Los libros que nos agradan…
Conversaciones sobre
los libros y autores
que le agradaron a
Fernando González
Henry David Thoreau y
los trascendentalistas
Invitado: Juan Rúa
—Octubre 5 de 2019—
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Sin darnos cuenta nos habíamos salido de Georgia e íbamos por unas calles, hacia oriente, las que al final desembocan en unas mangas que bordean un riachuelo. Es paraje solitario y silencioso, muy agradable. Y de pronto se detuvo y me dijo: «Qué bueno que hubiéramos comprado aquí, cuando la tierra estaba barata, un solar, y ahora podríamos construir un salón para venir a beber café, a conversar y a leer. Tendríamos una biblioteca con sólo los libros que nos agradan».
Citado por Félix Ángel Vallejo en
Retrato vivo de Fernando González
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Henry David Thoreau (1817-1862) fue un filósofo, naturalista, agrimensor y poeta estadounidense, reconocido especialmente por sus obras Walden y Del deber de la desobediencia civil, la cual ha inspirado movimientos de resistencia pacífica como los liderados por Mahatma Gandhi y Martin Luther King. Su legado intelectual se caracteriza por sus ideas libertarias, anarquistas y ecologistas, en las cuales prima una serie de postulados tendientes a la construcción individual de una ética laica. H. D. Thoreau es recordado por su defensa de las comunidades indígenas y su oposición y militancia contra el esclavismo.
En el movimiento unitario trascendentalista, fundado por el filósofo Ralph Waldo Emerson, participaron Amos Bronson Alcott, Elizabeth Peabody, Emily Dickinson, Henry David Thoreau, Margaret Fuller, Nathaniel Hawthorne y Walt Whitman, entre otros intelectuales, escritores y pensadores. Además de oponerse a la esclavitud de los afroamericanos, dignificar a los nativos americanos y promover la conciencia medioambiental, buscaron la igualdad de estatuto entre hombres y mujeres.
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Juan Rúa es filólogo de la Universidad de Antioquia y gestor cultural. Actualmente coordina el grupo de lectura «Sociedad Thoreaudiana» en la Casa Museo Otraparte.
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No encontramos a quién visitar; no hay sino homúnculos en esta tierra nuestra. ¿Quién ha querido superarse, quién ha vencido una sola pasión, siquiera una pasioncilla? Emerson recorrió la tierra para conocer a los hombres que habían absorbido el jugo de la naranja vital y se habían superado. Nosotros sólo vimos al animal hombre, al que obra por reflejos. ¿Dónde está el atormentado que renegó de su carne, que maldijo su limitación y que lanzó la flecha del anhelo para superarse?
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Walden
—Fragmento—
Por Henry David Thoreau
Cuando escribí las páginas siguientes, o más bien la mayoría de ellas, vivía solo, en los bosques, a una milla de cualquier vecino, en una casa que había construido yo mismo, a orillas de la laguna de Walden, en Concord, Massachusetts, y me ganaba la vida sólo con el trabajo de mis manos. Viví allí dos años y dos meses. Ahora soy de nuevo un residente en la vida civilizada.
No impondría mis asuntos a la atención de los lectores si mis conciudadanos no hubieran hecho preguntas muy concretas sobre mi modo de vida, que algunos calificarían de impertinentes, aunque a mí no me lo parezcan en absoluto, sino, considerando las circunstancias, muy naturales y pertinentes. Unos han preguntado qué tenía para comer, si no me sentía solo, si no tenía miedo y cosas parecidas. Otros han querido saber qué parte de mis ingresos dedicaba a obras de caridad, y algunos, con familia numerosa, a cuántos niños pobres mantenía. Por tanto, a aquellos lectores que no sientan particular interés por mí, les pido perdón por tratar de responder a algunas de tales preguntas en este libro. En la mayoría de los libros se omite el yo, o la primera persona; en este se mantiene; respecto al egoísmo, esa es la principal diferencia. Por lo general, no recordamos que, al fin y al cabo, siempre es la primera persona la que habla. No hablaría tanto de mí mismo si hubiera otra persona a quien conociera tan bien. Por desgracia, estoy limitado a este asunto por la pobreza de mi experiencia. Además, por mi parte, exijo de todo escritor, antes o después, un relato sencillo y sincero de su propia vida, y no sólo lo que ha oído de las vidas de otros hombres; un relato como el que enviaría a sus parientes desde una tierra lejana, porque si ha vivido sinceramente, tiene que haber sido en una tierra lejana para mí. Tal vez estas páginas se dirijan especialmente a los estudiantes pobres. En cuanto al resto de mis lectores, aceptarán las partes que les afecten. Confío en que nadie fuerce las costuras al ponerse el abrigo, porque reporte un buen servicio a quien le siente bien.
Estoy dispuesto a decir algo no tanto de los chinos y de los isleños de las Sandwich, como de vosotros, que leéis estas páginas y, según se dice, vivís en Nueva Inglaterra; algo sobre vuestra condición, en especial sobre vuestra condición exterior o circunstancias en este mundo, en esta ciudad, es decir, si es necesario que sea tan mala como es, si puede mejorar o no. He viajado mucho en Concord y, en todas partes, en las tiendas, las oficinas y los campos, me ha parecido que sus habitantes estaban haciendo penitencia de mil notables maneras. Lo que he oído de los brahmanes, que se sientan expuestos a cuatro fuegos de cara al sol, o cuelgan boca abajo sobre las llamas, o miran a los cielos por encima del hombro «hasta que les resulta imposible recuperar su posición habitual, mientras que por la torsión del cuello no pueden ingerir sino líquidos»; o que se hallan al pie de un árbol encadenados de por vida; o que miden con su cuerpo, como orugas, la extensión de vastos imperios; o que se yerguen sobre una sola pierna en lo alto de un pilar; ni siquiera estas formas de penitencia consciente son más increíbles y sorprendentes que las escenas que contemplo a diario. Los doce trabajos de Hércules son triviales en comparación con los que mis vecinos han emprendido, porque aquellos eran sólo doce y tenían un final, pero aún no he visto que estos hombres hayan matado o capturado monstruo alguno ni acabado una sola tarea. No tienen un Yolao amigo que queme con un hierro candente la raíz de la cabeza de la hidra, sino que tan pronto como una es aplastada, surgen dos.
Veo a hombres jóvenes, conciudadanos míos, cuya desgracia es haber heredado granjas, casas, graneros, ganado y aperos de labranza; pues es más fácil adquirirlos que librarse de ellos. Habría sido mejor que hubieran nacido en campo abierto y que una loba los amamantara, que pudieran haber visto con mirada más clara qué tierra estaban llamados a cultivar. ¿Quién los ha hecho siervos de la gleba? ¿Por qué habrían de comer sus sesenta acres, cuando el hombre está condenado a comer sólo su porción de barro? ¿Por qué han de empezar a cavar su tumba en cuanto nacen? Tienen que vivir la vida de un hombre, enfrentarse a estas cosas y salir lo más airosos posible. ¡Cuántas pobres almas inmortales he encontrado casi aplastadas y asfixiadas bajo su carga, arrastrándose por el camino de la vida, empujando ante sí un granero de setenta y cinco pies por cuarenta, sus establos de Augías sin limpiar y un centenar de acres de tierra, labranza, siega, pasto y una parcela de bosque! El desposeído, que no lucha con tales inconvenientes heredados, tiene bastante trabajo con someter y cultivar unos pocos pies cúbicos de carne.
Los hombres trabajan por error. La mejor parte del hombre es muy pronto arada en la tierra como abono. Por un hado similar, comúnmente llamado necesidad, se dedican, como dice un viejo libro, a acumular riquezas donde roen la polilla y la carcoma, donde los ladrones abren brechas y roban. Es una vida de locos, como comprenderán cuando lleguen a su fin, si no antes.
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