Presentación
Las voces que
trae la brisa
—Septiembre 11 de 2014—
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Nubia Amparo Mesa Granda es comunicadora social – periodista de la Universidad de Antioquia (1984) y especialista en Docencia Investigativa Universitaria de la Fundación Universitaria Luis Amigó (2010). Es docente en la Facultad de Comunicación Social de esta misma universidad y profesora de cátedra de la Universidad Cooperativa de Colombia. También fue docente en la Universidad de Antioquia y en la Universidad Pontificia Bolivariana.
Ejerció el periodismo durante veinte años como reportera radial en distintos medios de comunicación de Medellín. Durante cinco años integró el consejo editorial de El Pequeño Periódico, publicado por la Fundación Arte y Ciencia. Hace parte del Grupo Literario El Aprendiz de Brujo que coordina el escritor Ángel Galeano. Varios de sus cuentos aparecen en los libros “Primer conjuro” (2010), “La palabra se baña en el río” (2011), “Cuando el río suena” (2012) y “El traído – Cuentos de Navidad” (2013).
Ganó el concurso de cuento universitario de la Fundación Universitaria Luis Amigó en 2009 y obtuvo el segundo lugar en el concurso nacional de cuento convocado por la Cámara de Comercio de Montería y el periódico El Túnel en 2010.
Presentación de la autora
por Ángel Galeano
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El libro de cuentos Las voces que trae la brisa recoge 11 relatos donde el lector podrá sumergirse, junto con los personajes de las historias, en el océano de las sensaciones y las emociones y en el terreno de lo simbólico. La melancolía, el temor al abandono, la soledad, los estados de inconsciencia, las gracias y desgracias que los habitan. Los acontecimientos, que parecen cotidianos, se trastocan a partir de la imaginación, los sueños y los recuerdos de los protagonistas. No parece suceder nada excepcional, pero las pequeñas acciones van tejiendo una realidad agobiante, un desasosiego que se instala en sus vidas y los envuelve en la incertidumbre, obligándolos a tomar decisiones inesperadas.
El ahorro de palabras y las imágenes poéticas involucran al lector en una atmósfera por momentos sombría, aunque de entre las cenizas surge una chispa inspiradora que salva cuando la catástrofe parece inminente.
Los Editores
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Nubia Amparo Mesa
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Las voces que
trae la brisa
—Fragmento—
En la boca el foso
Intenté alcanzar las rejas del techo pero resbalé por las frías paredes de metal. Podía ver algo de vegetación, ramas altas a través de las cuales se filtraba un incipiente rayo de sol. Grité buscando la liberación, pero el sonido se deshizo entre una oscuridad abismal.
Desperté con una sensación de ahogo, todavía sin precisar en qué lugar estaba, y me sentí aliviada de poder abrir la puerta y moverme a mis anchas. Blas me miraba desde la puerta agitando la cola. Era hora de llevarlo a pasear.
Hacía una semana que estábamos allí y cumplíamos ese paseo matutino como dos exploradores que auscultan los caminos sin saber lo que buscan, sin más guía que el instinto. Blas siempre adelante olfateando curioso. Por momentos se detenía para comprobar que yo le seguía y corría a husmear entre los matorrales. Descendimos por una senda cubierta por la hojarasca de los eucaliptos y los pinos, degustando ese olor a bosque indómito. Qué deliciosa sensación la de ir sin prisa, sin pensar en una meta. Sentir la tierra bajo mis pies, el sonido de mis pasos, de mi respiración que se acompasaba con el movimiento de las ramas. Quería sacudir de mi memoria esos últimos acontecimientos que me robaban la alegría y para ello tenía que estar sola, buscar dentro de mí como si fuese un espectador de mi propia vida, tomar nota de mis emociones y calibrarlas en su justa dimensión. No podía declararme derrotada, por eso, con cada paso, ganaba fuerzas para alejar los miedos y salir victoriosa.
Había pasado una hora desde que salimos de la cabaña. La neblina descendió diluyendo el paisaje y Blas era ahora una silueta negra que parecía flotar sobre el camino. Ladró, vino hacia mí y se devolvió como señalándome algo. Pero nada más los árboles se agitaban con el viento. El ladrido se hizo más rápido y fuerte, alertándome de algo. Temí que fuera una culebra y di vuelta atrás obligando a Blas a seguirme. Bastaba de aventuras por ese día. Me esperaban la hamaca, un libro, un buen café y el silencio que por momentos, cómplice de mis recuerdos, me envolvía en una especie de red.
Esa noche tuve un nuevo sueño. El camino empedrado terminaba en una losa de concreto. Me detuve para indagar hacia dónde conducía. Escuché pasos y traté de esconderme, pero una mano me cubrió la boca. No podía ver, solo escuché los goznes resecos de una puerta al cerrarse. Sentía mucho frío y una lengua viscosa que me acechaba muy cerca del rostro. El sonido de una sierra eléctrica avanzaba invadiéndolo todo.
Abrí los ojos y el olor de la madera recién cortada me devolvió la tranquilidad, aunque la sensación de amenaza continuaba, como si alguien me sometiera y quisiera inmovilizarme, atarme a su deseo. Abrí la ventana del cuarto para aspirar el aire de esa mañana transparente. Tenía que encontrarle el gusto a estar sola, ver pasar el tiempo a horcajadas sobre una nube o pendido en el ala de un ave.
Ese sueño de la noche anterior era quizás una revelación sobre mi anhelo de libertad y la lucha por deshacerme de las ataduras, un símbolo de mi necesidad de sortear las arenas movedizas y alzar el vuelo cuando quisiera. Era un sueño enigmático y pasé algunas horas intentando recordar detalles, sensaciones, la impenetrable oscuridad, el encierro agobiante, el olor a humedad. Y así, aturdida y confusa, envuelta en la maraña de recuerdos, reflexiones y anticipaciones oníricas arribé a la noche. Me senté en el corredor de la casa para mirar un gajo de luna que parecía colgar entre los árboles y de la cual también hubiese querido suspenderme como un péndulo. Balancearme sobre el mundo para sentirme lejana y aliviada de angustias. En esas cavilaciones estaba cuando una luz blanca brilló cerca al portón. Agucé el oído esperando escuchar la voz de la vecina que quizás necesitaba algún favor. Blas dejó su modorra, movió las orejas en señal de alerta y emitió un gemido suave. Era extraño que no ladrara. ¿Quién? Pregunté. Pero no hubo respuesta. En cuestión de segundos la luz desapareció. ¿Era un anuncio? Quizás debía hacer caso de las advertencias. En esa zona habían empezado a ocurrir robos y si sabían que en la casa había una mujer sola el riesgo era mayor. Cerré la puerta con doble cerrojo, revisé que las ventanas estuviesen aseguradas y apagué las luces.
Encendí una vela y saqué las fotografías del cajón. Era lo último que conservaba de mi matrimonio. Las vi arder y convertirse en cenizas. Se retorcían sobre el piso como larvas grises que se escabullían por debajo de la puerta. Lloré con un llanto lento y silencioso hasta que la vela se consumió y todo se hizo profundamente oscuro. Fue cuando escuché el grito. Era el grito angustiado de una mujer que más bien parecía el aullido de una fiera enjaulada. Traté de ubicar el origen. Parecía venir de la parte trasera de la casa. Tanteando en medio de la oscuridad llegué hasta la puerta. El clamor crecía. Era un chillido angustioso que me conminaba a seguir su rastro. Sin ninguna precaución, descalza y medio vestida con una bata de dormir, avancé por el camino que se abría entre el bosque que rodeaba la casa. Blas me alcanzó y sentirlo caminar a mi lado me dio confianza. Seguimos el sendero. Había dejado de escuchar los alaridos pero la intuición me decía que tenía que continuar porque alguien me necesitaba. Era extraño, no sentía miedo, aunque por momentos me detenía para comprobar que nadie me seguía. Sentía la sangre bullir y la respiración agitada. Recordé los sueños. ¿Eran una premonición? Debía seguir las señales. El lugar donde Blas se había detenido la primera vez y la loza de concreto medio oculta entre la hierba. Blas se adelantó y lo vi escarbar. Intenté alcanzarlo pero en segundos desapareció. En vano lo llamé una y otra vez. Estaba paralizada. Él era una especie de escudo protector y no verlo me dejaba indefensa. Caminé unos metros más hasta que sentí bajo mis pies la dureza del cemento. Entonces la vi. Sus ojos claros brillaban en la oscuridad como los de un gato. Extendía hacia mí sus manos laceradas y con una voz reseca pronunció unas palabras implorantes que no puedo recordar. Era la imagen misma del desamparo y la fragilidad. La miré perpleja. Noté que de una de sus piernas pendía un grillete. Era claro que había escapado de sus captores y no era raro que estuvieran cerca. Tenía que actuar con prontitud. ¿Cómo llegar hasta la casa? Era de noche, ella estaba herida, no podíamos correr. Pensé que lo mejor era escondernos hasta que amaneciera. La tomé de una mano y logré arrastrarla unos pasos hasta quedar ocultas por un matorral. Ahora no puedo precisar muy bien cómo ocurrió todo, pero por entre las ramas se abrió un pasadizo que nos guio hasta una especie de sótano. Solo en ese momento lo comprendí, habíamos ido directo al calabozo. Intenté devolverme, pero la mujer me señaló insistente con su mano el acceso a las entrañas de ese foso recubierto de concreto. Descendí por una escalera de madera que crujía como si fuese a partirse con cada pisada que daba, el olor lastimaba mi olfato hasta producirme náuseas, un murciélago cruzó muy cerca y al intentar esquivarlo me precipité hasta el fondo. Caí de bruces. Mi angustia empezó a crecer cuando no pude ver la boca del foso. Todo estaba hermético. Yo estaba allí en el centro mismo de un organismo hambriento que trataba de deglutirme. Con la conciencia eclipsada por la oscuridad y el encierro recordé a la mujer del camino. Había caído en su trampa. ¿Me había guiado hasta allí para cumplir el mandato de alguien? ¿O pretendía que yo viviera en carne propia su tormento?
Ahora yo sería su cautiva. Sometida día y noche a la inmovilidad, al ominoso silencio del verdugo, anclada, devorada por el olvido, pulverizada mi humanidad en medio de las vejaciones. Pude verme, en cuclillas, los labios resecos, brotados los ojos en medio de esa batalla contra la oscuridad. Lamía mis heridas como un animal acorralado que usa su instinto para tratar de salvarse. Y sin tener para donde correr, esperaba ser abatida por el tiro certero de un cazador que me acechaba desde su escondite. Allí estaba ese demonio vengativo que me había sometido a sus designios. Durante cientos de días, no podía precisar cuántos, había venido a recordarme que nunca podría huir de allí, que le pertenecía. Me había apaleado, insultado, usurpado mi integridad con brutalidad. Había hurgado mi vientre con sus descomunales garras de monstruo y me había dejado en un rincón hecha jirones, un lánguido esbozo de mi pasado esplendoroso. Poco a poco me iba desvaneciendo y sobre el piso de cemento quedaba mi piel, como la cáscara que se arroja después de haber consumido el fruto. Las sombras acechantes cayeron sobre mí y a lo lejos solo pude escuchar el ladrido de mi andariego amigo Blas que me llamaba.
Un hilo de luz se filtró por la boca del foso y una tibieza húmeda en mi mano me confirmó que aún existía. Era Blas que me lamía llamando mi atención para que lo siguiera, como todos los días. Bajo una de sus patas reposaba una billetera abierta. Pude ver de nuevo esos ojos profundos y luminiscentes de la mujer, que querían salirse de sus órbitas y saltar hacia mi rostro como si desde ese momento ella instalara su mirada en la mía para que no cesara de buscarla.
Fuente:
Mesa, Nubia. Las voces que trae la brisa. Fundación Arte y Ciencia, Medellín, 2014.