos, recaudadores, etc. Es como si la vasija estuviera hecha de eso, de esencia de miedo… Y así, todo lo que se me presenta me es miedoso. Es mi vasija, ese yo humano y mío, es decir, mi karma o persona, lo que cubre con su vestido a todo, así como un tufillo de que está impregnado un recipiente le comunica su esencia a todo lo que se echa ahí. Voy a padecer esto con gran aceptación. Eso parece que es mi “pan nuestro de hoy”, y “cada día trae su afán”… Me iré a aguantarme, encerrado, en la casita. No protestaré ni dejaré derramar esto sobre mis semejantes. Hay que digerirse, padecer y entender. ¿Qué quieres? ¿Qué quieres de mí? Habla que tu siervo escucha (Libreta 1961b).
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Hoy me estaba paseando, al amanecer, en el corredor, y a las 6 y diez se apareció Margarita y me dijo: “¿Qué estaba haciendo en la casita?”. ¿En la casita? Yo me he estado paseando aquí. Pues la casita está abierta. Fui. Dos de los candados de hierro de la ventanita del sur, levantados; empujaron la ventanita y la falleba se arrancó. El garaje forzado y sin el candado, abierto. Y la puerta de entrada abierta, pero el candado de combinación quedó en el clavo de patas internas, sin abrir; forzaron y reventaron la otra argolla. Como también tiene llave, no pudieron entrar por ahí. Entonces cogieron la barra que estaba en el garaje y con ella doblaron los dos candaditos y por ahí entraron y con el manubrio interno abrieron la chapa Yale. Como no había sino libros, nada robaron. Los ladrones colombianos. Cortaron el alambrado al frente de la ventanita y a un lado del platanar con cortafrío, para preparar la retirada en caso de ser sorprendidos. Arreglé todo personalmente; subí al techo y cogí unas goteras que hicieron con los cohetes de los Jaramillos hace dos meses. Barrí garaje y casita. (Libreta 1962).
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Desde mi viaje a pie con el Maestro a las faldas de Envigado, comencé a gestar un retrato del filósofo como nacido en ese ambiente. Erguido como un roble, de boina y apoyado en su bastón escruta el infinito. Al fondo, en la tierra, enormes montañas aprisionan la iglesia de Envigado. Hice muchos bocetos hasta cristalizar la idea. Movido quizá por el relativo éxito del retrato, propuse al Maestro que me posara para modelarle una cabeza en arcilla. Se entusiasmó con la idea y convinimos el día para dar comienzo a nuestra labor. Nos instalamos en una casita encalada de barandas en el corredor, detrás de su residencia para evitar las visitas. Moviendo arrumes de libros (de sus propios libros que no había vendido) hicimos espacio. El Maestro cogió la escoba y con toda unción barrió la salita y el corredor. En esta salita, a la luz de una ventana, nos instalamos. Sobre el burro, el armazón de alambre esperaba que la greda fuera tomando forma. Pasaban las horas en discreto silencio. El Maestro sentado en su silla mecedora escribía algunas veces y otras leía en voz alta fragmentos de obras suyas y de otros autores. Lentamente de esa masa informe y gris fueron apareciendo rasgos humanos.
León Posada Saldarriaga
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Uno coge un bus en Medellín. Paga 15 centavos. Este bus va para Envigado. El viaje dura 20 minutos. Los paisajes son encantadores. Un kilómetro antes de llegar al pueblo, algunos pasajeros, muy pocos, miran con curiosidad una casita de campo que se vislumbra desde la carretera, escondida por 32 árboles de naranjos enanos. Esas miradas buscan un hombre solitario de 64 años, nacido en Envigado en 1895. Casado con Margarita Restrepo, hija del ex presidente Carlos E. Restrepo, y padre de cinco hijos: Álvaro, Fernando, Pilar, Ramiro (+) y Simón. (…) Los pasajeros del bus lo descubren a veces podando los naranjos, cepillando una ternera que se llama “Paturra”, sembrando una huerta que se llama “El arracachal de las ánimas”, o sentado a la sombra de un árbol, meditativo, escribiendo en una libreta de “carnicero”. Evidentemente no hace cuentas. Anota sus vivencias, sus reflexiones. Cuando los pasajeros del bus no lo divisan, es porque el Maestro está en una casita pequeña que oculta la casa grande en la cual se encierra a escribir, a leer, a dirigir sus “viajes pasionales” del día o de la noche. Si no está en esa casita, es porque está en otra parte. Y el pasajero lo sigue buscando a lo largo de la carretera. Si es de mañana él va para Envigado, ágil como una espiga, en traje de verano, de boina vasca, camisa deportiva, apoyado en un bastoncito delgado de bambú con el que juguetea o retira basuras de los desagües.
Helena Araújo de Albrecht
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1959. Librería Aguirre, en Maracaibo con Palacé. El maestro Carlos Castro Saavedra firma ejemplares de su nuevo libro. Le acompañan, de derecha a izquierda, Manuel Mejía Vallejo, Fernando González, Alberto Aguirre y Olga Elena Mattei.
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Lezione
Por Elkin Obregón
En mis tiempos de estudiante iba con alguna frecuencia a Otraparte, a disfrutar de Fernando González. Solíamos ser cuatro los visitantes, tres hombres y una linda damita (lo sigue siendo), la más inteligente de nosotros, la que más gozaba del aprecio del maestro. Pero ésa es otra historia.
A unos 20 ó 30 metros de la casa grande había una casita de tapia, al parecer abandonada, pues allí no se veía entrar ni salir a nadie. Un tiempo había sido, después lo supe, depósito de materiales, aperos de labranza. Sobre ella hay por cierto una deliciosa anécdota, que por desgracia no cabe en esta página.
Solíamos ir a Otraparte en las tardes. Una sola vez, no recuerdo la razón, nos atrevimos a caer allá una mañana. El maestro no pareció sorprenderse por el cambio de horario. Lucía fresco y animado. Y ese día decidió invitarnos a la casita misteriosa, que resultó ser una sola habitación, con una ventana al fondo, cuyas paredes estaban forradas de estanterías, repletas de libros del suelo hasta el techo. El maestro tomó al azar uno y otro tomo, todos viejos, muchos en otros idiomas, auscultando en ellos vivencias y recuerdos. Pero se detuvo más en uno de Leopardi, y empezó a leernos en italiano poemas de aquel autor, tan ajeno a nuestros propios —y escasos— libros. Al rato comprendí que no habría traducción, que aquella voz emocionada que pronunciaba vocablos extraños estaba oficiando, sin más prólogos, el poema de aquel día, de muchos días. Creo que Fernando González no leyó para nosotros, o que, al menos, no fuimos allí otra cosa que ese público difuso que a veces requiere alguien para poder de veras estar solo. No entendí muchas palabras, por supuesto; pero, a cambio, pienso haber entendido en todas juntas un recado secreto. Un largo tiempo duró ese diálogo. Y fue mi primera y tal vez única lección de poesía.
Fuente:
La Hoja de Medellín, edición 293, marzo de 2007, columna de opinión Desde Palinuro, p. 11.