Presentación

Una lúcida locura

—27 de junio de 2024—

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Francisco Mejía (Medellín) es arquitecto de la Universidad Nacional de Colombia y artista plástico de la Escuela de Ulm (HFG – Hochschule für Gestaltung) en Alemania, país en donde además perteneció a la Asociación de Artistas de Bremen (BBK – Bremer Verband Bildende Künstler) y a la «Galería del Oeste» (GaDeWe – Galerie des Westens), conformada por un grupo de artistas vanguardistas. Su proyecto pictórico «Hombre y Bestia» fue llevado al teatro en 1991 y obtuvo premio y financiación. En 2006 fundó «Caravana de colores», movimiento de artistas independientes del oriente antioqueño, y en 2015, luego de un accidente que comprometió su visión, pintó con palabras «Naufragio en la tarde de los ojos tristes». Otros libros suyos son «Raciones de un viaje a un inmenso río» (poesía, 2018), «Fantasmas de hojalata» (poesía, 2020), «Palimpsestos de cristal» (poesía, 2021), «La muerte también es rosa» (novela, 2022) y «Una lúcida locura» (poesía, 2023). Ha participado en diversos festivales literarios y desde 2019 es miembro del Taller Literario MECA (Escritores y Artistas de Medellín), dirigido por el poeta Raúl Henao.

Presentación del autor y su obra
por Óscar Jairo González Hernández.

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Nada que no sea de la naturaleza de la poesía, podría ser escrito si el poeta no tiene una naturaleza en la que se hace mover. Movimiento en el tiempo y en el espacio de su poética. Indelebles se mantendrán, lo que llamamos: escritura y escrito, en este libro: Una lúcida locura. Hijo de su tiempo. De quien nos dice como poeta: Soy insiliado,/mí patria son mis huellas hondas/que perviven en el camino […]. («Providencia de la carne»).

Destino de la crisis, en medio de la crítica, donde la ironía se desnuda en su hermosa obscenidad.

Y en ese drama teatral (de la poesía), decide exhibir lo que está oculto. Decide ser insolente en la exhibición de sí mismo o de otro, que lo contiene o no, que lo provoca o no, desde la intensidad de una, lo que podríamos llamar, una estética (ethos) de la insolencia, del sexo perturbado y perturbador que lo extasía. Es un libro que se queda hermosamente sostenido en medio de una tormenta zodiacal de un extraño «bosque sacrílego», como en la obra de Jean Pierre Duprey. Y así, el coragyps, o sea, el poeta Francisco Mejía, en su máscara o no, realiza sus visiones, les da movimiento, les da vida y muerte, porque él es un esteta de la insolencia, de su usía y su manía, en su máscara-cráneo, en la densidad del vértigo, y en el continuum de lo vertiginoso.

Teatro de los sentidos es lo que tenemos, pues, ante nosotros, como Una lúcida locura.

Oscar Jairo González Hernández

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Francisco Mejía

Francisco Mejía

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Danza de luna negra

Es necesario conocer la verdadera
nada deshilada, la que ya no tiene órgano.

Antonin Artaud

Espero y espero,
a los demiurgos afantasmados que vienen a tocar mi puerta, con el propósito de un diálogo revitalizado de presente, en cofradía de los fantasmas domésticos y todo aquel homúnculo que nos habite.

Ellos son el silencio fúrico de las páginas doradas, el impulso incontenible del adentro.

Allí confluyeron, también, las ocultas oralidades: la revelación circunstancial del tiempo y los pasados transcritos al idioma de los estallidos, porque somos campanas tiznadas con el hollín de múltiples cremaciones, en un mestizaje ceniciento de palabras.

Y así añoro, y sigo esperando, la convivencia y el silencio enamorado…

Aquella música frugal desposeída de castigos, ablución curativa, lejía de tiempo presente, pretéritas sensaciones, y epifanías hasta el eco oceánico de un caracol de barro.

Los versos no son discursivos, son sublimadas palabras restañadas, meteoritos que no se difuminan en la atmósfera del pensamiento, imágenes que caen acrisoladas y enteras, trasegar continuo, mundo fascinante de las sombras y las romerías.

Buscamos vestigios en otras tribus: el proscrito eslabón del hueso, y la cachetada correctora a la mirada fija, bien sea ya por una hoja, o por la mismísima costumbre que domestica el ímpetu animoso que fulgura la sorpresa.

Sabemos que la vida no es la esperanza, sino los estallidos indistintos del camino.

Los senderos tampoco son las tribulaciones del andar, ni el cordón umbilical desatado bruscamente; quizá un cantar más allá de la lluvia y del extinto maderamen que todavía ulula atrás en la montaña.

Los cielos fulgurantes, y los hilos que nos atan al encierro que habitamos, son los paliativos, para la permanencia en esta inmanente nada, aurora del principio, del amor y la tragedia.

Y sigo esperando, musgoso y anheloso, bajo esta lluvia incesante…

Y tocamos uno a uno los espejos húmedos de la noche, los resplandores presumidos y craquelados, traídos por los pájaros del agua, al preludio final, para la gran danza con las aves de la «luna negra».

Sentado aún sobre la piedra, hierático y resiliente como una estatua en un territorio arcano, espero y espero…

Mientras tanto, hilaré un tramado con la rueca de fibras invisibles, y me levantaré con el huso en la mano a jugar en algún rincón del bosque para hacer presencia en el pueblo de la infancia: continente de muchas manos y de caricias emplazadas en el campanario de aquel patio de palomas negras, frente al atrio, al costado de la fuente.

Entonces, encontraré la otra lluvia para escamparme en los ramajes, entre las gotas minúsculas de la bruma, detener las nubes, los pájaros, el viento y las mariposas nacaradas, que dejan sus espejos olvidados en el fondo de las aguas y, hasta el universo, con el solo destello deslumbrante de una imagen.

Como palimpsestos de cristal, construir más allá de las banderas rojas un albergue iconoclasta con postigos de infinito, horizontes inamovibles de justicia, hasta la montaña anhelosa de la piedra.

Y contiguo a la casa, a su costado, en el abismo, un corral de estrellas que albergue la pureza acrisolada del silencio enamorado.

Los medulosos huesos huirán despavoridos y desparramados por ríos y caminos, preguntándose por el óseo baile hospitalario del palabrero, en «El carnaval del plenilunio».

Los anfitriones fueron la culebra, y el instinto bosquimano de los hombres que saborearon los instintos con la punta de la lengua…

Y danzamos incansablemente como locos, hasta el puerto en lontananza de la risa y la tragedia, como el río de piedras misteriosas que corría tormentoso chocando sus escombros contra todo y contra nada.

Fuente:

Mejía, Francisco. Una lúcida locura. Todográficas Ltda., Medellín, noviembre de 2023.

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Harapos de la constumbre
Ilustración © Francisco Mejía

En los aposentos del silencio
un huerto,
oculto,
un espartajo viste
los trágicos harapos de su costumbre.