Club de Lectura
Yo leo
Fahrenheit 451
Coordina: Simón Tamayo
—15 de febrero de 2022—
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La iniciativa «Yo leo» pretende suscitar el amor por la lectura y el deseo de desarrollar competencias de análisis crítico frente a situaciones de la vida real. Este espacio para «compartir lecturas» será una oportunidad para conversar y pensar en el impacto que tienen las ideas de sus autores en la cotidianidad.
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Simón Tamayo es administrador de negocios y magíster en Mercadeo de la Universidad Eafit. Actualmente se desempeña como profesor de Mercadeo en dicha institución y en la Universidad de Medellín. Está convencido del poder de la lectura como hábito transformador de la ciudad, generador de arte y difusor de ideas. La lectura es la conexión con nuestro pasado, con nuestros valores y nuestra cultura.
Mayores informes:
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Fahrenheit 451
Ray Bradbury
~ 1953 ~
En Fahrenheit 451 de Ray Bradbury se queman libros y se prohíbe leer, pues por medio de la lectura pensamos y no podríamos ser ingenuamente felices. ¿Pensar lleva a la infelicidad? El antiintelectualismo de los protagonistas se muestra con una historia radical, donde es preferible mantener a las personas engañadas, entretenidas y en perpetua acción. Por el contrario, el hábito de la lectura nos invita a la pausa, a detener un poco el tiempo, nos garantiza una formación en valores y juicios enriquecidos. Nos enseña a no cometer el mismo error dos veces, mostrándonos diversos caminos. Con la lectura podemos asumir una posición crítica frente a la realidad y considero que es una herramienta que permite la igualdad. Revisemos el mensaje de Bradbury, un autor que exalta el papel liberador de los libros.
Simón Tamayo
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Ray Bradbury
Ray Bradbury (Estados Unidos, 1920-2012) escribió cuentos y novelas de diversos géneros, desde el policial hasta el realista y costumbrista, pero se le conoce como un escritor clásico de la ciencia ficción por Crónicas marcianas (1950), novela donde narra los seis primeros viajes de los seres humanos al planeta Marte y su posterior colonización. También escribió poemas, ensayos y trabajó como guionista en numerosas películas y series de televisión, entre las que cabe destacar su colaboración con el director John Huston en la adaptación de Moby Dick para la película homónima de 1956. Murió el 5 de junio de 2012 a la edad de noventa y dos años en Los Ángeles, California. A petición suya, el epitafio «Autor de Fahrenheit 451» fue grabado en la lápida funeraria del Cementerio Westwood Village Memorial Park.
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Fahrenheit 451
~ Fragmento ~
Era un placer quemar.
Era un placer especial ver cosas devoradas, ver cosas ennegrecidas y cambiadas. Empuñando la embocadura de bronce, esgrimiendo la gran pitón que escupía un queroseno venenoso sobre el mundo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes, y que las manos, como las de un sorprendente director que ejecuta las sinfonías del fuego y los incendios, revelaban los harapos y las ruinas carbonizadas de la historia. Con el simbólico casco numerado —451— sobre la estólida cabeza, y los ojos encendidos en una sola llama anaranjada ante el pensamiento de lo que vendría después, abrió la llave, y la casa dio un salto envuelta en un fuego devorador que incendió el cielo del atardecer y lo enrojeció, y doró, y ennegreció. Avanzó rodeado por una nube de luciérnagas. Hubiese deseado, sobre todo, como en otro tiempo, meter en el horno con la ayuda de una vara una pastilla de malvavisco, mientras los libros, que aleteaban como palomas, morían en el porche y el jardín de la casa. Mientras los libros se elevaban en chispeantes torbellinos y se dispersaban en un viento oscurecido por la quemazón.
Montag sonrió con la forzada sonrisa de todos los hombres chamuscados y desafiados por las llamas.
Sabía que cuando volviese al cuartel de bomberos se guiñaría un ojo (un artista de variedades tiznado por un corcho) delante del espejo. Más tarde, en la oscuridad, a punto de dormirse, sentiría la feroz sonrisa retenida aún por los músculos faciales. Nunca se le borraba esa sonrisa, nunca —creía recordar— se le había borrado.
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Colgó el casco, negro y brillante como un escarabajo, y lo lustró; colgó cuidadosamente la chaqueta incombustible; se dio una buena ducha, y luego, silbando, con las manos en los bolsillos, cruzó el primer piso y se dejó caer por el agujero. En el último instante, cuando el desastre parecía seguro, se sacó las manos de los bolsillos e interrumpió su caída aferrándose a la barra dorada. Resbaló hasta detenerse, chirriando, con los talones a un centímetro del piso de cemento.
Salió del cuartel y caminó hasta la estación subterránea. El tren neumático y silencioso se deslizó por el tubo aceitado, y con una gran bocanada de aire tibio lo abandonó en la escalera de claros azulejos, que subía hacia el suburbio.
Dejó, silbando, que la escalera lo llevara al aire tranquilo de la noche. Se dirigió hacia la esquina casi sin pensar en nada. Sin embargo, poco antes de llegar, caminó más lentamente, como si un viento se hubiese levantado en alguna parte, como si alguien hubiese pronunciado su nombre.
En esas últimas noches, mientras iba bajo la luz de los astros hacia su casa, en esta acera, aquí, del otro lado de la esquina, había sentido algo indefinible, como si un momento antes alguien hubiese estado allí. Había en el aire una calma especial como si alguien hubiese esperado allí, en silencio, y un momento antes se hubiese transformado en una sombra, dejándolo pasar. Quizá había respirado un débil perfume; quizá el dorso de sus manos, su cara, habían sentido que la temperatura era más alta en este mismo sitio donde una persona, de pie, hubiese podido elevar en unos diez grados y durante un instante el calor de la atmósfera. Era imposible saberlo. Cada vez que llegaba a la esquina veía solo esa acera curva, blanca, nueva. Una noche, quizá, algo había desaparecido rápidamente en uno de los jardines antes que pudiese hablar o mirar.
Pero ahora, esta noche, aminoró el paso, casi hasta detenerse. Su mente, que se había adelantado a doblar la esquina, había oído un murmullo casi imperceptible. ¿Alguien que respiraba? ¿O era la atmósfera comprimida simplemente por alguien que estaba allí, de pie, inmóvil, esperando?
Dobló la esquina.
Las hojas de otoño volaban de tal modo sobre la acera iluminada por la luna que la muchacha parecía ir en una alfombra rodante, arrastrada por el movimiento del aire y las hojas. Con la cabeza un poco inclinada se miraba los zapatos, rodeados de hojas estremecidas. Tenía un rostro delgado y blanco como la leche, y había en él una tierna avidez que todo lo tocaba con una curiosidad insaciable. Era una mirada, casi, de pálida sorpresa; los ojos oscuros estaban tan clavados en el mundo que no perdían ningún movimiento. Su vestido era blanco, y susurraba. Montag creyó oír cómo se le movían las manos al caminar, y luego, ahora, un sonido ínfimo, el temblor inocente de aquel rostro al volverse hacia él, al descubrir que se acercaba a un hombre que estaba allí, de pie, en medio de la acera, esperando.
Se oyó, allá, arriba, el ruido de los árboles que dejaban caer una lluvia seca. La muchacha se detuvo como si fuese a retroceder, sorprendida, pero se quedó allí mirando a Montag con ojos tan oscuros y brillantes y vivos que el hombre creyó haber dicho unas palabras maravillosas. Pero sabía que había abierto los labios solo para decir hola, y entonces, como ella parecía hipnotizada por la salamandra del brazo y el disco con el fénix del pecho, habló otra vez.
—Claro… tú eres la nueva vecina, ¿no es cierto?
—Y usted tiene que ser… —la muchacha dejó de mirar aquellos símbolos profesionales— el bombero —añadió con una voz arrastrada.
—De qué modo raro lo has dicho.
—Lo… lo hubiese adivinado sin mirar —dijo la muchacha lentamente.
—¿Por qué? ¿El olor del queroseno? Mi mujer siempre se queja —dijo Montag riéndose—. Nunca se lo borra del todo.
—No, nunca se lo borra —dijo ella, asustada.
Montag sintió que la niña, sin haberse movido ni una sola vez, estaba caminando alrededor, lo obligaba a girar, lo sacudía en silencio y le vaciaba los bolsillos.
—El queroseno —dijo, pues el silencio se había prolongado demasiado— es perfume para mí.
—¿Es así, realmente?
—Claro, ¿por qué no?
La muchacha reflexionó un momento.
—No sé —dijo, y se volvió y miró las casas a lo largo de la acera—. ¿No le importa si lo acompaño? Soy Clarisse McClellan.
—Clarisse. Guy Montag. Vamos. ¿Qué haces aquí tan tarde? ¿Cuántos años tienes?
Caminaron en la noche ventosa, tibia y fresca a la vez, por la acera de plata, y el débil aroma de los melocotones maduros y las fresas flotó en el aire, y Montag miró alrededor y pensó que no era posible, pues el año estaba muy avanzado.
Solo ella lo acompañaba, con el rostro brillante como la nieve a la luz de la luna, pensando, comprendió Montag, en aquellas preguntas, buscando las respuestas mejores.
—Bueno —dijo la muchacha—, tengo diecisiete años y estoy loca. Mi tía dice que es casi lo mismo. Cuando la gente te pregunte la edad, me dice, contéstales que tienes diecisiete y estás loca. ¿No es hermoso caminar de noche? Me gusta oler y mirar, y algunas veces quedarme levantada y ver la salida del sol.
Caminaron otra vez en silencio y al final la muchacha dijo, con aire pensativo:
—Sabe usted, no le tengo miedo.
Montag se sorprendió.
—¿Por qué habrías de tenerme miedo?
—Tanta gente tiene miedo. De los bomberos quiero decir. Pero usted es solo un hombre…
Montag se vio en los ojos de la muchacha, suspendido en dos gotas brillantes de agua clara, oscuro y pequeñito, con todos los detalles, las arrugas alrededor de la boca, completo, como si estuviese encerrado en el interior de dos milagrosas bolitas de ámbar, de color violeta. El rostro de la muchacha, vuelto ahora hacia él, era un frágil cristal, blanco como la leche, con una luz constante y suave. No era la luz histérica de la electricidad, sino… ¿qué? Sino la luz extrañamente amable y rara y suave de una vela. Una vez, cuando era niño, y faltó la electricidad, su madre encontró y encendió una última vela, y habían pasado una hora muy corta redescubriendo que con esa luz el espacio perdía sus vastas dimensiones y se cerraba alrededor, y en esa hora ellos, madre e hijo, solos, transformados, habían deseado que la electricidad no volviese demasiado pronto…
Y entonces Clarisse McClellan dijo:
—¿Le importa si le hago una pregunta? ¿Desde cuándo es usted bombero?
—Desde que tenía veinte años, hace diez.
—¿Ha leído alguno de los libros que quema?
Montag se rio.
—Lo prohíbe la ley.
—Oh, claro.
—Es un hermoso trabajo. El lunes quemar a Millay, el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner; quemarlos hasta convertirlos en cenizas, luego quemar las cenizas. Ese es nuestro lema oficial.
Caminaron un poco más y la niña dijo:
—¿Es verdad que hace muchos años los bomberos apagaban el fuego en vez de encenderlo?
—No, las casas siempre han sido incombustibles.
—Qué raro. Oí decir que hace muchos años las casas se quemaban a veces por accidente y llamaban a los bomberos para parar las llamas.
El hombre se echó a reír. La muchacha lo miró brevemente.
—¿Por qué se ríe?
—No sé —dijo Montag, comenzó a reírse otra vez y se interrumpió—. ¿Por qué?
—Se ríe aunque yo no haya dicho nada gracioso y me contesta enseguida. Nunca se para a pensar lo que le he preguntado.
Montag se detuvo.
—Eres muy rara —dijo mirando a la niña—. Bastante irrespetuosa.
—No quise insultarlo. Ocurre que observo demasiado a la gente.
—Bueno, ¿esto no significa nada para ti?
Montag se golpeó con la punta de los dedos el número 451 bordado en la manga de color de carbón.
—Sí —murmuró la muchacha, y apresuró el paso—. ¿Ha visto alguna vez los coches de turbinas que pasan por esa avenida?
—¡Estás cambiando de tema!
—A veces pienso que los automovilistas no saben qué es la hierba ni las flores, pues nunca las ven lentamente —dijo la muchacha—. Si usted les señala una mancha verde, dicen, ¡oh, sí!, ¡eso es hierba! ¿Una mancha rosada? ¡Un jardín de rosales! Las manchas blancas son edificios. Las manchas oscuras son vacas. Una vez mi tío pasó lentamente en coche por una carretera. Iba a sesenta kilómetros por hora y lo tuvieron dos días en la cárcel. ¿No es gracioso, y triste también?
—Piensas demasiado —dijo Montag, incómodo.
—Casi nunca veo la televisión mural, ni voy a las carreras, ni a los parques de atracciones. Me sobra tiempo para pensar cosas raras. ¿Ha visto esos anuncios de ciento cincuenta metros a la entrada de la ciudad? ¿Sabe que antes eran solo de quince metros? Pero los coches comenzaron a pasar tan rápidamente que tuvieron que alargar los anuncios para que no se acabasen demasiado pronto.
Montag rio con nerviosismo.
—¡No lo sabía!
—Apuesto a que sé algo más que usted no sabe. Hay rocío en la hierba por la mañana.
Montag no pudo recordar si lo sabía y se puso de muy mal humor.
—Y si usted mira bien —la muchacha señaló el cielo con la cabeza—, hay un hombre en la luna.
Montag no miraba la luna desde hacía años.
Recorrieron el resto del camino en silencio; el de Clarisse era un silencio pensativo; el de Montag, algo así como un silencio de puños apretados, e incómodo, desde el que lanzaba a la muchacha unas miradas acusadoras. Cuando llegaron a la casa de Clarisse, todas las luces estaban encendidas.
—¿Qué ocurre?
Montag había visto muy pocas veces una casa tan iluminada.
—Oh, son mis padres que hablan con mi tío. Es como pasearse a pie, solo que mucho más raro. Mi tío fue arrestado el otro día por pasearse a pie, ¿no se lo dije? Oh, somos muy raros.
—¿Pero de qué hablan?
Clarisse se rio.
—¡Buenas noches! —dijo, y echó a caminar. Luego, como si recordara algo, se volvió hacia Montag y lo miró con curiosidad y asombro—. ¿Es usted feliz? —le preguntó.
—¿Soy qué? —exclamó Montag.
Pero la muchacha había desaparecido, corriendo a la luz de la luna. La puerta de la casa se cerró suavemente.
Fuente:
Bradbury, Ray. Fahrenheit 451. Planeta, Minotauro Esenciales, Barcelona, 1985, pp. 5-20.