Presentación
Suenan voces
—Mayo 27 de 2010—
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Presentación de la Antología “Suenan voces” de la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa III. Relata es un programa promovido por el Ministerio de Cultura en alianza con la Corporación Fernando González – Otraparte, con el apoyo de las secretarías e institutos departamentales de cultura, la Red Nacional de Bibliotecas Públicas y el Banco de la República. El objetivo general de los talleres y de la red es el de diseñar e implementar estrategias para estimular la lectura crítica y la cualificación de la producción literaria en las diversas regiones de Colombia, impulsando además la integración, circulación y divulgación de nuevos autores. Los talleres buscan reflejar la diversidad étnica, cultural y geográfica del país, y sus programas construyen las bases del oficio del escritor.
Con la participación de los escritores Andrés García, Luis Carlos
Bonilla, Luis Fernando Macías y María Isabel González.Nos acompañarán igualmente las representantes del Ministerio de Cultura: Melba
Escobar de Nogales, Coordinadora de Literatura, Patricia Miranda, Coordinadora RELATA, y Clarisa Ruíz Correal, Directora de Artes.
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Escribir es mucho más que redactar, es construir un mundo con palabras que hablan desde nuestro espíritu, nuestros deseos y nuestras pasiones. Esta necesidad de expresión es compartida por todos en la búsqueda de una voz propia que nos permita comunicarnos.
Un taller de escritura creativa es un laboratorio de país, un espacio de interacción y diálogo donde tienen lugar la lectura crítica de textos literarios, la escritura particular y auténtica de cada uno de sus participantes y la discusión sobre lo que otros han aprendido del oficio de escribir.
Suenan voces es una muestra del país oculto que se teje en los talleres de Relata desde la selva hasta la Guajira pasando por las grandes ciudades, un país que se cuenta a sí mismo para ser un antídoto para el olvido y un espacio que le dé voz a quienes no la han tenido.
Paula Marcela Moreno Zapata
Ministra de Cultura
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El criterio fundamental que guió la presente propuesta fue, como lo ha sido también en las anteriores antologías, el de buscar en cada uno y en todos los textos escogidos (con un total de treinta y uno, entre cuentos y crónicas) la calidad literaria suficiente para formar parte de un libro. Calidad entendida como la suma de ciertas condiciones mínimas como respuesta a la convocatoria hecha por parte de Relata a los talleres: habilidad para crear atmósferas, para construir personajes sólidos y creíbles, para elaborar y proponer tramas atractivas con argumentos divertidos o desconcertantes, todo sustentado, obviamente, sobre un trabajo dirigido no sólo a las posibilidades espontáneas de la imaginación, sino también en el buen manejo del lenguaje, en el conocimiento elemental de los recursos técnicos narrativos, tanto dramáticos como retóricos, desde la simple ortografía hasta la estructura de los diálogos o el posible sentido estético de una descripción. Condiciones que, al fin y al cabo, formarían parte de la esencia de un verdadero taller de escritura creativa. No de otra forma, además, se podría sacar a la luz y entregarles a los lectores las voces de otros que también tienen una historia para contar.
Julio Paredes
Selección y edición de textos
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Las palabrasIban asomando las palabras Proyectaban en el aire Unas gritaban a voz en cuello Se ramificaban dentro de ellas Y Luis Vidales |
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Eterno silencio
Por Diógenes Díaz Carabalí
Popayán
Para Horacio Benavides
A mi padre le daba por permanecer callado durante mucho tiempo. No había acontecimiento, aunque extraordinario, capaz de hacerlo salir de su mutismo. Se sumía en un silencio tranquilo, que no parecía tener significado; sin embargo, enseñaba que hacía parte del todo, como para dejar espacio a las cosas y los animales.
Uno de sus prolongados silencios ocurrió cuando lo acompañé en una diligencia a un pueblo cercano. Como no había paso para vehículos teníamos que trasladarnos a lomo de caballo: recorreríamos terrenos planos, después montañas, el día entero sobre las alturas de los Andes. Si salíamos a las cinco de la mañana podríamos arribar a Santa Marta a eso de las seis de la tarde.
Era un viernes con mañana fresca; la brisa, presente en otras ocasiones, ahora no estaba. Cerca de nuestra casa escuchábamos el sonido lívido de una fuente; había un lucero grande, titilante, en la cumbrera del cielo; y en el horizonte se notaban los resplandores de una aurora vertiginosa: comenzaba a clarear. Sobre la cabeza de la silla él acomodó un morral que le entregó mi madre con las provisiones: el avío y algo de ropa. Y sobre el anca, un par de ruanas, aunque confiaba que no llovería.
Partimos, y, mi madre, por la Petromaz de gasolina, se quedó proyectando una sombra larga. Batía su mano en señal de despedida. Grillos bulliciosos, ranas silbonas, y el esporádico canto de los gallos animaron la madrugada. Pronto el sol comenzó a esparcir su presencia, inició por las altas cordilleras, y a las seis estaba el día totalmente claro, el tibio nos hizo despojar de los buzos y las bufandas de lana cruda. A esa hora estábamos lejos de nuestra casa y, aunque mi padre hubiese pensado regresar, la distancia nos obligaba a continuar el camino.
Ascendimos la primera cuesta para tomar un altiplano estéril: una meseta de promontorios y hondonadas; el sendero al fondo se estiraba como una serpiente infinita; en la distancia nuestras huellas acaso se dejaban notar como delgadas costras sobre los montículos. Por ellas transitamos al menos hasta cuando el sol se puso justo encima de nuestras cabezas y esparció con fuerza su brillo picante, propio de las tierras altas. Entonces vi surgir arbustos bajos de arrayanes, mayos cansados y escobones maculados entre los matojos de la paja amarga. Yo, como mi padre, quitaba el sudor de la frente con el envés de la mano. Manadas de loros escoberos, chilcas y azulejos animaron la mañana, pero desaparecieron cuando el astro se hizo más intenso.
A mediodía nos encontramos con una fuente tranquila de aguas blancas. Mi padre descabalgó en su orilla, puso la rienda sobre la cabeza de la silla, yo remedé sus gestos, luego él descolgó el morral del avío, y mientras los caballos se alejaban hambrientos, comenzó a caminar bajo un tupido robledal que protegía el arroyo.
Al lado de uno de los pozos mi padre acomodo el avío envuelto en hojas, lo abrió, y vi aparecer unas grandes presas de gallina, suculentos trozos de yuca y el arroz apetitoso. Él agarró un pernil completo y avaro lo mordisqueaba, mientras yo también tomé la parte de mi apetencia: una rabadilla grasienta y olorosa.
Después de una breve siesta sobre el colchón de hojas secas de los robles, mi padre fue a buscar los caballos. Con un silbido hizo que se detuvieran en mitad de la sabana, allí mismo los montamos. Más adelante descendimos a un río de aguas oscuras, de correntía poco bulliciosa entre rocas negras, algunas cubiertas de una lama verde. Por el vado se podían ver las truchas gigantescas que escaparon al percibir la presencia de los caballos. El agua nos obligó a levantar las piernas de los estribos, ya en la orilla opuesta las bestias sacudieron de sus monturas el agua y el barro con nosotros encima. No trotaban. En los descensos avanzaban con parsimonia, por un sendero barrialoso y lleno de pequeñas escalas, donde hacían esfuerzo por no botarnos.
Después de ascender y descender montañas, un filo nos dejó ver las primeras casas. Rayaban las cinco de la tarde, el sol oblicuo irrumpía de frente nuestra visión; toda la esfera sobre nuestras cabezas estaba despejada; ni una sola nube, ni una sola rugosidad en el horizonte.
Mi padre pareció mirar un lugar fijo en la montaña, mientras yo me extasiaba con los cuatro puntos cardinales, desorientado de la procedencia tomada en la mañana. La cordillera tenía un murmullo propio, un pasilloso vaivén que mecía la atmósfera, el viento susurraba al compás de la algarabía de los pájaros. Vi de nuevo todo el horizonte con el capricho de la inmensidad, a una edad que no pude reconocer.
Fiel al silencio mi padre bajó de su silla y se tumbó en la hierba. Permanecí montado mientras mi caballo se agitaba, un humo blanco expelía por sus narices, dejamos que transcurriera lo que faltaba de la tarde. El sol refulgía con sus restos, un poco antes de estrellarse contra la cordillera. Al otro lado la luna columpiaba su esfera y palpitaba como el corazón del cielo. Entonces avisté los primeros luceros.
Fue justa la presencia de las sombras para que mi padre tomara el caballo de las bridas; comenzó a caminar a pie sin importarle el fango. En las primeras casas, con ladridos roncos, un perro vino a nuestro encuentro. Mi padre no hizo caso; pasó de largo y se detuvo donde un vecino que permanecía sentado en el quicio de la puerta, éste cortaba el relente con el ala del sombrero.
—¿Dónde vive don Crisóstomo Volverás? —preguntó mi padre.
—Vivía, allá en la casa del balcón que está a la salida —respondió el hombre.
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Empezar de nuevo
Por Marcela Sjogreen
Providencia
Era un martes en la mañana cuando los gritos de Ma Guendo sobresaltaron al abuelo Witarson quien había decidido dormir una hora más de lo acostumbrado.
Ma era una negra grande, gruesa, de voluptuosas caderas y un trasero enorme; su rostro tenía una expresión agradable y unos grandes y brillantes ojos negros. El abuelo por el contrario era delgado, de tez más clara y de facciones finas; sus expresivos ojos eran color miel y su piel mostraba los signos del duro trabajo diario bajo el sol.
Aunque las caricias entre ellos no eran un lenguaje común, ni de demostración pública, se amaban y lo expresaban en la atención del hogar y de los hijos. Sin embargo, desde hacía ya algún tiempo, el abuelo venía mostrando cierta indiferencia en su forma acostumbrada de relacionarse con la familia y, sobre todo, con la abuela, cosa que Ma había notado pero guardaba en un abrumador silencio.
Esa mañana, el abuelo se levantó y salió a pescar como de costumbre y como siempre su regreso se dio a las tres de la tarde. A lo lejos, divisábamos el vuelo en círculo de las fragatas que acompañaban la pequeña canoa de vela azul y que poco a poco se iba haciendo visible, mientras era empujada por ráfagas de viento.
Una vez en tierra, ya organizado el producto de la faena y después de haber tomado un baño con agua del arroyo, el abuelo se echó a descansar en la hamaca guindada bajo el almendro. Cuando aún no había cerrado los ojos, a lo lejos divisó una columna de humo color gris, parecía ser el incendio de alguna vivienda. Sobresaltado el abuelo da un grito: “¡Tráiganme los pantalones, se quema la casa notarial!”; subió al caballo y se dirigió presuroso al lugar de la conflagración; solo encontró cenizas, nada se salvó.
En aquel tiempo, nadie cargaba ni guardaba documento alguno, los únicos papeles que existían estaban al cuidado de una persona de entera confianza y respeto por parte de la comunidad, se trataba de los responsables de la casa notarial. Así es que, aquella tarde todos los habitantes de la isla perdieron los documentos que les otorgaban derechos de propiedad sobre sus bienes; ya no existían papeles que respaldaran sus uniones matrimoniales, ni siquiera tenían cómo demostrar el parentesco con sus hijos, ni mucho menos demostrar que ellos eran quienes decían que eran.
En medio de los comentarios que expresaban la inquietante situación, la gente mantenía una titubeante tranquilidad pues, en tres meses, se esperaba la visita oficial notarial que seguramente permitiría que todo volviera a la normalidad. Se expedirían nuevos documentos con la ayuda de los testimonios y la fe que todos podían dar de los asuntos de los demás, pues todos eran conocidos.
En la mañana del 3 de abril, el oficial notarial llegó acompañado de una autoridad religiosa y con un documento público que imponía las uniones matrimoniales católicas como las únicas válidas ante Dios y el Estado. Esto conmocionó a la pequeña comunidad pues la mayoría eran protestantes. Además, anunciaron que los trámites notariales tendrían un costo, a lo cual los isleños no estaban acostumbrados. Esto termino por agravar la situación ya que el dinero era escaso y los costos de los trámites impidieron que muchos arreglaran sus documentos. Esta situación la aprovecharon sagaces oportunistas con algo más de dinero y comenzaron a reclamar lo que a todas luces no les pertenecía, presentando testigos falsos que se vendían por uno pocos centavos o algunas libras de azúcar y harina.
El oficial registró nuevamente a los hijos, expidió documentos que acreditaban la propiedad sobre algunas de las posesiones y cuando revisó el caso de los matrimonios, recordó que se debían celebrar, una vez más, los votos matrimoniales a través de la iglesia Católica.
Muchos se negaron, pero otros, como el abuelo, estaban esperando esta oportunidad para que ante la negativa de la abuela de cambiar de religión, y su insistencia de contar con el consentimiento de Dios, pudiera poner sus ojos sobre Miss Yolti, uno de los amores de juventud del abuelo.
Aún no entiendo que pasó, nunca los escuche discutir, incluso cuando se fue, solo vi en el rostro de Ma una expresión de resignación, como si ella hubiera sabido desde el principio lo que acontecería. Esperó una semana y como vio que el abuelo no entraba en razón, el día de la boda le escondió sus mejores pantalones y soltó el caballo y desde temprano ella y sus hijos salieron a la finca, sabía que desde entonces tenía que arreglárselas sola.
El abuelo pidió prestado unos pantalones que le quedaron por encima de los tobillos; además, tuvo que caminar unos cuarenta minutos hasta la improvisada casa notarial; todo el trayecto contó con la mirada de ojos acusadores y curiosos, que lo veían extrañamente vestido mientras se dirigía con arrojo hacia su encuentro con Yolti.
Fuente:
Suenan voces. Antología Relata III – Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa, edición y selección de textos por Julio Paredes, Ministerio de Cultura / Sílaba Editores, abril de 2010.