Presentación
Un Robinson cercano
Diez ensayos sobre
literatura francesa
del siglo XX
—Mayo 23 de 2013—
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Pablo Montoya Campuzano (Barrancabermeja, 1963) realizó estudios en la Escuela Superior de Música de Tunja, es licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Santo Tomás de Aquino de Bogotá e hizo la maestría y el doctorado en Literatura Latinoamericana en París (Universidad Sorbonne Nouvelle Paris 3). Ha sido profesor invitado en las universidades EAFIT, Sorbonne Nouvelle-Paris 3 y Mar del Plata. Ha publicado los libros de relatos “Cuentos de Niquía” (1996), “La sinfónica y otros cuentos musicales” (1997), “Habitantes” (1999), “Razia” (2001), “Réquiem por un fantasma” (2006), “El beso de la noche” (2010) y “Adiós a los próceres” (2010); los libros de prosas poéticas “Viajeros” (1999, 2011), “Cuaderno de París” (2006), “Trazos” (2007) y “Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto” (2009); los libros de ensayos “Música de pájaros” (2005) y “Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso” (2009), “Un Robinson cercano, diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX” (2013) y “La música en la obra de Alejo Carpentier” (2013); y las novelas “La sed del ojo” (2004), “Lejos de Roma” (2008) y “Los derrotados (2012)”.
En 1993 obtuvo el primer premio del Concurso Nacional de Cuento “Germán Vargas”, el Centro Nacional del Libro de Francia le otorgó en 1999 una beca para escritores extranjeros por su libro “Viajeros”, el libro “Habitantes” ganó en 2000 el premio Autores Antioqueños, “Réquiem por un fantasma” fue premiado por la Alcaldía de Medellín en 2005, ganó la beca de creación artística en cuento de la Alcaldía de Medellín en 2007, recibió la beca de investigación en literatura otorgada por el Ministerio de Cultura en 2008 y en 2012 la de novela de la Alcaldía de Medellín. Ha participado en diferentes antologías de cuento y poesía colombiana y latinoamericana. Sus artículos y traducciones de escritores franceses y africanos para diferentes revistas de América Latina y Europa versan sobre temas relacionados con la música, la pintura, el cine y la literatura. Actualmente reside en Medellín, donde es profesor de Literatura de la Universidad de Antioquia y escritor asociado de la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa (Relata) del Ministerio de Cultura de Colombia.
Presentación del autor
por Lucas Cadavid
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Pablo Montoya es una de las voces más singulares de la actual literatura Colombiana. Su obra es un sabio crisol en el que se conjugan de manera fecunda y auténtica la pintura, la música y la historia. Contrariando los reclamos consumistas del barullo editorial, sus libros han empezado a suscitar un profundo interés entre quienes soslayan los clichés que impone el esnobismo literario. Leer sus obras es asistir a una exploración a las secretas aristas del trajín de los hombres, que sólo la poesía advierte.
Que la literatura es ante todo ritmo, tono, sonoridad, y que no son los temas ni los géneros los que valen en sí mismos, sino la manera de abordarlos, son dos premisas que animan desde siempre la obra de Pablo Montoya. Músico, novelista, traductor, ensayista, poeta, cuentista, crítico literario, Pablo Montoya es, ante todo, un viajero: el que siguió los pasos de Ovidio en el destierro y pintó la desgracia de los próceres colombianos; el que recreó el nacimiento de la fotografía erótica en Francia y el trágico destino del sabio Caldas; el que estudió la novela histórica en Colombia y describió los besos de la noche en Medellín; el que analizó la música en Carpentier y la pintura luminosa de Giotto; el que escribió sobre Céline y sobre Vallejo; el del cuaderno de París y los cuentos de Niquía. Es difícil encontrar una obra tan diversa entre los escritores colombianos de hoy. Y no es fácil encontrar, por otra parte, una escritura que se parezca tanto a sí misma, que sea tan fiel a la obsesión estilística de su autor, que busque con tanta decisión el propósito de escribir para el oído del lector.
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Pablo Montoya Campuzano
Foto por Adriana Agudelo
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Un Robinson cercano
—Fragmento—
Michel Houellebecq
Consideraciones sobre el tedio
1
El tedio es una secreción de la opulencia. Se extiende como una llaga frívola en las mansiones de la burguesía. Planea, oneroso, en los burócratas de los estados socialistas. No hay consumo posible que pueda desalojarlo de los recientes tiempos liberales. El tedio, esa terrible exquisitez, poco tiene que ver con la pobreza material y la precariedad de los espíritus. Roe, incansable, el alma de los pudientes y los ociosos. Hay un paradigma inolvidable del tedio en el Cándido de Voltaire. El noble veneciano Pococuranté que, rodeado de muchachas graciosas, cuadros bellos, música amena, excelentes manjares y gran literatura, se ahoga en un aburrimiento insondable. Flaubert, que conoció bien las ásperas sinuosidades de la insatisfacción, decía que esas cuatro páginas del Cándido son una de las maravillas de la prosa y la culminación de casi un siglo de esfuerzos literarios. Pero es Baudelaire el que mejor dibujó las facciones del tedio. Las flores del mal inician con un bostezo monstruoso que devora todo el universo. Criatura delicada aunque terrible, el tedio de Baudelaire tiene sin embargo, a diferencia del de Pococuranté, una inclinación por el disfrute estético. Entre lo transitorio y la eternidad está el arte, propone el autor de El spleen de París. Pero sobre los tres planea, férreo, asfixiante, demoledor, el tedio con su sombra.
En los ámbitos de esta asfixia puede existir el pálpito de una intuición. Y, al mismo tiempo, una suerte de sospecha de que luces así no sirven para dilucidar nada. Aunque Paul Valéry asegura que este hastío de vivir sirve de algo. Ayuda a que se mire con claridad la existencia en su completa desnudez. Lo cual equivale a decir que gracias a él vemos las cosas tales como son. Vacuidad que el burgués olvida con sus ruidosas fiestas familiares y sus pasatiempos triviales. En paradojas de este tipo, el tedio gusta devorarse a sí mismo y nos devora con minucia. Y es así que desde las inmensas riberas del tedio se levanta una reflexión que termina por volverse esperanza. Esperanza que no es más que una de las maneras tras la cual se esconde el lúcido hartazgo de sentir que estamos vivos. De la lenta masticación del hastío las letras están llenas de metáforas y símiles igualmente exhaustos. En realidad, la literatura ha comprendido el tedio como una indigestión espiritual que paraliza frente a cualquier intento de liberación. El mismo Valéry pone en boca de su Sócrates una sentencia inquietante: “La opulencia paraliza”. Pero es el tedio, escoria del confort, lo que en verdad detiene al borde de todos los abismos, evitando que el suicidio sea una real evidencia. En esta serie de definiciones, sin embargo, no hay más que una atractiva red de artificios. Los escritores franceses, desde Pascal hasta Cioran, han querido hacer de ella como una quimera literaria. Michel Houellebcq, a su modo, continúa esta tradición fatigante.
En su primera novela, Ampliación del campo de batalla, se pone freno a la idea de que la escritura es un ensalmo contra el tedio. Dice el empleado informático de la obra que la escritura no alivia. Tan solo retarda, delimita, introduce una sospecha de coherencia en horizontes condenados a la desolación. Pero es verdad que la escritura puede entenderse también como un remedio para exorcizar los demonios del hastío. Se trata, entonces, de escribir para no sucumbir. De escribir para declarar la guerra a todo lo aborrecible. Vladimir Maiakovski decía, en medio del júbilo revolucionario bolchevique, que su trabajo fundamental era la injuria y el sarcasmo contra toda injusticia. Rimbaud proponía algo parecido a finales del siglo xix: una educación poética a partir del desborde de los sentidos. En tal aniquilamiento insensato, el poeta avanza y el poema asume su belleza espantosa. Porque es en la experiencia del exceso donde la escritura logra una de sus plenitudes. En Una temporada en el infierno no se alude, por supuesto, a una escritura que aligere. Ante la comodidad hipócrita del burgués, la única senda para el poeta es, según Rimbaud, escribir desde el estrago y el grito. Por ello, el tedio tiene acaso una significación sorpresiva en el rebelde de Charleroi: está asociado a la rabia. Es un tedio que tiene el mismo impulso de esas acciones límites que el autor de La carta al vidente aconseja para favorecer el crecimiento del arte. Cuando la vida se vuelve una farsa continua, cargada en las espaldas de todos los hombres, el tedio debe levantarse como una fuerza transgresora. Habrá que comerlo y digerirlo para vomitarlo sin compasión sobre esa ecuanimidad resignada que el dios católico otorga a los hombres de buena voluntad. Es un tedio parecido, quizás, al que invade al personaje de la novela de Houellebecq. Pero hay una diferencia. Si el sujeto de Rimbaud es un animal herido que salta en medio del desdén, horrorizado por la patria y las virtudes de sus ciudadanos, el empleado de Houellebecq se pasea cansado, bosteza, vomita, se masturba por entre el falso esplendor de la nueva Europa. Ambos escritores están acorralados por el tedio. Al primero, lo sacude con violencia. Al segundo, lo paraliza. En los dos, en todo caso, la felicidad, tan pregonada por sus sociedades, es imposible de conquistar.
Fuente:
Montoya Campuzano, Pablo. Un Robinson cercano. Fondo Editorial Eafit, Medellín, 2013.