Presentación

Una brevedad
que tiembla

—19 de noviembre de 2024—

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Carlos Andrés Jaramillo (Medellín, 1986) (@_silere) es poeta, narrador y filósofo con estudios en Historia del Arte. Ha publicado «Extinciones» (2015), «Toda la soledad que era mía» (2017), «Lo callado» (2019), «Al morir las cosas» (2020), «Una herida interminable» (2022) y «Una brevedad que tiembla» (2024). En 2022 obtuvo el premio Young Pioneer Poet, otorgado por el Festival Internacional de Poesía de Boao en la República Popular China, y en 2023 ocupó el segundo lugar en el Premio Nacional de Libro de Cuentos Julio Paredes de IDARTES en Bogotá. Así mismo, ha sido ganador de la beca para la publicación de obras inéditas del Ministerio de Cultura de Colombia (2022) y de la convocatoria Estímulos al Talento Creativo de la Gobernación de Antioquia para la publicación de libros (2014, 2017, 2020, 2024). Artículos suyos de crítica literaria han aparecido en revistas y periódicos de circulación nacional e internacional. El libro «Lo callado» obtuvo el IV Premio de Poesía Joven del Festival Internacional de Poesía de Medellín (2015) y una mención especial del Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero de Ecuador (2016). Su poesía ha sido parcialmente traducida al inglés, francés, italiano, chino, ruso y húngaro. Ha sido jurado en diversos premios nacionales e internacionales de poesía y fue coordinador durante dos años de la Escuela Internacional de Poesía en el Festival Internacional de poesía de Medellín. Actualmente se desempeña como docente de escritura y teoría poética.

Presentación del autor y su obra por el poeta Luis Arturo Restrepo con el acompañamiento musical de la violinista Daniela Trujillo.

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Si me preguntaran qué es la vida humana, respondería: una brevedad que tiembla, un miedo que palpita. Algo pequeño y expuesto, que opone todo cuanto es, su minúscula nada, a la codicia de la muerte, esa coleccionista de huesos.

Este conjunto de relatos no debería resultar únicamente doloroso si conseguimos escuchar en ellos el latido, la tímida espera, el anhelo de supervivencia. Después de todo, sólo muere lo que ha vivido, lo que ha amado y que, por amar, puede morir en estas muertes ajenas.

Carlos Andrés Jaramillo

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Carlos Andrés Jaramillo

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Las dos soledades

~ Fragmento ~

Esta mañana he llorado junto al cadáver de un perro. No está bien llorar por los animales cuando alrededor está muriendo tanta gente. Pero ya no soy dueño de lo que siento. Lo vi tirado en el mercado, con las costillas marcadas por el hambre, y un llanto, quién sabe durante cuánto tiempo guardado, ha terminado por desbordarme. Y ha sido tan inesperado, tan abundante, que he tenido que sentarme al lado del cadáver.

–¿Por qué lloras? –me preguntó una vieja con un pañuelo anudado en la cabeza–. ¿Te recuerda a tu hijita? –Le respondí que no. Que no tenía hijos.

–¿Entonces por qué lloras? –insistió.

No lo sé. Quiero decirle que no lo sé. Pero estoy embrutecido. No sé por qué lloro. No puedo ni quiero explicarme. Lloro con fuerza, como si hubiera perdido a alguien muy cercano a mí. Estoy mareado. La cabeza me da vueltas como a los animales que, antes de morir, parecen en trance. Puede ser el hambre. No lo sé. O el dolor. He visto hombres perder la cordura cuando el dolor los sobrepasa. Veo en lo que se ha convertido el pueblo. Veo a la gente que se reúne alrededor. Todos están sucios, lisiados o tan flacos como el animal que yace a mis pies.

–¿Es que acaso no lo ven? –les pregunto.

Pero no lo ven, aunque quisieran. Necesitan sobrevivir. Nadie tiene ojos para el cadáver de un animal cuando también ellos tienen hambre. Necesitan prestar atención para no morir. Alguien me acusa con desprecio de estar ebrio. Otro, condescendiente, cree que he perdido la razón. Pero nada de ello es cierto. ¿De dónde iba a sacar el dinero para embriagarme? Apenas logro comer. Cada día me veo más delgado en el espejo. Antes me daba vergüenza que mi cara demasiado delgada me diera el aspecto de un pájaro. Hoy he descubierto que me parecía a un perro. Solo me faltan las orejas. Eso es. Soy como un perro que alguien patea cuando se acerca con hambre. Un animal que debe robar para comer, que se pelea con otros en el mercado y que un buen día es aplastado por un coche que ni siquiera se detiene para auxiliarlo porque no lo merece. Uno más entre las decenas de perros que revientan diariamente. Un perro al que alguien le ha cortado las orejas, igual que a otros les cortan el rabo, únicamente por crueldad. ¿Comprenden hasta dónde nos hemos despojado de nuestra humanidad? Pronto, si no nos matan o si el hambre no cumple su cometido, estaremos andando en cuatro patas, rebuscando comida en los basureros de los cuarteles o devorándonos mutuamente.

Y el animal sigue ahí, en el suelo. Sin nadie que lo vea. Sin que a una sola persona le resulte extraño que nadie llore por un animal que se ha muerto de hambre. Lloro. El animal ya ni siquiera hiede. Es una carroña inolora que ha estado quién sabe cuántos días a la intemperie. Ahora no es más que una piel seca sobre la tierra. Es mucho más de lo que podría decir de algunos cuerpos humanos que apestan durante semanas en los campos alrededor de la ciudad, donde los ejércitos de carniceros se citan para despedazarse entre ellos. Pero no lloro únicamente por egoísmo, porque me reconozco en el perro. Lloro sobre todo por él mismo, por lo penosa que ha sido su vida. Otro de los espectadores me pregunta:

–¿Por qué no lloras por la gente, en lugar de hacerlo por un perro?

–Ahora sé que lloro por todos nosotros –le respondo.

Aun por los que están vivos y deben vivir con los muertos, sabiendo que pronto se unirán a ellos. Los guardias del mercado se abren paso a golpes entre la multitud.

–¿Qué te ocurre? –preguntan. No puedo repetir todo lo que he dicho hasta ahora.

–Me ocurre todo –contesto llorando.

El que está al mando de la cuadrilla me mira mal.

–Conozco a los animales como tú –dice. Ordena levantar al perro. Traen rápidamente una pala y un sesto de basura al que le han puesto ruedas.

–¿A cuál de los dos? –pregunta una voz, que el otro ignora. Clavan la pala en el suelo. Me parece que se la han clavado en las costillas al perro. Aun así, lo levantan. Veo que el animal se dobla. La cabeza y la cola penden desmadejadas del cuerpo. La visión termina por romperme el corazón. Contraigo el rostro en una mueca de dolor y comienzo a llorar de nuevo. Alguien grita que debo tener rabia. Es la única forma en que la gente ve a los perros, cuando son una amenaza. Rabia. Sí. Me consume la rabia. Debería morir apaleado como los perros cuando muerden a todo el que está delante de ellos. Quiero gritar y morderlos.

–Está llorando, si tuviera rabia no podría tocar ni siquiera el agua –explica alguien compasivo.

–No importa –responden–. No importa.

Cuando un guardia me arrastra, me resisto, me contorsiono. En mi cara es evidente la rabia. La multitud, asustada, se abalanza contra mí. Sólo veo sus zapatos. Por fin me he convertido para ellos en un perro. No sé dónde estoy ahora. Está oscuro. La superficie donde se posa mi cuerpo dolorido es dura. Siento el rostro hinchado y que mi boca y mi frente gotean. No creo que sea un hospital. No hay médicos que sepan curar el hambre.

Fuente:

Jaramillo Gómez, Carlos Andrés. Una brevedad que tiembla. Sílaba Editores, Medellín, 2024.

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Libro ganador de la Convocatoria de Estímulos en la categoría «Narrar para contar» del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia 2024.