Conferencia

Medellín
tiene su son

Abril 10 de 2008

Tesura - Fruko y sus Tesos

Tesura – Fruko y sus Tesos

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Desde el cancionero cubano hasta los ritmos afroantillanos actuales, de su influencia en Medellín, de cómo la ciudad también escribe su historia desde la música que vino del mar, de esa urbe que se construyó a punta de Salsa:

1875 – 2007

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“Medellín tiene su son”, investigación inédita realizada por Octavio Gómez y Sergio Santana, apoyada por el Programa de Becas Nacionales de Creación 2007 del Ministerio de Cultura de Colombia. Se trata de un gran reportaje por el viaje a través del tiempo y de los personajes que construyeron y participan en el maravilloso mundo de la rumba afroantillana y de la Salsa en Medellín. El recorrido comienza con la llegada de los cubanos que participaron en la construcción del Ferrocarril de Antioquia en 1875, y termina en los tremores de 2007 en una conversación larga con el pianista medellinense Juan Diego Valencia, uno de los vanguardistas del sonido afrolatinoamericano en Colombia. Pasa por los años de los músicos cubanos viajeros por el país, el nacimiento y apogeo de la radiodifusión nacional desde la capital antioqueña, la aparición de grupos locales con ritmos antillanos, la evolución de la Salsa por medio de “Fruko y sus Tesos” y se detiene en las noches rumberas de Medellín durante las cuatro décadas que suceden desde los años 60 del Siglo XX.

Sergio Santana Archbold (San Andrés Islas, 1960). Ingeniero civil de la Universidad Nacional e investigador de la música afroantillana en su más amplia expresión desde hace más de 25 años. Autor de más de media docena libros sobre Salsa y Reggae y conferencista en distintas ciudades colombianas. Su trabajo central, la música, lo divide entre la dirección santera de la rumba en “Rumbantana Son y Salsa”, en Medellín, y la investigación temática.

Octavio Gómez Velásquez (Medellín, 1965). Comunicador Social Periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana (U.P.B.). Reportero las más de las veces durante los últimos 20 años para la prensa escrita regional. Docente en los últimos cinco años en la Fundación Universitaria Luis Amigó (FUNLAM). Poeta en los ratos libres y en los olvidados.

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Benny Moré (1919 - 1963)

Benny Moré
(1919 – 1963)

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Del barrio a la salsa

Por Octavio Gómez / Sergio Santana

Mario Alberto se acicalaba desde el jueves, a partir de las cinco de la tarde. Era un adolescente mulato, alto, flaco pero macizo. Se quería parecer a Juan Pachanga, el personaje triste de la canción de Rubén Blades. La camisa la dejaba por fuera, un pantalón negro que su mamá planchaba con dedicación y los zapatos blancos.

Entonces, listo el aparejo, dejaba la casa, una construcción insólita, metida en el fondo de una calle que no existía, a la vera de la cañada La Palencia, que baja arrastrando porquerías por el medio del barrio El Salvador y que en época de invierno se entraba a las viviendas con todo y sus fetideces. De allí salía caminando hasta el centro. Mario dejaba a su mamá para irse a buscar bailadores en un bar de mala muerte, que los universitarios frecuentaban solo los viernes en la noche. La dejaba para sacar un monstruo que llevaba por dentro y que lo obligaba a bailar, horas sin final, delante de la radiola de la casa. Ese monstruo era la Salsa.

El Salvador era un barrio de empleados y obreros —que después se convertiría en una de las zonas más peligrosas de Medellín— donde el prestigio social, en los años 80, venía de pertenecer a alguna familia con camiones o de estudiar en la Universidad de Antioquia. Más hinchas del Medellín que del Nacional. Más jugadores de fútbol sin equipo que ganadores, más guayabos que fiestas, más quinceañeras esperando a los triunfadores del vecino Buenos Aires, más esperanzas que realidades. Por eso, el barrio fue tierra abonada para el narcotráfico y sus tragedias. De allá era Mario.

El Salvador sí tenía una rara hermandad: el porro en los bailes públicos. Lo cual son dos cosas. Primero, el disfrute por una variedad musical colombiana, más querida que conocida. Desde Lucho Bermúdez en adelante, todo lo que sonara a música bailable se asimilaba a la música que, en realidad, era del departamento de Córdoba.

Eso significaba que lo mismo eran Los Gaiteros de San Jacinto o la Banda 11 de Noviembre, que las malas versiones que, de sus canciones, hacían las orquestas venezolanas Billo’s Caracas Boys o Los Melódicos. Todo cabía cuando en El Salvador había que bailar. Eso incluía, claro, a Los Golden Boys, Los Graduados y Los Hispanos y antes habían sido Los Teenagers (para saberlo bien hay que decir tinayers) cuyo cantante estrella era Gustavo Quintero, un artista que era más espectáculo que canto pero cuyo carisma, en los años 60, era el de un beatle criollo en Medellín. Él mismo diría que su ídolo era Elvis Presley pero eso, en el barrio, a nadie le importaba. Lo que en realidad importaba era que alguien tuviera las pastas, los discos, los vinilos, de alguna —o de todas— de las orquestas donde cantaba Quintero.

Lo segundo era que el barrio había atravesado el mandato cerrero, duro, inflexible, del párroco Julio Piedrahíta, un sacerdote celoso de que los matrimonios se consumaran primero en su templo del Divino Salvador, de que los niños fueran bautizados en su pila bautismal y de que los hombres hicieran los Ejercicios Espirituales entre martes y miércoles santos, antes de que llegara la hora más importante para la parroquia y su feligresía: el Jueves Santo.

Claro que en el barrio también había “gente bien”. Eran los de las casas de “Las Avenidas”, mayormente habitadas por familias campesinas que habían llegado del oriente antioqueño y que tenían negocios en la Plaza de Mercados de Guayaquil. Pero, en su mayoría, se sentían más del vecino Buenos Aires que de El Salvador. Esa fue otra razón por la cual la atracción por el narcotráfico pegó tan bien, tan fácil, en ese barrio lleno de familias numerosas, de gente divertida, que era tan aficionada a los porros, a la música de los tinayers y a los bailes públicos.

Esa era otra historia: los bailes públicos solían ser encuentros sabatinos nocturnos, organizados por los estudiantes de alguno de los colegios de la zona y a donde iban, normalmente, los adolescentes en trance de graduarse.

El asunto era relativamente sencillo. Se alquilaba, por dos días, una casa desocupada. Alguien disponía de una radiola —esos armatostes grandes, incorporados, que trajeron la historia del estéreo— o de un equipo de sonido —más adecuado para la ocasión por cuanto se podía distribuir mejor el efecto sonoro— y alguien más —llegaron a ser alquilados— ponía la colección de discos que obligatoriamente incluían los porros de tantas bandas pueblerinas que grabaron con Discos Fuentes, la música de Billo’s Caracas Boys, Los Melódicos y Los Blanco.

Los bailes eran el lugar más barato donde los adolescentes podían encontrar un espacio para ser gregarios y hacer sus primeros contactos amorosos o sexuales, dependiendo. Eran las fiestas más baratas posibles a pesar de que se cobrara la entrada y, por supuesto, dónde pavonearse en la artesanía del baile popular.

Por eso a Mario le interesaron Los Blanco, una orquesta venezolana que tenía a un cantante poco común, Cheo Matos, y una propuesta un poco más irreverente que los porros edulcorados de sus colegas venezolanos: tocaban Salsa.

Sí, los bailes públicos servían para conseguir novia o novio, servían para darse a conocer, para mostrar lo último de las modas o para presumir del dinero que normalmente solo tenían los muchachos de Las Avenidas. Y para mostrar las habilidades en el baile.

Ahí fue donde conoció Mario, el hermano de siete hermanos, el hijo de un mecánico automotor y una mujer sencilla y paciente, ese electrizante y contagioso problema que era la lejana música latina de Nueva York.

Eran los comienzos de la década perdida de los 80 cuando los muchachos —sí, no todos—, cambiaron las ilusiones de la izquierda de un mundo mejor, por las riesgosas realidades del ambiente que les ofrecía el narcotráfico, bailaban las noches de sábado los porros viejos de las bandas cordobesas, sus correspondientes versiones venezolanas y, claro, las canciones salsosas que iban de casete en casete y que apenas las emisoras radiales programaban de cuando en cuando.

Mario, por supuesto, fue conociendo el circuito. Él mismo había pasado de ser un escolar apenas regular a un excelente caricaturista y, después y con el influjo de otra moda, a un destacado ciclista a la manera de Lucho Herrera o José Patrocinio Jiménez, después un excelente futbolista como Willington Ortiz, había llegado a su expresión adolescente plena, que era bailar Salsa como un negro de un bar de la calle Palacé, Pedromambo.

Pedromambo era un nombre seudo artístico, lo cual ya contiene una mentira más, porque el musculoso bailador que lo encarnaba en realidad se llamaba Norman, nombre bastante atípico para la gente que, colgada de un vetusto bus, llegaba de las lejanas tierras del Charco, en el departamento de Nariño, con lo cual se podía presumir que el susodicho tampoco se llamase así. Probablemente su apelativo real poco prestigio le daría en el mundo de falsos oros de la vida nocturna, frívola, de la Medellín de aquellos años.

Pero a Norman o Pedromambo no se lo conocía en los bailes adolescentes que se turnaban las casas desocupadas de La Milagrosa, El Salvador, Buenos Aires o Boston. Para saber de su existencia, la vida ofrecía la oscura y adulta carrera Palacé, entre Amador y Pichincha, donde se juntaban los bares de Salsa, donde estaban algunas de las putas del moribundo barrio de Guayaquil y las residencias donde se podían obtener sus módicos favores sexuales.

Pero, para estar en Palacé los muchachos se tenían que “graduar” de adultos y eso solo se podía lograr en compañía de otro u otros que ya lo fueran.

Palacé, en realidad las dos calles que apiñaban los bares El Aristi, El Diferente, Brisas de Costa Rica, El Ceilán y Carruseles, sus putas muy baratas y sus residencias de mala vida, era otro hervidero. El muchacho que llegaba a sus alrededores renunciaba a la presunta inocencia de las fiestas barriales y aceptaba, para siempre jamás, que el centro reunía todo: la rumba dura —porque el concepto cambiaba y dejaba de ser baile para volverse rumba—, la calle dura porque el hamponato medellinense que no estaba en la cárcel de Bellavista daba una vuelta por Palacé y el sexo sin matices tántricos pero sí urgentes y de rostro anónimo. Hasta los cacorros que merodeaban el Parque de Bolívar y su majestuosa catedral de ladrillo cocido iban a dar al Palacé bohemio, peleador y salsero de las noches de esa ciudad que, sin saberlo, se iba a asomar a los duros días de una guerra que todavía no se explica bien.

La rumba salsera era eso, adulta y dura. Mario se fue asomando a ese mundo, bohemio y nocturno, putañero y violento que se alojaba en esa calle que recibía, en especial los viernes, a los universitarios con tendencias izquierdosas, a los albañiles, a los zapateros —cerca está el pasaje Coltejer donde se conseguían sus materias primas de trabajo—, a donde llegaban los escaperos del viejo barrio de Guayaquil, sus rateros y sus atracadores a mano armada y los agentes secretos que la Policía enviaba con el ánimo de pescar a los izquierdistas, los escaperos y los atracadores. Allá estaban las mujeres que tenían los dientes cariados y las urgencias económicas que resolvían por precios favorables, los vendedores de cigarrillos en las calles y los proxenetas, los que iban a las funciones de cine porno en las salas de cine Guadalupe o Sinfonía, los que componían radios, los que vendían panes y los que rezaban en cofradía. La noche era demasiado ambigua para que alguien no tuviera la oportunidad de ejercerla.

Pero ese pedazo famélico de Guayaquil nada tenía que ver con los tangos o el progreso de la ciudad, tantas veces recitado por poetas mejores. Tenía, en cambio, todo que ver con la decadencia de un barrio que no sabía que se iba para darle paso a las edificaciones oficiales, al Metro y al parque de San Antonio. No, no había ni Alpujarra ni Metro ni parque. Esa zona de Medellín era una larga y ancha desolación donde mandaban los bandidos de a cuatro, las putas de a una y los bares, cada cual elegía dónde meterse.

Para eso se vestía Mario las tardes de los jueves, los viernes y los sábados y, a veces, los domingos. Camisa por fuera, dos botones por todo cierre, manga larga pero remangada, pantalón negro en todo caso y zapatos de falso charol para que, a la escasa luz del bar Brisas de Costa Rica, resultara más llamativo el espectáculo de su bailes en dos o tres minutos, que se daba para su propio placer y jolgorio y que entregaba, a manera de reto, a los demás que se atrevían a bailar con él, o contra él, como casi siempre sucedía.

Pero, para el mundo nuevo que se le abría al entonces adolescente, ya ex futbolista, ya ciclista recreativo en uso de buen retiro, ya caricaturista jubilado e inédito, aquellas noches de Salsa no eran el final. La música caribe, antillana y neoyorquina si se ha de ser más exacto, había caminado miles de kilómetros, trasnochado miles de veladas, cantado miles de sones y el montuno ya se sabía de memoria porque tampoco le hacía falta papel.

Lo que Mario ignoraba, acaso no le importó pensar nunca, era que esa historia de la cual él se creía protagonista iniciático, era ya muy larga para la ciudad y que en su nombre, en el de la Salsa, claro, ya las noches de Medellín se habían llenado de sones de Matamoros, guarachas de la Matancera y mambos de Benny Moré y la lista era —es— demasiado larga. Pero, para eso están las páginas.

Fuente:

Comunicación personal. Fragmento de la investigación inédita Medellín tiene su son.