Presentación
Solferino
—11 de diciembre de 2021—
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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte
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Josefina Aguilar Ríos es narradora y poeta, comunicadora social-periodista y socióloga de la Universidad de Antioquia, así como magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Eafit. Ha sido editora del periódico El Mundo, la revista «Avianca en revista» y el libro «Antioquia vibra» de El Colombiano, entre otras publicaciones. En 2006 ganó el Premio Nacional de Periodismo Económico ANIF. Es coautora del libro «Milhojas: juegos de escritura» (Eafit, 2019), y sus cuentos y artículos han aparecido en el suplemento literario «Generación», «Avianca en revista» y «Sobremesa», publicación de la editorial Verso Libre. Ha dictado talleres de creación literaria y de fomento de la escritura en La Pascasia, mantiene su propio sitio web y actualmente es editora de revistas de El Colombiano y profesora de cursos de Literatura en Yuruparí.
Presentación a cargo del
artista plástico David Robledo.
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Después de encontrar un anuncio de prensa de un extranjero que deseaba tener correspondencia con algún colombiano, un campesino inicia una relación epistolar con un chileno y se entabla una amistad que dura casi cuarenta años. Al final de la vida, el colombiano, en la fase inicial del alzhéimer, se obsesiona con la búsqueda de noticias de su amigo chileno. Lo sabe muerto, pero desea estar seguro del suceso. Una de sus hijas, en un intento vano por evitar que se extinga su memoria, se empeña en buscar los rastros del amigo de su padre o de su familia para que él pueda saber sobre su final. Aunque ella sabe que lo va a olvidar, decide ayudarle a desentrañar el misterio sobre su amigo y repetírselo una y otra vez mientras él se sume en el olvido y el desgaste que trae su enfermedad. El deterioro producido por el alzhéimer, el envejecimiento, la dictadura chilena, la violencia que expulsa a los campesinos de la tierra en Colombia, el papel de las guerrillas, la aparición del narcotráfico, son los temas paralelos que nutren la novela. Por medio de la relación epistolar entre los dos personajes, se narran, a veces se insinúan, las realidades complejas de ambos países. Las especulaciones sobre el chileno, las evocaciones, la lucha por mantener los recuerdos y los narradores que van y vienen en el tiempo construyen una novela en la que la muerte, la enfermedad, la vejez y la amistad son temas que se abordan.
Los Editores
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Josefina Aguilar Ríos
Foto © Camilo Suárez
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Solferino
Uno
Se levantó a las cinco de la mañana y caminó a tientas por el corredor hasta la cocina. Encendió una vela, tomó una chinita y atizó la leña todavía tibia hasta que estuvo roja y envuelta en llamas. En el corral la esperaban la Reina, la Maravilla, la Zafira, la Normanda, la Chilena, la Danta, la Yegua, la Mariposa, la Esmeralda, la Rosada, la Espuma y la Repolla, las doce vacas que debía ordeñar. A las nueve estaba otra vez en la cocina hirviendo la leche y agregándole cuajo para hacer queso, batiendo la nata para la mantequilla y organizando la primera parte del almuerzo.
Todos los días eran iguales, excepto los sábados y los domingos. Los sábados los jornaleros eran menos y a las dos de la tarde podía cuidar el huerto o enseñarles a leer y a escribir a los más chiquitos. Los domingos se vestía con lo mejor que tenía, cabalgaba durante unas cinco horas en una incómoda silla para mujer. Monseñor Builes, el obispo de Santa Rosa de Osos, ya había escrito varias pastorales prohibiendo que las mujeres montaran a horcajadas.
Si el camino estaba bueno y los caballos galopaban, ella y sus hermanas alcanzaban la misa de once, si no, la del mediodía. Después de recoger algunas cosas en la tienda de los hermanos Peláez, y saludar a los conocidos, emprendían el camino de regreso. Otras cinco o seis horas a caballo, la ventaja era que las Hernández, sus primas, les empacaban fiambre y eso aminoraba la jornada. Cerca de las tres de la tarde paraban en quebrada Sana —de aguas cristalinas, mansa en verano y furiosa en invierno—. Con las hojas de los árboles hacían cuencos para beber agua, veinte minutos tardaban y antes de que oscureciera ya estaban en casa.
Nadie recuerda la fecha exacta, pero saben que la primera carta llegó un sábado.
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Dos
Estaba acostumbrada a recibir cartas de los primos que vivían en Medellín y del padre Aguilar, pero nunca había recibido una proveniente de otro país. El sobre era blanco, venía marcado con tinta azul y tenía varias estampillas.
No sabía qué era Catillo, tal vez el nombre de una calle. Tampoco sabía en qué parte de Chile quedaba Parral. Igual, la dirección no importaba mucho, la suya era finca El Solferino, Anorí, Antioquia; así que pensó que Correo Catillo, Parral, Chile, sería algo similar.
La caligrafía era pequeña, bonita y fácil de leer y el contenido hablaba de la felicidad que le produjo ver la respuesta a un aviso publicado hacía meses en el diario El Campesino. La carta de Sofía Aguilar Hernández le llegaba a Luis Valdés Quevedo cuando él no albergaba ya ninguna esperanza de que alguien contestara. Nadie recuerda por qué el interés del chileno en el país, tampoco por qué escribió a un periódico antioqueño y no a uno bogotano, lo que sí recuerdan es que el aviso lo publicó varios meses atrás, tal vez en 1960 o en 1961. «Chileno quisiera entablar comunicación con algún colombiano».
Ella y las hermanas acostumbraban guardar los periódicos en los que envolvían la carne, la panela o alguna de las compras que se hacían en el pueblo. Tenían pocos libros: una Biblia y un ejemplar de Las mil y una noches que el hermano mayor administraba. Casi nunca se los prestaba, prefería memorizar los cuentos y contárselos a las seis de la tarde, antes de acostarse. Lo guardaba en un baúl de cedro y con llave porque en 1953 pasó la chusma y se llevó el diccionario grande que el padre Aguilar les había regalado. También se llevaron el libro de aritmética y la vieja edición de No cometa más faltas de ortografía, que un primo, estudiante de derecho, les regaló en unas vacaciones de final de año. Como apenas acababa de empezar el Frente Nacional y los chusmeros se habían convertido en guerrilla, y ellos ya habían tenido que salir de la finca y esconderse en el sótano de los Hernández, el hermano mayor, con el beneplácito de ellas, guardaba con celo los únicos libros que les quedaban. Cualquier periódico que llegara lo pasaban de mano en mano, así como las cartas, que incluso contestaban, así ellas no fueran las destinatarias.
La primera respuesta de Lucho llegó dirigida a Sofía; le contaba que vivía en una finca, que los inviernos eran fríos, que estaba casado, que tenía un perro —Poroto— y que añoraba conocer algo sobre Colombia. Ella y el hermano mayor respondieron a escondidas. A su padre con certeza no le habría gustado que una de sus hijas se anduviera carteando con un extraño y menos que uno de sus hijos estuviera acolitándole, llevando cartas al correo o perdiendo tiempo escribiendo todo sobre su vida cotidiana. En la segunda carta le contaron que vivían en la finca El Solferino, que eran catorce hermanos, le pidieron que les hablara de Catillo, de Poroto, de la esposa, de sus hijos y sus hermanos.
Fuente:
Aguilar Ríos, Josefina. Solferino. Verso Libre, Medellín, noviembre de 2021, pp. 13-17. Proyecto ganador de la Convocatoria de Fomento y Estímulos para el Arte y la Cultura 2021 de la Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín.