Presentación
Trisagium Mortis
Tres pasajes al más allá
—Abril 30 de 2013—
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Blanca Irene Arbeláez Ulloa (Alcalá, Valle, 1962) presentó su primera novela “El primer amor nunca se olvida” (Book Press, segunda edición) en New York Book Fair (2010), Casa museo Otraparte (2010) y Feria del Libro de Bogotá (2011). Ha publicado además “Cómo debemos morir” (Book Press, New York, 2012 / Artgerust, Madrid, 2012) y “Trisagium Mortis” (Artgerust, 2013), su nueva novela. Tiene en preparación un poemario y “Las carangas resucitadas”. Su labor en el campo de la asistencia y acompañamiento de enfermos terminales en los últimos años le brindó la oportunidad de escribir su libro en torno a la experiencia de la muerte y la enfermedad, basada en sus propias observaciones y en la información médica disponible, una temática que a veces se relega al campo propiamente especializado en nuestra sociedad. Reside en Nueva York desde la década de 1980.
Presentación de la autora
por Pedro Arturo Estrada
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Que un hombre y una mujer se encuentren en el más allá y que entre ellos surja el amor que antes —cuando vivían en la Tierra— no pudieron ver realizado, es el comienzo de una historia realmente original. Una historia donde se mezcla el más cotidiano realismo a la más exaltada imaginación. Blanca Irene Arbeláez, escritora colombiana radicada hace años en Nueva York, nos entrega esta vez una obra ya característica en ella en relación con el tema siempre difícil de la muerte. Sin embargo, ya no se trata del análisis pormenorizado de esta experiencia desde el punto de vista clínico o científico, como lo hizo en su obra anterior Cómo debemos morir, sino también desde lo fantástico, lo imaginario puro y aún lo filosófico. A través de un lenguaje en principio sumamente claro y sencillo, Blanca Irene logra introducirnos en una atmósfera de misterio, y a veces de nostalgias románticas con indudable fuerza y ascendencia sobre el lector. La autora, valiéndose de los recursos tradicionales del buen narrar, incluso emparentándose con las grandes historias clásicas de la humanidad, como aquellas que nos hablan de los viajes al inframundo, desde Virgilio a Dante Alighieri, Cervantes o Swift, hasta el mismo Juan Rulfo, logra transmitir con verosimilitud y gracia las incidencias de un ascenso al cielo y luego las aventuras de un descenso a los infiernos, como quien nos cuenta un sueño del cual no se ha despertado completamente. Un argumento muy atractivo pero también no exento de desafíos cuando lo que está diciéndonos, precisamente, se sitúa en el ámbito de lo inverificable, lo onírico, lo puramente fantástico a lo largo de las 170 páginas que esta bella edición de la editorial española Argerust nos presenta.
Trisagium mortis es un título llamativo y convenientemente lóbrego que suscita gran impresión, la misma que, no obstante, vamos empezando a aligerar a medida que disfrutamos de los apuntes graciosos que por momentos los personajes van intercambiando entre sí, y las inesperadas situaciones que atraviesan. Hay en este libro una atmósfera agradable, pese a desarrollarse en lugares insólitos, que nos recuerda mucho cierta literatura tradicional que antes se motejó de costumbrista, por lo que tiene de remembranza, de evocación y, sobre todo, de usos del lenguaje vernáculo. A pesar de esto, la obra supera el esquematismo fácil y podemos apreciarla también en muchos otros aspectos.
Libro que se disfruta y nos invita a examinar nuestra propia conciencia respecto a conceptos, ideas, mitos y posiciones morales heredadas, inclusive revisarnos, sin entrar necesariamente en polémicas religiosas, políticas o ideológicas, frente a conceptos como el de la culpa, el castigo, la moral, la prohibición, la venganza, la justicia, la corrupción, el perdón. Es el lector quien finalmente sabrá juzgar para sí lo que Trisagium mortis puede o no dejarle después de una lectura por lo menos sí deliciosa, irreverente y, a veces, matizada por la poesía y la reflexión profunda.
Bruno Salomón
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Blanca Irene Arbeláez
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Trisagium Mortis
—Fragmento—
Por Blanca Irene Arbeláez
Las fotos sepias pegadas de la pared parecen hablarme. Hay fotos de todos: mis abuelos sentados con sus vestidos de la década de los 40, la primera comunión de mis hermanos y la mía. Me veo con un pantalón que me llegaba hasta la cintura y con el corte “Humbertico”, con ese mechoncito en la frente que no me gustaba para nada. También está la foto de mi madre sentada en una banquita destartalada ordeñando su primera vaquita, ella tan bella con sus trenzas largas y doradas. Así mismo una foto de una prima que me gustaba mucho cuando estudiábamos juntos y éramos cómplices en las maldades que les hacíamos a los demás niños. Pero la mejor es la foto de Rosario cuando éramos novios, sentada junto a un laguito, allí donde solía visitarla para acariciarla y meter mi mano hasta tantear esa orquídea oculta bajo su vestido. Cuántas veces quise despetalar esa flor antes de casarme, pero ella no me lo permitió. Sin duda que era toda una señorita de buena familia, de modales exquisitos aunque con los deseos ya a punto. Era bellísima, delgada pero esbelta, con sus cabellos negros llegándole hasta las nalgas. Recatada para vestirse, se veía siempre fresca y rozagante. Observo con detalle la foto de mi matrimonio, en ese entonces recién cumplía mis veintitrés años. Rosario sólo tenía dieciocho. Con el tiempo las fotos, igual que las personas, se van ajando. Ella aún está hermosa y conservada; lástima que el amor se ha escapado por la ventana, como el humo de un cigarrillo. Nuestro matrimonio, al igual que un chicle, se ha vuelto insípido y fastidioso. Aquella orquídea, más pronto de lo que imagino, será de otro que se deleitará con su suavidad y aroma. Ella, como la alondra, volará hacia otros rumbos, ya libre de mí y sueltas por completo las alitas encontrará el destino feliz que merece. Por el momento, aunque dormimos juntos, la monotonía de la rutina y la frialdad empiezan a congelarme el corazón. Discutimos muchas veces y en apariencia arreglamos los asuntos bajo las cobijas, pero no es ya suficiente. Todo entre nosotros ha muerto. Examino mis acciones y comportamientos con mi familia y amigos, y aunque no soy un ser religioso, ni me mantengo lamiendo ladrillo de iglesia cada ocho días, ni comulgo ni me confieso desde que me casé, creo que he sido un buen cristiano, y reconozco que debe haber un poder superior que gobierna la vida. Les sirvo a mis vecinos con lo que puedo, me saco el bocado de la boca para dárselo a quien lo necesite. No albergo sentimientos de envidia ni odio hacia nadie, pero no quiere decir tampoco que sea yo un pendejo que se la deje montar de cualquiera. Y después de todo, también he sido un marido cumplidor con Rosario, así se haya acabado la pimienta, como dije. Igual lo he sido como papá y también como patrón: pago a los peones un tantito más al escondido de mi hermana, que es capaz de morirse joven por ahorrar tiempo. En fin, pienso que al cabo de todo esto, soy lo que se dice “un buen muerto”, y es muy probable que San Pedro me abra la puerta del cielo. No soy tan mala persona, todo el mundo lo reconoce; y razones no les faltan. De pronto el viento ha empezado a arrastrar nubes a lo largo de las montañas y empuja tan fuerte que amenaza con arrancar el árbol del centro del patio de la vieja casona. Los relámpagos, reflejos de una electricidad que utilizaría el mundo en siete años, iluminan mi habitación mientras las mujeres, sobrecogidas, lloran y se estremecen. Entre ellas se consuelan rezando con la camándula en la mano. Roxana, mi hermana mayor, se levanta del viejo sofá, acompañada por una de las vecinas que están aquí esta noche. Entran hasta la cocina y queman un ramo de pascua, invocando a Santa Bárbara, patrona de las tormentas: “Ay, Santa Bárbara bendita / que trae el sol y el trueno quita…”. Coge del fogón de leña un puñado de pavesa tibia, y apurada, sale al patio para hacer una cruz de ceniza porque dicen que con eso se apaciguan las tempestades: “Virgen de la bella madre mía, / madre del santísimo Dios, / un fuerte viento me alcanzó, / en el medio nomás de un campo verde / y cuando invoqué tu nombre, / ahí nomás paró”. Pero la noche, tenebrosa como está, no da muestras de serenarse, es un velo negro sin lentejuelas. No hay un solo resplandor en el firmamento y la luna, si la había, ha huido al otro lado del mundo como alma en pena. Hasta los grillos enmudecieron definitivamente…
Fuente:
Arbeláez, Blanca Irene. Trisagium Mortis. Editorial Artgerust, Madrid, 2013.
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