Presentación
Una novela posible
—1.° de diciembre de 2021—
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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte
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Alfonso Carvajal Rueda (Cartagena, 1958) es escritor, editor y periodista. Ha publicado los libros de poesía «Un minuto de silencio» (1992) y «Memoria de la noche» (1998); las novelas «El desencantado de la eternidad» (1994; 2011), «Hábitos nocturnos» (2008; Literatura Random House, 2018), «La sonata del peregrino» (2013) y «Ruega por nosotros» (Ediciones B, 2015); y los libros de cuentos «Pequeños crímenes de amor» (Ediciones B, 2010) y «Jardines sin flores y otros relatos» (2015). Entre sus textos de no ficción se destaca «Los poetas malditos, un ensayo libre de culpa» (2000). Actualmente es columnista del periódico El Tiempo y profesor de Narrativa de la maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional.
Presentación del autor y su obra
por Pablo Montoya Campuzano.
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P, un escritor, y Alicia, una lectora apasionada, entablan una relación guiados por su amor compartido a la literatura. Por medio de una estructura polifónica y fragmentaria, el autor evoca grandes historias y figuras de la cultura universal, y deja al descubierto el panorama desolador de la realidad actual, en el que la miseria y la decadencia de la clase política hacen presencia. Una novela posible deja ver la mirada crítica de Carvajal, pero también su gran sensibilidad. En medio del paisaje apocalíptico que la permea, hay también un dejo de esperanza y la reivindicación del deseo y del quehacer artístico como motores de vida.
Los Editores
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Alfonso Carvajal Rueda
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Una novela posible
~ Fragmento ~
Iba a prender un cigarrillo cuando la vio amurada sobre la tarde. Detrás de ella, un pequeño bosque se robaba el espacio y el sol caía luego de un copioso bochorno. La vio sola, anclada en el fugaz tiempo; tenía el pelo recogido y sonrió. Esa imagen inundó el atardecer. Se levantó de las escalinatas de piedra y se dirigió hacia ella. Ella lo vio venir, presintió a un hombre mayor, con entradas amplias y una cara de niño que excitó su ensoñación. Él le dijo que era muy triste fumar un cigarrillo solo. Ella asintió. Fue la primera vez que se dijeron algo, entre un humo que envolvió sus palabras.
—¿Cómo te llamas?
—Alicia.
—¿Alicia en el país de las maravillas?
—También es el país de los horrores. ¿Y tú?
—P. ¿Qué haces?
—Soy lectora y profesora de Matemáticas. ¿Y tú?
—Escritor.
—Hmmm —dijo, y sus ojos brillaron procazmente—. En estos días terminamos de leer El hombre sin atributos de Musil.
—Terminamos… —acotó el hombre, sorprendido.
—Sí, es un taller de lectura que llevamos hace siete años.
—Pero eso es un récord Guinness —exclamó él, con algo de sarcasmo.
—Es una manera de leer con paciencia e ir reflexionando sobre una obra —respondió ella, y su voz se tornó ligeramente recia, a la defensiva.
—Paciencia requiere la lectura. Leer sin afanes, degustar las palabras, las ideas, perpetuar el lenguaje, darle vueltas, redondear las formas —se despachó el escritor.
—Algo así —dijo ella, mientras su sonrisa tajante sentenció la tarde.
De repente apareció el tema de García Márquez. El hombre aprovechó para decirle que leyó por segunda vez El otoño del patriarca y había escrito un artículo al respecto. Celebraron que era una novela verbal, sostenida en el lenguaje, que la construcción de los personajes y la trama, en medio de esa enmarañada sinfonía de imágenes y voces, era apoteósica. Él le pidió el correo electrónico para enviárselo y la invitó a la presentación, dos días después, de una novela suya sobre un sacerdote adicto al perico.
—Intrigante tema —dijo Alicia.
Esa misma noche, P le envió al correo el artículo.
—Gracias, P. Después de leer tu comentario ayer he de decir, como si tuviera algo que decir, que he gozado de su lectura y he dado gracias por lo encontrado. Creo que me volvió a conmover el final, el de Gabo y el de tu Gabo. Trataré de sacar un tiempo para asistir a la presentación de tu novela.
—Serás bienvenida.
El recinto albergaba unas veinte personas y allí, en el atrio literario, estaban P y un escritor que era conocido por su filuda lengua. Por unos ventanales inmensos entraba la tarde y se veían los árboles que nutrían el Jardín Botánico de un verdor intenso. Con atención se podía escuchar el canto sibilino de pájaros invisibles. La tarde se restaba y la temperatura amainó un poco. El hombre le preguntó a P, ¿por qué un sacerdote adicto a la cocaína? Porque era un hombre como cualquier otro, ávido de placer, le respondió. Luego de terminar un libro, le costaba trabajo justificar las fuentes de su creación. En el fondo pensaba que la obra del escritor se defendía por sí misma, un lugar común, pero suficiente para él. Tenía la sensación de que el verdadero placer y el tedio estaban en el momento de escribir la novela. Allí, en ese tiempo vivo, brotaba la hiel dulce de la creación. Más bien le habría gustado hablar cara a cara con los lectores de sus libros, eso sería más productivo y sincero. ¿Ha recibido alguna queja de la Iglesia católica por esta herejía?, arremetió el presentador. Directamente no, pero en el confesionario de sus corazones seguramente algunos sacerdotes reflexionarán que son iguales a todos los hombres. P miró al auditorio y percibió una presencia grata, que lo hizo sonrojar un poco: allá al fondo divisó a Alicia. Se sintió más tranquilo, como si una silenciosa complicidad lo acompañara. ¿El personaje del sacerdote es de la ficción o la realidad?, punzó el presentador. Es de la ficción, pero a veces me siento identificado con él, es decir, lo nutrió de su experiencia personal, interrumpió el presentador. Algo tiene de mí y yo de él. La creación es algo inconsciente y hay un trueque de papeles y obsesiones. ¿Qué piensa de Dios? Dios está a la misma distancia que estamos de él. ¿Entonces? Resuélvalo usted, mi querido presentador. P no vio a Alicia y un rapto de soledad lo embargó. Firmó algunos libros y se fue al hotel.
En la noche recibió un correo de Alicia. Escueto y esperanzador: me tuve que ir antes, estuvo usted espléndido. No lo tuteaba, pero le echaba un piropo que lo arrastró por el cielo. Eso lo alentó, y pensó que tendrían tiempo de encontrarse, pues él no viajaría a Bogotá sino hasta el domingo. Le escribió que el sábado podrían verse en la Fiesta del Libro del Jardín Botánico; ella respondió que sí y que de paso le firmara la novela. Se vieron en la mañana y recorrieron los stands de la Fiesta del Libro y se recomendaron algunas lecturas. Ella le regaló los cuentos completos de Clarice Lispector y él le obsequió Nocturno de Chile de Bolaño. P tomó fuerzas y le preguntó: ¿te gustaría salir a bailar esta noche? Sí, dijo ella; llámame a las siete que voy a estar en la Fiesta en un evento.
P asistió a la Fiesta y a las siete llamó y se fue a correo de voz. Sintió que otra vez lo iban a dejar a la intemperie, con las mujeres nunca se sabe, refunfuñó interiormente. No era la primera vez que le pasaba aquello y no iba a ser la última. Recorrió los jardines para que el tiempo corriera y aplacar la frustración. A las ocho y diez le entró una llamada. Era Alicia.
—Hola. No te pude contestar porque estaba en una presentación, pero estamos acá con unos amigos tomando cerveza, si quieres venir.
P llegó y vio a un grupo de mujeres y un hombre que lo saludaron amistosamente. Todos estaban bajo el dominio nocturno. Se sintió en un mundo extraño, desconocido. Le ofrecieron una cerveza y notó a Alicia entre tímida y emocionada. A la media hora el grupo se fue dispersando y quedaron ella, el hombre y él. Bueno, a dónde vamos, dijo Alicia. P descartó la idea de ir a bailar un guaguancó o un son apretado, pues tres no encajaban en ese escenario de intimidad. Hacía unos días había estado con unos escritores en El Guanábano, un bar en el centro de Medellín donde se podía escuchar música, conversar y vaciar algunos tragos. La idea tuvo su efecto y se enrumbaron en un taxi hacia el centro. Quién sería el hombre que los acompañaba, pensó P en el trayecto. Se acomodaron en una mesa que da al parque de los Periodistas, también conocido como El Guanábano, rodeado de bares, del humo prolífico y del penetrante olor de la marihuana… P pidió whisky y ellos cerveza. Llevaba diez días en la ciudad y quería liberarse esa noche; la conversación giró en torno a libros, a las actividades de esos días en la Fiesta, y de un momento a otro, el hombre dijo algo que cortó la noche, un sacudón, una confesión a destiempo: «Alicia y yo vivimos nueve años juntos y hace tres nos separamos». P mantuvo la respiración, Alicia enrojeció y sus ojos hermosos crecieron de rabia: «Mirá, a mí no me gusta que hagan un libreto de mi vida». Un silencio largo rondó el ambiente. P pidió otro whisky y dos cervezas. El hombre, el exmarido, terminó la cerveza y se esfumó del lugar sin estruendo. Quedaron Alicia y P. Qué soledad tan ruidosa. Afuera la algarabía se oía como una multitud sin rostro. P, atónito, y Alicia, serena y férrea. Sorbió un whisky y miró la belleza de su rostro, sus labios carnosos, sus ojos cafés fijos en él, y le robó un beso que abrió una puerta entre ellos y una sonrisa. Dos desconocidos se habían liberado de sí mismos.
Fuente:
Carvajal, Alfonso. Una novela posible. Literatura Penguin Random House, Bogotá, 2021.