Conversación
Lectura de Viaje a pie
desde el camino
Séptima versión del recorrido
—Febrero 26 de 2015—
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Partimos buscando la tierra perdida del sur con el ánimo agitando nuestros pechos. Bríos que buscaban satisfacer sueños recónditos de paraísos lejanos, caminantes sin fronteras abriendo rutas de vida y buscando fuentes de eterna juventud, caminantes dejando huellas imborrables en el trascurso de nuestras vidas.
Y caminamos, caminamos… bajo el agua, fundidos en la niebla o embutidos en el pantano hasta el cuello.
Caminamos, caminamos, siguiendo montañas en caracol, en espirales infinitas que se pierden en el cielo.
Caminamos hacia los nidos de águilas y hacia esos castillos que se cuelgan del despeñadero.
Caminamos hacia profundos cañones, resguardados por dos murallas verticales perdidas en el infinito.
Fuimos testigos del laberinto del camino, seguimos las nubes en su paciente ir y venir formando fractales complejos, nunca iguales, nunca imaginados, que repiten la heraclítea sentencia de que jamás nada es igual, ni en espacio, ni en tiempo…, y nosotros, caminantes, también nos transformamos con cada uno de nuestros pasos.
Múltiples paisajes asaltaron los sentidos de estos vagabundos aficionados al ocio y a la inutilidad de trasegar caminos, a la voluntad de la nada, siempre nubólogos, siempre paisajistas, siempre barzoneadores.
Vimos el lomo andino pelado por las máquinas de los comerciantes, los bosques mutilados, los caminos cerrados con el aviso “Propiedad privada. No pase.”, la bulimia y tripas del comerciante en todas las manifestaciones: aire, vida, luz, el infinito verde, el sonido de las cascadas y el olor de un camino inundado de misterio y emociones es lo que nos roban en cada sonido de la motosierra.
Vimos a quien se esconde con miedo.
A quien saluda y tiende la mano.
Al animal que se asombra ante nuestro paso.
Al trabajador con el sudor al cuello, de manos anchas y sonrisa en los labios.
Divagamos por nuestras vidas y las de nuestros camaradas.
Nuestros cuerpos se endurecieron y nuestro espíritu se contagió de montaña.
Los niños saltaban al paso de los exploradores.
Descubrimos y saboreamos la tierra húmeda, casta, pantanosa, el sonido oculto y profundo de las aguas, el flujo de la mágica y misteriosa niebla, los profundos cañones que nos lanzan con su gravedad al abismo impidiendo nuestro vuelo, el lomo andino siempre infinito en formas, filos, cerros, valles, boquerones, portachuelos, fallas, colinas, farallones, sabanas, convexidades y concavidades sin fin…
Como un ave prometeica volamos en búsqueda de la utopía.
Vencimos el miedo a la libertad de sentirnos vagabundos, al laberinto del camino…
El camino nos hizo ágiles, alados, liberó nuestros pesos.
Perdimos la vida para ganar la vida.
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Fotografías de los viajeros a pie
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Un puñado de excursionistas entusiastas recorrimos parte del territorio que desde finales del siglo XVIII transitaron los colonizadores antioqueños buscando nuevas oportunidades para una vida más digna. Años más tarde, a principios del siglo XX, dos “filósofos aficionados”, Fernando González y su secretario Benjamín Correa, siguieron esas mismas huellas durante su Viaje a pie.
Este dichoso atrevimiento nos estremece en nuestra intimidad. Cada año, los “Viajeros a pie” repetimos el periplo del Brujo de Otraparte y en una misma actividad combinamos caminería literaria, lectura del paisaje, conciencia ambiental, rescate del patrimonio y economía rural.
Acompañados de un creciente número de entusiasmados lugareños, en enero de 2015 arribamos aproximadamente 40 caminantes a Manizales. Nuestro sueño es llegar finalmente hasta Buenaventura, puerto en el océano Pacífico y meta soñada de aventureros y poetas: la infinitud del mar, noches estrelladas, relámpagos en la lejanía, palmeras movidas por el viento, escenario mágico que el filósofo persiguió en su Viaje a pie.
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En Aguadas vimos un entierro…
Ilustración por Daniel Gómez Henao
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En fin, despertamos y continuamos viajando. Una pelea de perros acompañó nuestro paso por la plaza del pueblo, y luego nos perdimos a través de los predios incultos de esta tierra. Mucho tiempo anduvimos por un sendero de rumiantes, sin saber para dónde íbamos. Tampoco sabemos para dónde vamos al vivir. No era, pues, grande nuestra tristeza por estar perdidos, pues perdidos estamos desde que allá, en compañía de nuestros queridos amigos los jesuitas, no pudimos encontrar el primer principio filosófico. Cuando le decíamos al reverendo padre Quirós que cómo se comprobaba la verdad del primer principio que nos daba, nos decía: «Ese es el primero; ese no se comprueba». Desde entonces estamos perdidos. Y así como por este sendero nos guiaban las huellas de un rumiante, asimismo nos guía por la vida, impidiéndonos la pérdida absoluta, la huella que dejaron en nuestra alma de niño tres mujeres: la madre, la Hermana Belén, y tú, Margarita.
[…]
En Aguadas vimos un entierro. Ante la idea de la muerte cesa nuestro atrevimiento. Seis hombres llevaban el ataúd y ellos mismos eran el cortejo fúnebre. No había más. Lo único esencial en un entierro es el cadáver y el sepulturero. Las andas y el coche son accesorios; las lágrimas son un lujo; las mujeres enlutadas y los viejos barrigones que hablan de la brevedad de la vida, son una gloriona irónica para el muerto. La única escena de la vida en que la riqueza es una tontería sin sentido es un entierro. Ese entierro de Aguadas nos hizo experimentar el terror de la muerte porque allí no había sino el cadáver y el sepulturero. El cadáver tiene la inexpresividad absoluta; no se le puede aplicar ningún adjetivo; no está serio, ni triste, ni aburrido, ni inconforme; todas las cosas tienen un significado, menos los cadáveres. Un hombre muerto queda tan vacío que es un indicio aterrador de que su parte esencial se fue no se sabe para dónde. Este indicio es el que nos hace entrar a las iglesias, a las pagodas o a las mezquitas, a donde quiera que dicen estar el Dios escondido que tiene en su poder los destinos de eso que nos abandona con el último suspiro.
Y el cadáver pesa más; al morir nos hacemos más terrenales; nos llama más fuertemente la tierra…
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Foto por Gina Damato